Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Tal vez hubiera podido reaccionar, pero lo que ocurrió no pudo preverlo.
Solo registró las piernas de él dando dos pasos rápidos a un lado, y que levantaban la caja de mudanzas que tenía encima.
Después él dejó caer con pesadez la caja sobre el pecho de ella.
Por un momento se quedó sin aire, pero instintivamente se retorció un poco a un lado y consiguió cruzar una pierna sobre la otra. Después llegó volando la segunda caja de cartón, que bloqueó su antebrazo contra las costillas y no la dejaba mover el cuerpo. Y para terminar, otra caja encima.
Tres cajas de mudanzas que pesaban demasiado.
Veía algo de la abertura de la puerta y el pasillo en el extremo de sus pies, pero también aquello desapareció cuando él cerró el hueco con una pila de cajas sobre su pantorrilla y finalizó con una última pila de cajas en el suelo, justo contra la puerta.
Su marido no dijo nada mientras lo hacía. Tampoco dijo nada cuando cerró la puerta con llave y la dejó completamente encerrada entre cajas.
No tuvo tiempo ni de gritar pidiendo ayuda. Claro que ¿quién iba a ayudarla?
¿Pensará dejarme aquí?, se preguntó mientras el diafragma se encargaba de la respiración del pecho. Solo llegaban unos resquicios de luz procedentes de la ventana Velux de arriba, y únicamente veía superficies marrones de cartón.
Cuando al fin llegó la oscuridad, sonó el móvil de su bolsillo trasero.
Sonó y sonó, hasta que también eso terminó.
En los primeros veinte kilómetros camino de Karlshamn, Carl fumó cuatro cigarrillos para superar los temblores producidos por el terrorífico café de Tryggve Holt.
Si hubiera terminado el interrogatorio la víspera, habría podido volver a casa justo después, y en aquel momento estaría calentito en su cama con el periódico sobre la tripa y el olor penetrante de los buñuelos de arroz de Morten en las fosas nasales.
Saboreó su propio mal aliento.
Sábado por la mañana. Dentro de tres horas estaría en casa. Mientras tanto, tendría que apretarse los machos.
Acababa de sintonizar a duras penas con Radio Blekinge cuando el timbre del móvil interrumpió un vals ejecutado por violines noruegos.
—¡Vaya! ¿Dónde estás, Charlie? —dijo la voz al otro extremo de la línea.
Carl volvió a mirar el reloj. Solo eran las nueve, aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuál fue la última vez que su hijo postizo había estado levantado tan temprano un sábado?
—¿Qué ocurre, Jesper?
El joven parecía cabreado.
—No aguanto más en casa de Vigga. Voy a volver a casa, ¿vale?
Carl bajó el volumen de la radio.
—¿A casa? Oye, Jesper, escucha. Vigga acaba de darme un ultimátum. También ella quiere volver a casa, y si me parece mal prefiere vender la casa y quedarse con la mitad. ¿Dónde coño vas a vivir entonces?
—No puede hacer eso.
Carl sonrió. Era asombroso lo mal que conocía aquel chico a su madre.
—¿Qué pasa, Jesper? ¿Por qué quieres volver a casa? ¿Te has cansado de los agujeros del techo de la cabaña de tu madre? O ¿es que te hizo fregar los platos anoche?
Sonrió para sí. El sarcasmo les venía bien a las contracciones del diafragma.
—El insti de Allerød queda en el quinto pino. Una hora para ir y otra para volver, es una putada. Y Vigga está chillando todo el tiempo. Estoy harto de oírla.
—¿Chilla? ¿A qué te refieres? —preguntó, pero era una pregunta estúpida—. Deja, olvídalo, Jesper. No tengo ninguna gana de
oír
eso.
—¡No, hombre! ¡No me refiero a eso! Chilla cada vez que no hay un tío en casa, y en este momento no hay ninguno. Es un coñazo, ni más ni menos.
¿No tenía ningún tío? Entonces, ¿qué coño había pasado con el poeta de gafas de concha? ¿Había encontrado una musa con más dinero en la cartera? ¿Una que fuera capaz de cerrar el pico de cuando en cuando?
Carl miró al paisaje empapado. El GPS decía que tenía que pasar por Rödby y por Bräkne-Hoby, y parecía un terreno accidentado y embarrado. Joder, cuántos árboles había en aquel país.
—Por eso quiere volver a Rønneholtparken —continuó el muchacho—. Allí al menos te tiene a ti.
Carl sacudió la cabeza. Menudo cumplido.
—Bueno, Jesper. Vigga no puede volver a casa de ninguna de las maneras. Escucha: te doy mil coronas si le quitas la idea de la cabeza.
—Vaya. ¿Y cómo voy a hacerlo?
—¿Cómo? Encuéntrale un novio, chaval, ¿es que no tienes ideas? Dos mil si lo consigues antes del fin de semana. Entonces podrás volver a casa; si no, no.
Dos pájaros de un tiro, Carl estaba satisfecho de sí mismo. El joven al otro extremo de la línea estaba estupefacto.
