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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (7 page)

La seriedad del joven magistrado y la actitud del babuino hicieron que la matrona se calmara.

—Ya no vive aquí; mi marido también es un veterano. El ejército nos ha atribuido esta vivienda.

—¿Sabéis adonde ha ido?

—Su mujer parecía contrariada; me habló de una casa en el arrabal sur cuando me crucé con ella mientras estaba haciendo el traslado.

—¿No sabéis nada más preciso?

—¿Por qué iba a mentir?

El babuino tiró de su correa. La matrona retrocedió y chocó con la pared.

—¿Realmente nada?

—No, os juro que no.

Obligado a acompañar a su hija a la escuela de danza, el escribano Iarrot obtuvo autorización para abandonar el despacho a media tarde, no sin prometer que depositaría en la sede de la administración de la provincia los informes de los asuntos tratados por el juez. En pocos días, Pazair había resuelto más problemas que su predecesor en seis meses.

Cuando el sol declinó, Pazair encendió varias lámparas; quería librarse, lo antes posible, de una decena de conflictos con el fisco, fallados todos ellos a favor del contribuyente. Todos salvo uno, que concernía a un transportista llamado Denes. El juez principal de la provincia había añadido de su puño y letra una nota al expediente: «Archívese sin dar curso.»

Acompañado por el asno y el perro, Pazair visitó a su maestro, a quien no había tenido tiempo de consultar desde su instalación. Por el camino se interrogó sobre el curioso destino del guardián en jefe que, tras haber abandonado un cargo prestigioso, perdía su vivienda oficial. ¿Qué ocultaba aquella cascada de problemas? El juez había solicitado a Kem que hallara la pista del veterano. Mientras no le hubiera interrogado, Pazair no aprobaría el traslado.

Bravo
se rascó varias veces el ojo derecho con la pata izquierda; al examinarlo, Pazair advirtió una irritación muy clara. El anciano médico sabría cuidarlo.

La casa estaba iluminada. A Branir le gustaba leer por la noche, cuando se habían acallado los ruidos de la ciudad. Pazair empujó la puerta de entrada, bajó al vestíbulo, seguido por su perro, y se detuvo estupefacto. Branir no estaba solo. Dialogaba con una mujer cuya voz el juez reconoció en seguida. ¡Ella aquí!

El perro se deslizó entre las piernas de su dueño y pidió caricias.

—¡Entra, Pazair!

El juez, crispado, respondió a la invitación. Sólo tenía ojos para Neferet, sentada con las piernas encogidas ante el viejo maestro y manteniendo entre el pulgar y el índice un hilo de lino a cuyo extremo oscilaba un pequeño fragmento de granito tallado en rombo
[19]
.

—Neferet, mi mejor alumna; el juez Pazair. Hechas las presentaciones, ¿aceptarás un poco de cerveza fresca?

—Vuestra mejor alumna…

—Ya nos conocemos —dijo ella divertida.

Pazair dio las gracias a su suerte; verla de nuevo le colmaba.

—Neferet va a enfrentarse muy pronto con la última prueba antes de poder ejercer su arte —recordó Branir—; por eso repasamos los ejercicios de radiestesia que le impondrán para ayudarla a hacer su diagnóstico. Estoy convencido de que será una excelente médico, porque sabe escuchar. Quien sabe escuchar actuará bien. Escuchar es lo mejor de todo, no hay mejor tesoro. Sólo el corazón nos lo ofrece.

—¿No es, acaso, el conocimiento del corazón el secreto del médico? —preguntó Neferet.

—Es el que te revelarán si te consideran digna.

—Quisiera descansar.

—Debes hacerlo.

Bravo
se rascó el ojo; Neferet lo advirtió.

—Creo que está malo —dijo Pazair.

El perro se dejó examinar.

—No es grave —concluyó—; un simple colirio lo curará.

Branir se lo procuró en seguida. Las afecciones oftálmicas eran frecuentes y no faltaban los remedios. La acción del producto fue rápida; el ojo de
Bravo
se deshinchó mientras la joven le acariciaba. Por primera vez, Pazair se sintió celoso de su perro. Buscó un medio para detenerla y tuvo que limitarse a saludarla cuando se marchó.

Branir sirvió una excelente cerveza, fabricada la víspera.

—Pareces cansado; no debe de faltarte trabajo.

—He topado con un tal Qadash.

—El dentista de las manos rojas… Un hombre atormentado y más vengativo de lo que parece.

—Le creo culpable del rapto de un campesino.

—¿Pruebas sólidas?

—Simple presunción.

—Sé riguroso en tus gestiones, pues tus superiores no te perdonarán la inexactitud.

—¿Dais con frecuencia lecciones a Neferet?

—Le transmito mi experiencia pues tengo confianza en ella.

—Nació en Tebas.

—Es hija única de un fabricante de cerrojos y una tejedora; la conocí tratándola. Me hizo mil preguntas y alenté su naciente vocación.

