Josh había estado mirando a la deidad mientras ésta pronunciaba las palabras. En aquel momento, su sentido visual estaba Despertado, con lo cual pudo distinguir con todo detalle el casco y el diseño ornamental que decoraba su armadura de cuero.
—Dijo que me entregaría algo que quizá me resultaría útil durante los próximos días.
-¿Y?
—No tengo la menor idea de a qué se refería. Cuando posó la mano sobre mi cabeza, sentí como si intentara aplastarme contra el suelo. La presión era increíble.
—Te ha transmitido algo —anunció Sophie con tono de preocupación—. ¡Nicolas!
Sin embargo, no obtuvo respuesta. Se volvió para mirar al Alquimista y se encontró a Nicolas, Saint-Germain y Juana de Arco observando fijamente la gran catedral.
—Sophie —intervino Nicolas con tranquilidad y sin apartar la mirada—, ayuda a tu hermano a incorporarse Necesitamos irnos de aquí ya, antes de que sea demasiado tarde.
Su tono calmado y razonable le asustaba más que un estridente aullido. Sujetando a su hermano con ambos brazos e ignorando el chasquido que producían sus auras al unirse, le enderezó y ambos se dieron la vuelta. Ante ellos se alzaban tres monstruos achaparrados.
—Creo que ya es demasiado tarde.
A lo largo de los siglos, el doctor John Dee había aprendido a animar criaturas como los golems y a crear y controlar simulacros y homúnculos. Una de las primeras destrezas que Maquiavelo dominó fue la capacidad de controlar un tulpa. El proceso era sorprendentemente parecido; la única diferencia eran los materiales.
Ambos podían dar vida a lo inanimado.
Ahora, el Mago y el italiano estaban el uno junto al otro sobre el tejado de Notre Dame y sus voluntades eran mutuas.
Una por una, las esperpénticas gárgolas y grutescos de Notre Dame cobraron vida.
Las gárgolas, que vertían riachuelos de agua, fueron las primeras en moverse.
Individualmente, en parejas, en docenas y, de forma repentina, en centenares, se desprendieron de los muros de la catedral. Reptando desde lugares ocultos, como aleros escondidos o canalones olvidados, dragones y serpientes, cabras y monos, gatos y perros, criaturas y monstruos, se deslizaron hacia la entrada del edificio.
Más tarde, los grutescos, las espantosas estatuas talladas en piedra, empezaron a retorcerse. Leones, tigres, simios y osos se arrancaban de la mampostería medieval y se encaramaban por el monumental edificio.
—Esto está mal, muy mal —musitó Saint-Germain.
Un león de piedra se deslizó al pavimento, colocándose enfrente de la puerta central de la catedral. Empezó a caminar y sus garras de piedra rechinaron en los pulidos y suaves adoquines.
Saint-Germain extendió la mano y el león se convirtió en simple pasto de las llamas. Sin embargo, el fuego no tuvo efecto sobre él; sólo chamuscó excrementos de paloma y mugre que se habían acumulado durante siglos. El león no frenó su paso. El conde intentó utilizar varias formas de fuego, dardos en llamas, bolas de fuego, látigos ardientes. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano.
Más y más gárgolas se desplomaban sobre el suelo. Algunas, por el impacto, se rompían en mil pedazos, pero la mayoría lograba sobrevivir. Se expandieron por toda la plaza. Entonces, en cuestión de segundos, empezaron a rodear a los cinco individuos, estrechando el lazo. Algunas de las criaturas estaban talladas de forma excepcional; otras, en cambio, parecían pedazos de piedra mal esculpida. Las gárgolas de mayor tamaño se desplazaban con más lentitud, a diferencia de las más pequeñas, que correteaban de un lado para otro. No obstante, todas se deslizaban sin producir el menor ruido, a parte de los rasguños que arañaban en la piedra del pavimento.
Una criatura que era mitad humana, mitad cabra se arrastró distanciándose de la multitud. Se apoyó en las cuatro patas y empezó a trotar directamente hacia Saint-Germain, apuntándole con los cuernos curvados. Juana saltó e intentó herir a la criatura clavándole la espada en el cuello, lo cual produjo un estallido de chispas. La embestida no sirvió ni para detener a la criatura. El conde se las arregló para hacerse a un lado en el último segundo y después cometió el error de dar una palmada a la bestia en el trasero cuando pasó. La mano le escocía. El hombre-cabra intentó detenerse y, sobre el pavimento, se resbaló, se cayó y se rompió uno de los cuernos.
Nicolas empuñó a Clarent con ambas manos. El Alquimista se preguntaba qué criatura le atacaría primero. Un oso con rostro de mujer se abalanzó sobre él con las garras extendidas. Arremetió con Clarent entre las manos, pero la espada rebotó en la piel de piedra de la criatura. Rápidamente intentó clavar la espada una vez más, pero la vibración del golpe le dejó el brazo entumecido. El oso alzó una zarpa que pasó por encima de la cabeza del Alquimista. La bestia perdió el equilibrio y Nicolas no vaciló en correr hacia ella y lanzarse encima. El oso se derrumbó sobre el suelo. Las zarpas golpearon los adoquines, haciéndolos añicos al tratar de incorporarse.