—Y otra cosa: si vuelves a casa, no quiero volver a oírte refunfuñar porque Hardy vive con nosotros. Si no te gustan las reglas no tienes más que seguir viviendo en la casita de la pradera.
—¿Cómo?
—¿Está claro? Te doy dos mil si lo arreglas antes de este fin de semana.
Hubo un momento de silencio. La idea tenía que atravesar un filtro adolescente compuesto de falta de voluntad, pereza y una buena dosis de torpeza resacosa.
—Dos mil, dices —se oyó después—. Vale. Pegaré algunos anuncios por ahí.
—Vaya.
Carl dudaba de la bondad del método. Él había imaginado más bien que Jesper debía invitar a un montón de pintores frustrados a la cabaña con huerta. Así verían con sus propios ojos el magnífico —y sobre todo gratuito— taller que podían conseguir por la adquisición de una
hippy
bien usada.
—¿Y qué vas a escribir en esos anuncios?
—Ni puta idea, Charlie.
Se quedó cavilando un momento. Seguro que se le ocurría algo especial.
—Podría ser algo de este estilo: «Hola, mi madre está buena y busca un tío bueno. Abstenerse amargados y pobretones» —declamó, y se rio.
—Vaya. Igual deberías pensar alguna otra cosa.
—¡Pues claro! —Jesper volvió a reír con voz ronca por la resaca—. ¡Charlie, tío! Ya puedes ir sacando el dinero del banco.
Luego cortó la comunicación.
Carl miró algo desconcertado al salpicadero y al paisaje de casas pintadas de rojo y vacas que pacían bajo el aguacero.
No había nada como la tecnología moderna para amalgamar los elementos de la vida.
Hardy dirigió a Carl una mirada triste y mustia cuando este entró en la sala.
—¿Dónde has estado? —preguntó en voz baja mientras Morten le retiraba puré de patata de la comisura de los labios.
—Bueno, dando una vuelta por Suecia. He ido a Blekinge y he pasado la noche allí. De hecho, esta mañana me he plantado en la puerta de una comisaría bastante bonita de Karlshamn y he llamado, en vano. Esos son casi peores que nosotros. Como ocurra algún delito en sábado, mala suerte.
Se permitió reír con ironía, pero a Hardy no le hizo gracia.
Pero lo que decía Carl no era del todo cierto. En la comisaría había de hecho un portero automático. «Apriete B y diga qué quiere», ponía en un letrero al lado. Y él lo intentó, pero no entendió ni jota cuando el guardia le respondió. Luego debió de chapurrear en inglés con fuerte acento sueco, y Carl no entendió ni papa de lo que decía. Así que se marchó.
Carl dio una palmada en el hombro de su corpulento inquilino.
—Gracias, Morten. Ya me encargo yo de darle la comida. ¿Me haces mientras tanto un café? Pero que no esté muy fuerte, por favor.
Siguió con la vista el majestuoso trasero de Morten dirigiéndose hacia la zona de la cocina. ¿Había estado comiendo tarta de queso día y noche las dos últimas semanas? Sus glúteos parecían ruedas de tractor.
Después volvió la cabeza hacia Hardy.
—Pareces triste. ¿Ha ocurrido algo?
—Morten me está matando poco a poco —susurró Hardy, jadeando ligeramente en busca de aire—. Me obliga a comer todo el día, como si no hubiera otra cosa en que ocuparse. Comida grasienta que me hace cagar todo el tiempo. No entiendo que se tome la molestia; joder, luego me tiene que limpiar el culo él. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? ¿Al menos de vez en cuando?
Sacudió la cabeza cuando Carl quiso meterle otra cucharada en la boca.
—Y no para de hablar todo el santo día. Me vuelve loco. Paris Hilton y la nueva ley de sucesión al trono, el pago de pensiones y chorradas así. ¿Qué me importa a mí? Los temas de conversación vuelan por el aire como en una corriente espesa de banalidades varias.
—¿No puedes decírselo tú?
Hardy cerró los ojos. Vale, por lo visto lo había intentado. A Morten no era fácil hacerlo cambiar de parecer.
Carl asintió con la cabeza.
—Claro que se lo diré, Hardy. ¿Cómo va todo, por lo demás? —preguntó con el mayor cuidado. Era una de esas preguntas que estaban rodeadas de un campo de minas.
—Tengo dolores fantasma.
Carl vio la nuez de Hardy luchando por tragar saliva.
—¿Quieres agua?
Cogió la botella de agua del soporte lateral de la cama e introdujo con cuidado la pajita doblada entre los labios de Hardy. Si Hardy y Morten se enfadaban, ¿quién iba a hacer aquello todo el día?
—¿Dolores fantasma, dices? ¿Dónde? —quiso saber Carl.
—En la parte trasera de la rodilla, creo. Joder, no es fácil de saber. Pero me duele como si alguien me estuviera pegando con un cepillo metálico.
—¿Quieres una inyección?
Asintió en silencio. Se la pondría Morten enseguida.
—Lo de la sensibilidad del dedo y el hombro ¿cómo va? ¿Aún puedes mover la muñeca?
Las comisuras de Hardy se hundieron. Fue respuesta suficiente.