—Una mujer médico… ¿No encontrará muchos obstáculos?

—Y también enemigos; pero su valor no es menor que su dulzura. El médico-jefe de la corte espera su fracaso, y ella lo sabe.

—¡Un adversario de importancia!

—Es consciente de ello; una de sus cualidades más importantes es la tenacidad.

—¿Está… casada?

—No.

—¿Prometida?

—Que yo sepa, no hay nada oficial.

Pazair pasó la noche en blanco. No dejaba de pensar en ella, de escuchar su voz, de respirar su perfume, de esbozar mil y una estrategias para volver a verla, sin encontrar una solución satisfactoria. Y caía sin cesar en la misma angustia: ¿le sería indiferente? No había percibido en ella impulso alguno, sólo un distante interés por su función. Incluso la justicia adquiría un sabor amargo; ¿cómo seguir viviendo sin ella, cómo aceptar su ausencia? Pazair no hubiera creído nunca que el amor era semejante torrente capaz de arrastrar los diques e invadir todo el ser.

Bravo
percibió el desasosiego de su dueño; con la mirada le transmitió un afecto que, lo advirtió perfectamente, no le bastaba. Pazair se reprochó hacer desgraciado a su perro; hubiera preferido que le bastara aquella amistad desprovista de sombras, pero no sabía resistirse a los ojos de Neferet, a su rostro limpio, al torbellino hacia el que le arrastraba.

¿Cómo actuar? Si callaba, se condenaba a sufrir; si le declaraba su pasión, se arriesgaba a un rechazo y a la desesperación. Tenía que convencerla, seducirla, ¿pero de qué armas disponía un pequeño juez de barrio sin fortuna? El amanecer no apaciguó sus tormentos, pero le incitó a aturdirse con su rol de magistrado. Dio de comer a
Bravo
y
Viento del Norte
y les confió el despacho, convencido de que el escribano llegaría con retraso. Provisto de un cesto de papiro que contenía tablillas, estuche para pinceles y tinta preparada, tomó la dirección de los almacenes del puerto.

Varios barcos estaban en los muelles; los marinos los descargaban dirigidos por un contramaestre. Tras haber apoyado una tabla en la proa, utilizaban pértigas que llevaban en los hombros, a las que ataban, con cuerdas, sacos, cestos y serones, luego bajaban por el plano inclinado. Los más robustos llevaban pesados paquetes en la espalda.

Pazair se dirigió al contramaestre.

—¿Dónde puedo encontrar a Denes?

—¿Al patrón? ¡Está en todas partes!

—¿Le pertenecen, acaso, los almacenes?

—Los almacenes no, pero sí muchos barcos. Denes es el transportista más importante de Menfis y uno de los hombres más ricos de la ciudad.

—¿Tendré oportunidad de hablar con él?

—Sólo se desplaza cuando llega un barco mercante muy grande… Id al almacén central. Uno de sus navíos acaba de atracar.

La enorme embarcación, de un centenar de codos de longitud, podía transportar más de seiscientas cincuenta toneladas. Era de fondo plano y se componía de numerosas tablas perfectamente cortadas y ensambladas como ladrillos; las de la tablazón del casco eran muy gruesas y estaban unidas con correas de cuero. Una vela de considerables dimensiones había sido izada sobre un mástil trípode, desmontable y sólidamente atirantado. El capitán ordenaba quitar el enrejado de cañas, amarrado a proa, y largar el ancla redonda.

Cuando Pazair quiso subir a bordo, un marino le impidió el paso.

—No pertenecéis a la tripulación.

—Juez Pazair.

El marino se apartó; el juez recorrió la pasarela y trepó hasta la cabina del capitán, un cincuentón desabrido.

—Me gustaría ver a Denes.

—¿El patrón, a estas horas? ¡Ni hablar!

—Tengo una denuncia legal.

—¿Sobre qué?

—Denes percibe una tasa sobre la descarga de barcos que no le pertenece, eso es ilegal e inicuo.

—¡Ah, la vieja historia! Es un privilegio del patrón admitido por la administración; cada año, por pura costumbre, se presenta una denuncia. No tiene importancia: podéis echarla al río.

—¿Dónde vive?

—En la villa más grande, detrás de los almacenes, a la entrada del barrio de los palacios.

Sin su asno, Pazair tuvo ciertas dificultades para orientarse; sin el babuino del policía tuvo que enfrentarse con el grupo de comadres en plena discusión alrededor de los vendedores ambulantes.

La inmensa villa de Denes estaba rodeada de altos muros y la entrada, monumental, era custodiada por un portero provisto de un bastón. Pazair se presentó y solicitó ser recibido. El portero llamó a un intendente para que presentara la solicitud y fue a buscar al juez diez minutos más tarde.

No tuvo la oportunidad de disfrutar de la belleza del jardin, del encanto del lago de recreo y de la suntuosidad de los parterres floridos, pues fue conducido directamente ante Denes, que estaba desayunando en una vasta sala de cuatro pilares, con los muros decorados con escenas de caza.