Junto a su hermano, Sophie intentaba desesperadamente protegerlo creando una colección de diminutos torbellinos. Las gárgolas se balancearon sobre el pavimento, pero el encantamiento no sirvió más que para lanzar hojas de periódico al cielo.
—Nicolas —dijo Saint-Germain preocupado mientras el círculo de criaturas se acercaba cada vez más—. Un poco de magia, algo de alquimia, nos resultaría muy útil ahora.
Nicolas alzó la mano derecha. Una diminuta esfera de vidrio color esmeralda se formó en su palma. Entonces se rompió y un líquido del mismo color empezó a fluir por su piel.
—No tengo fuerza suficiente —respondió el Alquimista con tono triste—. El hechizo de la transmutación de las catacumbas me ha dejado exhausto.
Las gárgolas serpenteaban, se aproximaban mientras, a cada paso, se percibía el rechinar de las piedras. Diminutos grutescos se pulverizaban cuando se inmiscuían entre las patas de una criatura.
—Nos arrastrarán consigo —murmuró Saint-Germain.
—Dee debe estar controlándolas —farfulló Saint-Germain.
Josh se abalanzó hacia su hermana, tapándose los oídos. Cada paso, cada chirrido de piedra era una agonía para sus oídos.
—Hay demasiadas gárgolas para que sólo un hombre las controle —añadió Juana—. Sin duda, se trata de Dee y Maquiavelo.
—Deben estar por aquí cerca —dijo Nicolas.
—Muy cerca —convino Juana.
—Un comandante siempre sube a la cima —soltó repentinamente Josh, sorprendiéndose a sí mismo por su conocimiento.
—Lo que significa que están en el tejado de la catedral —concluyó Flamel.
Entonces Juana señaló hacia ese preciso lugar.
—Los veo. Ahí, entre las torres, justo encima del rosetón.
Le pasó la espada a su marido y permitió que su aura resplandeciera alrededor de su cuerpo. El aire se llenó de la suave esencia de la lavanda. Su aura se endureció, cobrando forma y solidificándose y, de repente, un arco se formó en su mano izquierda mientras una flecha aparecía en su derecha. Haciendo impulso con su brazo derecho, envió la lanza hacia el aire.
—Nos han visto —informó Maquiavelo. Enormes gotas de sudor le recorrían el rostro y los labios se habían tornado de color púrpura por el esfuerzo que le suponía controlar a las criaturas de piedra.
—No importa —respondió Dee mientras se asomaba por la barandilla—. No son tan poderosos.
En la plaza, los cinco humanos permanecían en un círculo mientras las estatuas de piedra se aproximaban a ellos.
—Entonces, acabemos con ellos de una vez —dijo Maquiavelo mientras rechinaba los dientes—. Pero recuerda, necesitamos a los mellizos con vida.
De repente, se quedó sin palabras al vislumbrar cómo algo esbelto, brillante y arqueado se dirigía hacia su cara.
—Es una lanza —soltó un tanto perplejo. Entonces se detuvo y dejó escapar un gruñido cuando la lanza se clavó profundamente en su muslo. La pierna, desde la cadera hasta el tobillo, se quedó paralizada. Se tambaleó y se cayó sobre el tejado de la catedral, cubriéndose la pierna con las manos. Lo más sorprendente es que no había ni rastro de sangre, aunque el dolor era insoportable.
En la plaza, al menos la mitad de las criaturas se quedaron inmóviles o se volcaron de forma inesperada. Se desplomaron sobre el suelo y, las de detrás, se vinieron abajo al tropezarse con ellas. La roca se hizo añicos y la piedra explotó convirtiéndose en polvo. Pero el resto de las criaturas continuaron su camino, aproximándose a los cinco individuos.
Otra docena de lanzas plateadas salieron disparadas desde la plaza. Se clavaron de forma inofensiva contra el muro de la catedral.
—¡Maquiavelo! —aulló Dee.
—No puedo...
Era imposible describir el dolor que sentía en la pierna y unas enormes lágrimas le recorrían las mejillas.
—No puedo concentrarme...
—Entonces yo mismo acabaré con esto.
—El chico y la chica —dijo Maquiavelo con tono débil—. Los necesitamos con vida...
—No necesariamente. Soy un nigromante. Puedo reanimar sus cadáveres.
—¡No! —exclamó Maquiavelo.
Dee ignoró el comentario por completo. Centrándose en su extraordinaria voluntad, el Mago dio una única orden a las gárgolas.
—Matadlos. Matadlos a todos.
Las criaturas avanzaron en tropel.
—¡Otra vez, Juana! —gritó Flamel—. ¡Dispara otra vez!
—No puedo —reconoció Juana de Arco, cuya tez había cobrado un matiz grisáceo a causa de su cansancio—. Las lanzas las creo a partir de mi aura. Ya no me queda nada.
