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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (42 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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Assad sonrió.

—Ja, ya estás otra vez tomando el vacile. Por supuesto que el secuestrador lo ha hecho más de una vez. He leído en tu mirada que lo sabías.

Tenía razón. Sobre aquella cuestión no podía haber grandes dudas. Un millón de coronas era mucho dinero, pero tampoco era tanto. Al menos, si vivías de eso.

Pues claro que el secuestrador lo había hecho más veces. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Tú sigue con lo tuyo. De todas formas, de momento no hay gran cosa que hacer.

Cuando llegó al mostrador tras el cual Yrsa y Lis seguían sin cortarse con su parloteo sexista acerca de qué físico debían tener los hombres de verdad, golpeó discretamente con los nudillos el cristal.

—Tengo entendido que Assad está él solo llamando por teléfono a los miembros expulsados de sectas, y por eso tengo otro cometido para ti, Yrsa. Y si fuera un bocado demasiado grande, ya la ayudarás un poco, ¿verdad, Lis?

—No lo hagas, Lis —se oyó decir con amargura a la señora Sørensen en el rincón—. Este señor Mørck pertenece a otro departamento. En la descripción de tus tareas no pone que debas echarle una mano.

—Bueno, eso depende —objetó Lis, enviando a Carl una de esas miradas en que, por lo visto, su marido la había convertido en especialista durante su tórrido viaje por Estados Unidos. Mona debería haberla visto mirarlo así. De haberlo hecho, quizá luchara con más tesón por su nueva captura.

Como autodefensa, dirigió la mirada a los labios rojos de Yrsa.

—Yrsa, mira a ver si puedes encontrar esa caseta de botes en alguna fotografía aérea. Mira todas las fotos que se usan en los registros de inmobiliarias de los municipios de Frederikssund, Halsnæs, Roskilde y Lejre. Lo más seguro es que las tengan en su página web, pero si no las tienen pídeselas por correo electrónico. Fotos aéreas de alta resolución en las que aparezcan todas las zonas de playa de la península de Hornsherred. Y de paso pide también algunos mapas que marquen dónde hay molinos de viento en la región.

—Creía que habíamos convenido que estuvieron desconectados por la tormenta.

—Ya, joder, pero hay que mirarlo.

—Eso va a ser pan comido para ella —aseguró Lis—. ¿Y qué tienes para mí?

Le lanzó una mirada que fue directa a su bajo vientre. ¿Qué diablos iba a responder a aquella pregunta equívoca? ¡Y además en público! Las respuestas atrevidas se le amontonaban.

—Esto… Podrías preguntar a los departamentos técnicos de esos municipios si han dado licencia para construir casetas de botes en esa costa antes de 1996 y, en caso afirmativo, dónde.

Lis meneó las caderas.

—¿Solo eso? No es gran cosa.

Después volvió hacia él su fascinante trasero y corrió hacia el teléfono.

Una vez más había dicho la última palabra.

34

La provincia de Helmand fue el infierno personal de Kenneth. El polvo del desierto, su pesadilla. Una vez en Irak y dos en Afganistán. Era más que suficiente.

Sus compañeros le enviaban mensajes de correo electrónico todos los días. Palabras y más palabras sobre la camaradería y los buenos tiempos, nada sobre lo que ocurría en realidad. Lo único que querían todos era seguir vivos. Era su único objetivo.

Se dio cuenta de que por eso lo había dejado. Un montón de trastos junto a una carretera. Un mal sitio en la oscuridad. Un mal sitio de día. Porque había bombas. El ojo acercándose a la mira telescópica. La suerte no era un compañero de quien te pudieras fiar.

Y por eso estaba ahora en su casita de Roskilde, tratando de relajar sus sentidos, olvidar y seguir adelante.

Había matado y no se lo había dicho a nadie. Ocurrió en una breve escaramuza. No lo vieron ni sus compañeros. Un cadáver algo alejado de los demás, era su cadáver. Alcanzado en la tráquea; un jovencito. En su caso, la espantosa característica de los guerrilleros talibán no era más que algo de pelusa en barbilla y mejillas.

No, no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Mia.

No es lo primero que te sale por la boca cuando suspiras por lo enamorado que estás.

La primera vez que vio a Mia supo que ella sería capaz de hacer que se rindiera sin condiciones.

Lo miró al fondo de los ojos cuando la tomó de la mano. Sucedió ya entonces. Aquella rendición total. Deseos y esperanzas reprimidos que se liberaban de pronto. Se escucharon mutuamente con los sentidos alerta y supieron que el encuentro debía repetirse.

Ella se estremeció al decirle cuándo esperaba que volviera su marido. También ella estaba dispuesta a una vida nueva.

La última vez que se vieron fue el sábado anterior. Llegó espontáneamente, y, tal como habían convenido, llevaba un periódico bajo el brazo.

Ella estaba sola, pero agitada, lo dejó entrar con reticencia y no quiso decirle qué había ocurrido. Tampoco parecía tener ni idea de lo que le iba a deparar el día.