El transportista debía de tener unos cincuenta años, era un hombre robusto, de complexión recia, cuyo rostro cuadrado, más bien basto, se adornaba con un fino collar de barba blanca. Sentado en un profundo sitial con patas de león, se hacía ungir con aceite fino por un solícito servidor, mientras otro le hacía la manicura, un tercero le peinaba, un cuarto le frotaba los pies con ungüento perfumado y un quinto le anunciaba el menú.

—¡Juez Pazair! ¿Qué os trae por aquí?

—Una denuncia.

—¿Habéis desayunado ya? Yo, todavía no.

Denes despidió a los servidores del aseo; entraron inmediatamente dos cocineros que llevaban pan, cerveza, un pato asado y pasteles de miel.

—Servíos.

—Os lo agradezco.

—Un hombre que no se alimenta bien por la mañana no puede tener un buen día.

—Se ha hecho una acusación muy seria contra vos.

—¡Me extraña!

La voz de Denes carecía de nobleza; a veces se elevaba hacia el agudo, revelando un nerviosismo que contrastaba con la reserva del personaje.

—Percibís una tasa inicua sobre las descargas y se sospecha que cobráis un impuesto ilegal a los ribereños de ambos embarcaderos del Estado, que utilizáis con frecuencia.

—¡Antiguas costumbres! No os preocupéis. Vuestro predecesor no le daba más importancia que el juez principal de la provincia. Olvidadlo y comed un filete de pato.

—Mucho me temo que será imposible.

Denes dejó de masticar.

—No tengo tiempo para esas cosas. Hablad con mi esposa; ella os demostrará que os esforzáis inútilmente.

El transportista dio unas palmadas. Apareció el intendente.

—Llevad al juez al despacho de la señora Nenofar.

Denes se concentró en su desayuno.

La señora Nenofar era una mujer de negocios. Escultural, entrada en carnes, petulante, vestida a la última moda. Llevaba una peluca negra de trenzas, tan pesada como imponente, un pectoral de turquesas, un collar de amatistas, brazaletes de plata muy costosos y una rejilla de cuentas verdes sobre su largo vestido. Era propietaria de vastas y productivas tierras, de varias casas y de una veintena de granjas, dirigía un equipo de agentes comerciales que vendían muchos productos en Egipto y en Siria. Además, ejercía como controladora de los almacenes reales, inspectora del Tesoro e intendente de las telas de palacio. Había sucumbido a los encantos de Denes, mucho menos rico que ella, y como lo consideraba un mal administrador, le había puesto a la cabeza del transporte de mercancías. De ese modo, su marido viajaba mucho, mantenía una abundante red de relaciones y se entregaba a su placer favorito, la interminable discusión en torno a un buen vino.

Miró con desdén al joven juez que se atrevía a aventurarse en su feudo. Le había llegado el rumor de que aquel campesino ocupaba el puesto del magistrado, recientemente fallecido, con quien mantenía excelentes relaciones. Sin duda, le hacía una visita de cortesía: excelente ocasión para meterle en cintura.

No era guapo, pero tenía buen aspecto; el rostro era fino y serio, la mirada profunda. Nenofar advirtió, descontenta, que no se inclinaba ante ella como un inferior haría ante un grande.

—¿Habéis sido destinado a Menfis?

—Eso es.

—Felicidades. El puesto os augura una brillante carrera. ¿De qué deseáis hablarme?

—Se trata de una tasa que se cobra indebidamente y…

—Estoy al corriente, y el Tesoro también.

—¿Reconocéis pues el fundamento de la denuncia?

—Se presenta cada año y es anulada inmediatamente; dispongo de un derecho adquirido.

—No es conforme a la ley, y menos conforme aún con la justicia.

—Deberíais informaros mejor sobre la extensión de mis funciones; como inspectora del Tesoro, yo misma anulo este tipo de denuncia. Los intereses comerciales del país no deben padecer por un procedimiento tan anticuado.

—Os extralimitáis en vuestros derechos.

—¡Palabras vacías de sentido! No sabéis nada de la vida, joven.

—Absteneos, por favor, de cualquier familiaridad; ¿debo recordaros que estoy interrogándoos oficialmente?

Nenofar no tomó la advertencia a la ligera. Un juez, por modesto que fuera, no carecía de poderes.

—¿Estáis bien instalado en Menfis?

Pazair no respondió.

—Me han dicho que vuestra mansión no es muy agradable; como obligatoriamente vos y yo nos haremos amigos, podré alquilaros, por un precio módico, una agradable villa.

—Me limitaré a la vivienda que me ha sido atribuida.

La sonrisa se heló en los labios de Nenofar.

—Es una denuncia grotesca, creedme.

—Habéis reconocido los hechos.

—¡A fin de cuentas, no vais a contradecir a vuestra jerarquía!

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