Las gárgolas se aproximaban cada vez más, provocando chirridos y arañazos a su paso. Su alcance de movimiento era limitado; algunas tenían pezuñas y dientes, otras cuernos o colas con púas, pero no dudarían en aplastar a cualquier ser humano que se cruzara en su camino.
Josh cogió un diminuto grutesco tan desgastado por el paso del tiempo que apenas era un pedazo de piedra. Lo lanzó hacia la masa de criaturas. Golpeó directamente a una gárgola y ambos se hicieron añicos. El estruendo era insoportable. Sin embargo, en ese instante se percató de que las criaturas podían destruirse. Tapándose los oídos con las manos, entornó los ojos y, gracias a su agudizado sentido de la vista, vislumbró cada detalle de la figura. Las criaturas de piedra eran invulnerables al acero y a la magia... No obstante, era un hecho que la piedra podía desgastarse y que, además, era un material frágil. ¿Qué podía destruir la piedra?
De repente una idea se le cruzó por la memoria, aunque no era su propia memoria... se trataba de una ciudad ancestral en que los muros se desmoronaban, se pulverizaban...
—¡Tengo una idea! —exclamó.
—Espero que sea buena —avisó Saint-Germain—. ¿Es magia?
—No, es química básica —informó Josh, mirando al conde—. Francis, ¿a qué temperatura puedes calentar el fuego que creas?
—A temperaturas imposibles.
—Sophie, ¿a qué temperatura puedes enfriar una brisa?
—A temperaturas increíbles —respondió. De repente, la joven supo lo que estaba sugiriendo su hermano: había llevado a cabo el mismo experimento en clase de química.
—¡Hacedlo ahora! —gritó Josh.
Un dragón tallado en piedra con alas de murciélago desconchadas se tambaleaba hacia ellos. Saint-Germain desató toda la fuerza de la Magia del Fuego contra la cabeza de la criatura, cubriéndola así en llamas, calentándola a temperaturas insospechadas. Entonces Sophie dejó escapar una brisa de aire ártico.
La cabeza del dragón se agrietó y, en cuestión de segundos, explotó.
—¡Caliente y frío! —exclamó el joven—. ¡Caliente y frío!
—Expansión y contracción —comentó Nicolas con una risa temblorosa. Alzó la mirada para contemplar a Dee, que permanecía en la barandilla del tejado de la catedral, y añadió—: Uno de los principios básicos de la alquimia.
Saint-Germain bañó a un verraco que se aproximaba galopando hacia ellos con sus llamas y Sophie lo aclaró con un viento glacial. Instantáneamente, sus patas se convirtieron en polvo.
—¡Más caliente! —gritó Josh—. Necesitamos que el fuego sea más ardiente. Y la brisa aún más gélida —le ordenó a su hermana.
—Lo intentaré —susurró Sophie. Los párpados le empezaban a pesar por el cansancio acumulado. Y agregó—: No sé qué más puedo hacer. Ayúdame, déjame que absorba parte de tu energía.
Josh se colocó detrás de su hermana melliza y posó las manos sobre los hombros de Sophie. Sus auras, una plateada y la otra dorada, se iluminaron, se entremezclaron, se entrelazaron. Juana de Arco, al darse cuenta de la acción de los mellizos, se acercó a su marido inmediatamente e imitó el movimiento. De forma instantánea, sus auras, roja y plateada, resplandecieron alrededor de su silueta. En el momento en que Saint-Germain lanzó una columna de fuego sobre las gárgolas, las criaturas de piedra empezaron a derretirse incluso antes de que una brisa ártica y una neblina gélida les abatieran. Al principio, la piedra empezó a agrietarse; después, los ladrillos ancestrales explotaron, y, finalmente, la roca se fundió bajo el ardor de las llamas. Pero cuando los vientos helados les rozaron, el efecto fue dramático. Las estatuas de piedra explotaron, se hicieron añicos y se convirtieron en polvo. La primera fila de figuras desapareció, después la segunda y la tercera, hasta que un muro de piedra derruida se formó alrededor de los cinco individuos.
Y, entonces, cuando Saint-Germain y su esposa se desplomaron, Sophie y Josh continuaron soplando un aire gélido sobre las pocas criaturas que seguían en pie. Las gárgolas habían servido como caños de agua y, por esa razón, la piedra se había tornado blanca y porosa. Aprovechándose de la energía de su hermano para ensalzar sus poderes, Sophie congeló la humedad que contenía la piedra y las criaturas estallaron.
—Los dos que son uno —murmuró Nicolas, que permanecía agachado sobre los adoquines. Miró a los mellizos. Sus auras resplandecían brillantemente a su alrededor, entrelazando sus colores. Su poder era increíble y, al parecer, inagotable. Sabía que un poder así podría controlar, modificar o incluso destruir el mundo.
Y justo en el instante en que una gárgola monstruosa estalló y las auras de los mellizos se desvanecieron, el Alquimista, por primera vez, dudó que el Despertar hubiera sido la decisión más acertada.
En lo más alto de Notre Dame, Dee y Maquiavelo contemplaban cómo Flamel y los demás se abrían paso ante las ruinas de decenas de gárgolas de piedra y se dirigían hacia el puente.