Si hubieran tenido unos pocos segundos más, habría pedido a Mia que se marchara con él. Que hiciera las maletas con lo imprescindible, tomara a Benjamin en brazos y se fuera con él.

Ella no se habría negado si su marido no hubiera llegado en ese momento; estaba convencido. Y en su casa habrían tenido tiempo para desatar cada uno los nudos de una vida plagada de malas experiencias.

Pero tuvo que marcharse porque ella se lo pidió. Por la puerta trasera. Salir a la oscuridad como un perro asustadizo. Sin llevarse la bici.

Desde entonces no había podido apartar aquello de su mente ni por un segundo.

Habían transcurrido ya tres días. Era martes, y desde la desagradable sorpresa del sábado había vuelto allí varias veces. Pudiera ser que se encontrara con el marido de Mia. Que surgiera una situación desagradable de forma involuntaria. Pero las demás personas ya no le daban miedo, solo él se daba miedo. Porque ¿qué iba a hacer con aquel hombre si resultaba que había hecho daño a Mia?

Pero la casa estaba vacía cuando volvió. También lo estuvo la vez siguiente, y aun así lo atraía sin cesar. Crecía en él un presentimiento fruto de un instinto cultivado. Como la sensación que se apoderó de él la vez que uno de sus amigos señaló una calle donde luego fueron asesinados diez habitantes locales. Sabía que no debían transitar por aquella calle, y también sabía que aquella casa encerraba secretos que jamás saldrían a la luz sin su ayuda.

Se plantó ante la puerta principal y la llamó por su nombre. Si se hubieran marchado de vacaciones, ella se lo habría dicho. Si ya no estaba interesada en él, habría desviado su mirada brillante.

Ella estaba interesada en él, y había desaparecido. Ni siquiera respondía al móvil. Por unas horas pensó que no se atrevería a responder porque su marido estaría cerca. Después se imaginó que el marido se lo había quitado y que ya sabía quién era él.

Si sabe dónde vivo, no tiene más que venir a casa, se dijo. Iba a ser un combate desigual.

Así pasó los días hasta la víspera, cuando por primera vez tuvo la sensación de que la respuesta podía encontrarse en otra parte.

Porque había un sonido que lo había sorprendido, y eran precisamente los sonidos sorprendentes los que el soldado que había en él estaba entrenado para oír. Sonidos muy débiles que podían hacer que el segundo siguiente fuera decisivo. Sonidos que podían significar la muerte si nadie los oía.

Y fue un sonido así el que oyó cuando, estando frente a la puerta, la llamó al móvil.

Un móvil que sonaba muy amortiguado tras el tabique.

Entonces apagó el móvil y volvió a escuchar. No se oía nada.

Marcó otra vez el número de Mia y esperó un momento. Entonces oyó el sonido. El móvil de ella, al que acababa de llamar, se encontraba en alguna parte detrás de la ventana inclinada y cerrada, y estaba sonando.

Meditó durante un rato.

Existía la posibilidad de que ella lo hubiera dejado a propósito, pero no creía que fuera así.

Solía llamarlo su único medio de contacto con el resto del mundo, y un medio de contacto no se deja a desmano sin más.

Bien que lo sabía él.

Después volvió allí otra vez y oyó el móvil en la habitación que estaba encima de la puerta principal, la de la ventana inclinada. Nada nuevo. ¿Por qué, entonces, esa sospecha continua de que algo iba mal?

¿Sería porque el sabueso de su interior husmeaba peligro? ¿El soldado que había en él? O ¿era solo que estar enamorado lo cegaba ante la posibilidad de que no fuera ya más que un paréntesis en la vida de ella?

Y a pesar de todas las preguntas, a pesar de todas las respuestas posibles, seguía teniendo aquella sensación.

Tras las cortinas de la casa de enfrente, un par de ancianos lo observaban. Aparecían en cuanto gritaba el nombre de Mia. Tal vez debiera preguntarles si habían visto algo.

Abrieron al cabo de un buen rato, y no parecieron muy contentos de ver su rostro.

La mujer le preguntó si no podía dejar en paz a los vecinos de enfrente.

Kenneth trató de sonreír, y luego les mostró cómo temblaban sus manos. Mostró el miedo que tenía y que necesitaba ayuda.

Le dijeron que el marido había estado en la casa varias veces durante los últimos días, porque al menos su Mercedes estuvo allí, pero que no habían visto en ningún momento a la mujer ni al niño.

Les dio las gracias y les pidió que lo mantuvieran al corriente, después de darles su número de teléfono.

En cuanto cerraron la puerta supo que no iban a llamarlo. Ella no era su mujer. Eso era lo que importaba.

La llamó por última vez, y por última vez oyó los tonos de llamada en la habitación de la primera planta.

Mia, ¿dónde estás?, pensaba con inquietud creciente.

A partir del día siguiente, iría por la casa varias veces al día.

Si no ocurría algo que lo tranquilizara, acudiría a la Policía.