—Oye, ¿tú no estuviste colaborando en un caso con la Policía de Karlshamn?
—¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?
—Verás, es que me hace falta un dibujante de la Policía para que haga el retrato de un asesino. Tengo un testigo en Blekinge que puede describirlo.
—¿Y…?
—Me hace falta el dibujante ahora mismo, y la puñetera Policía sueca es tan hábil a la hora de cerrar sus comisarías locales como nosotros. Pues eso, que a las siete de la mañana estaba frente a un edificio amarillo enorme en la Erik Dahlsbergsvägen de Karlshamn, leyendo un letrero. «Cerrado sábados y domingos. Resto de la semana, abierto de 9.00 a 15.00», nada más. ¡Un
sábado
!
—Ya. ¿Y qué quieres que haga?
—Podrías pedir a tu amigo de Karlshamn que le hiciera un favor al Departamento Q de Copenhague.
—Joder, vete a saber si mi amigo sigue trabajando en Karlshamn. De aquello hace por lo menos seis años.
—Entonces estará en otro sitio. Lo buscaré en la red, basta que me digas el nombre. Seguramente seguirá en la Policía sueca, ¿no era un alumno modelo? Lo único que tienes que pedirle es que levante el receptor y llame a un dibujante de la Policía. Solo se trata de eso. ¿No lo harías acaso por nuestro compañero sueco si él te lo pidiera?
Los pesados párpados de Hardy no anunciaban nada bueno.
—Sale caro haciéndolo en fin de semana —informó después—. Y eso si es que hay algún dibujante cerca de tu testigo que quiera tomarse la molestia.
Carl miró a la taza de café que le había dejado Morten en la mesilla. Si no fuera porque sabía que no, podría pensarse que había cogido una lata de aceite y la había consumido al fuego para oscurecerlo más.
—Menos mal que has venido —comentó Morten—. Así puedo salir.
—¿Salir? ¿Adónde vas?
—Al cortejo fúnebre de Mustafá Hsownay. Sale de la estación de Nørrebro a las dos de la tarde.
Carl asintió con la cabeza. Mustafá Hsownay, una víctima inocente más de la lucha por el mercado de hachís entre los círculos de moteros y las bandas de inmigrantes.
Morten levantó el brazo e hizo ondear por un breve segundo una bandera que seguramente sería iraquí. A saber de dónde diablos la había sacado.
—Fui a clase con uno que vivía en Mjølnerparken, donde mataron a tiros a Mustafá.
Otros quizá habrían vacilado ante la debilidad de los argumentos solidarios.
Pero Morten estaba hecho de otra pasta.
Estaban tumbados muy cerca uno del otro. Carl en el sofá con los pies en la mesa baja, y Hardy en la cama de hospital con su largo cuerpo paralizado vuelto de costado. Había tenido cerrados los ojos desde que Carl encendió el televisor, y la expresión amarga de su boca se había difuminado poco a poco.
Eran como un matrimonio de ancianos que por fin se abandonan al final del día en la compañía insustituible de noticias y presentadores maquillados. Durmiendo en paz un sábado por la noche. Solo faltaba que se cogieran de la mano para que la imagen fuera perfecta.
Carl levantó con trabajo sus pesados párpados y observó que el noticiario que estaba viendo era el último del día.
Así que ya era hora de preparar a Hardy para dormir y meterse en la cama como es debido.
Se quedó mirando la pantalla, donde el cortejo de Mustafá Hsownay se movía con lentitud por Nørrebrogade con digna calma y en silencio. Miles de rostros silenciosos pasaron ante las cámaras, mientras desde los balcones arrojaban tulipanes de color rosa hacia el coche fúnebre. Inmigrantes de todo tipo, y otros tantos daneses de segunda generación. Muchos cogidos de la mano.
El hervidero de Copenhague había perdido furor por un momento. Todos estaban contra la guerra entre bandas.
Carl asintió en silencio. Estaba bien que Morten estuviera allí. Seguro que no había muchos de Allerød. Joder, tampoco estaba él.
—Mira, Assad —se oyó decir a Hardy en voz baja.
Carl lo miró. ¿Había estado despierto todo el tiempo?
—¿Dónde?
Miró a la pantalla y vio enseguida la cabeza redonda de Assad asomando entre la gente de la acera.
Al contrario que los demás, no dirigía la mirada hacia el coche fúnebre, sino más atrás, hacia el cortejo. Su cabeza se movía imperceptiblemente de lado a lado como la de una fiera que sigue con la mirada a su presa entre la espesura. Estaba serio. Después la imagen desapareció.
¿Qué coño…?, se dijo Carl.
—Ostras, parecía del Servicio de Información —gruñó Hardy.
Carl despertó en su cama hacia las tres con el corazón martilleándolo y un edredón que pesaba doscientos kilos. No se sentía bien. Era como una fiebre repentina. Como si una horda de virus lo hubiera atacado y paralizado su sistema nervioso simpático.
Jadeó en busca de aire y se llevó la mano al pecho. ¿Por qué siento pánico?, pensó, mientras echaba en falta una mano que agarrar.