No porque tuviera nada concreto.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

35

Paso elástico. Arrugas masculinas en los lugares apropiados del rostro. Ropa cara evidente.

Una combinación genial de todo lo que hacía que Carl se sintiera como un trapo.

—Este es Kris —lo presentó Mona, correspondiendo al beso de Carl con cierta frialdad.

—Kris y yo estuvimos juntos en Darfur. Es especialista en traumas de guerra, y trabaja de forma más o menos permanente para Médicos Sin Fronteras, ¿verdad, Kris?

«Estuvimos juntos en Darfur», había dicho. No «trabajamos juntos en Darfur». No hacía ni puta falta ser psicólogo para entender lo que significaba. Odiaba ya a aquel imbécil que apestaba a perfume.

—Conozco bastante bien tu caso —dijo Kris, mostrando unos dientes demasiado regulares y demasiado blancos—. Mona ha recibido permiso de sus superiores para informarme.

Recibido permiso de sus superiores, vaya chorrada, pensó Carl. ¿Por qué no preguntarme a mí?

—¿Te parece bien?

Aquello llegaba ligeramente tarde. Miró a Mona, que le dirigió una mirada de lo más dulce y conciliadora. Joder con la tía.

—Sí, claro —respondió—. Estoy segurísimo de que Mona hace lo mejor para todos.

Devolvió la sonrisa al hombre, y Mona lo registró. En el momento oportuno.

—Me han concedido treinta horas para tratar de enderezarte. Según tu jefe, vales tu peso en oro.

Rio un poco. En ese caso, le pagaban demasiado la hora.

—¿Treinta horas, dices? —preguntó sorprendido. ¿Iba a tener que estar con aquel San Dios más de un día en total? Ese tío estaba de la olla.

—Bueno, veremos cómo estás de tocado. Pero en la mayoría de los casos treinta horas suelen ser más que suficientes.

—¡No me digas! —Aquello le tocaba las pelotas.

Se sentaron frente a él. Mona, con una puñetera sonrisa encantadora.

—Cuando piensas en Anker Høyer, Hardy Henningsen y tú en la cabaña de Amager, donde te dispararon, ¿cuál es la primera sensación que te viene? —preguntó el hombre.

Carl sintió escalofríos en la espalda. ¿Que qué sintió? Trance. Cámara lenta. Parálisis en los brazos.

—Que pasó hace mucho tiempo —respondió.

Kris hizo un gesto afirmativo y mostró cómo había conseguido sus patas de gallo.

—A la defensiva, ¿eh, Carl? Ya me habían advertido. Solo quería ver si era cierto.

¿Qué coño…? ¿Quería jugar a boxeadores? Aquello prometía ser interesante.

—¿Sabes que la mujer de Hardy Henningsen ha presentado una solicitud de separación?

—No, Hardy no me ha dicho nada de eso.

—Por lo que he entendido, debía de tener cierta debilidad por ti. Pero tú rechazaste sus insinuaciones. Que habías ido a mostrarle tu apoyo, creo que dijo. Eso desvela una faceta tuya que va algo más allá de tu fachada de duro. ¿Qué te parece?

Carl arrugó el entrecejo.

—Pero ¿qué tiene que ver Minna Henningsen con esto? Oye, ¿estás hablando con mis amigos a mis espaldas? No me hace ni puta gracia.

El tipo se volvió hacia Mona.

—Ya ves. Justo lo que había previsto.

Se sonrieron, cómplices.

Una pasada más y le iba a enroscar a aquel gilipollas la lengua al cuello. Iba a quedar pintoresco junto a la cadena de oro que colgaba de su cuello de pico.

—Tienes ganas de pegarme, ¿verdad, Carl? De darme un par de soplamocos y mandarme a hacer puñetas, ya veo —comenzó, mirando a Carl a los ojos tan fijamente que el azul claro de su mirada casi lo envolvió.

Después su mirada cambió. Se puso serio.

—Tranquilo, Carl. En realidad estoy de tu lado, y tú estás bien jodido, lo sé —lo sosegó, alzando la mano para frenarlo—. Y tómalo con calma, Carl. Si piensas con quién de los dos me gustaría echar un polvo, sería contigo.

Carl se quedó boquiabierto.

Tómalo con calma, decía. Siempre era tranquilizador saber por dónde tiraba el tío, pero nunca estaba bien del todo.

Se despidieron tras haber acordado el calendario de consultas, y Mona acercó tanto su rostro al de él que notó que le fallaban las piernas.

—Entonces nos vemos a la noche en mi casa, ¿verdad? ¿Qué tal hacia las diez? ¿Puedes escaparte de casa o tienes que cuidar de tus chicos? —susurró.

Carl vio en su imaginación el cuerpo desnudo de Mona deslizarse hasta tapar el careto obstinado de Jesper.

Era una elección la mar de sencilla.

—Sí, ya me imaginaba que encontraría a alguien aquí —observó el tipo de la carpeta mientras extendía hacia él su minúscula mano de rata de oficina, para después presentarse—. John Studsgaard, Inspección de Trabajo.

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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