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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (9 page)

—Denes es un hombre rico y poderoso; su esposa es una afamada mujer de negocios. Gracias a ellos, el transporte de materiales se efectúa regular y satisfactoriamente; ¿por qué perturbarlo?

—No me coloquéis en el papel del acusado. Si Denes es condenado, los navíos mercantes no dejarán de subir y bajar por el Nilo.

Tras un largo silencio, el decano se sentó de nuevo.

—Haced vuestro trabajo como creáis oportuno, Pazair.

CAPÍTULO 9

N
eferet meditaba desde hacía dos días en una estancia de la célebre escuela de medicina de Sais, en el delta, donde los futuros facultativos eran sometidos a una prueba cuya naturaleza nunca había sido revelada. Muchos fracasaban; en un país donde se vivía con frecuencia hasta los ochenta años, el servicio de salud quería reclutar elementos de valor. ¿Podría la muchacha realizar su sueño luchando contra el mal? Conocería muchas derrotas, pero no renunciaría a combatir el sufrimiento. Pero antes era preciso satisfacer las exigencias del tribunal médico de Sais. Un sacerdote le había traído carne seca, dátiles, agua y papiros médicos que ella había leído una y otra vez; algunas nociones comenzaban a enmarañarse. Inquieta unas veces, confiada otras, se había refugiado en la meditación contemplando el vasto jardín plantado de algarrobos
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, que rodeaba la escuela.

Mientras el sol se ponía, el guardián de la mirra, farmacéutico especializado en fumigación, fue a buscarla. La condujo al laboratorio y la puso ante varios colegas. Cada uno de ellos pidió a Neferet que ejecutara una receta, que preparara remedios, que evaluara la toxicidad de una droga, que identificara algunas sustancias complejas, que relatara detalladamente la recolección de algunas plantas, de la gomorresina y de la miel. Varias veces se sintió turbada y tuvo que recurrir a los recovecos de su memoria.

Concluido un interrogatorio de cinco horas, cuatro de los cinco farmacéuticos emitieron un voto positivo. El que se opuso explicó su actitud: Neferet se había equivocado en dos dosificaciones. Sin tener en cuenta su cansancio, exigió evaluar más aún sus conocimientos. Si se negaba, que abandonara Sais.

Neferet aguantó. Sin perder su habitual dulzura, sufrió los asaltos de su detractor. Fue él quien cedió primero.

Sin haber recibido la menor felicitación se retiró a su alcoba y se durmió en cuanto se tendió en la estera.

El farmacéutico que con tanta dureza la había puesto a prueba la despertó al amanecer.

—Tenéis derecho a continuar; ¿persistís?

—Estoy a vuestra disposición.

—Tenéis media hora para vuestras abluciones y vuestro desayuno. Os prevengo: la prueba que sigue es peligrosa.

—No tengo miedo.

—Pensadlo.

En el umbral del laboratorio, el farmacéutico reiteró su advertencia.

—No toméis a la ligera mis avisos.

—No retrocederé.

—Como queráis; tomad esto.

Le entregó un bastón ahorquillado.

—Entrad en el laboratorio y preparad un remedio con los ingredientes que encontréis.

El farmacéutico cerró la puerta tras Neferet. En una mesa baja, redomas, copelas y frascos; en la esquina más alejada, bajo la ventana, un cesto cerrado. Se aproximó. Las fibras de la tapa estaban lo bastante separadas como para ver el contenido.

Retrocedió asustada.

Una víbora cornuda.

Su picadura era mortal, pero su veneno proporcionaba la base para remedios muy activos contra las hemorragias, los trastornos nerviosos y las enfermedades cardíacas. De modo que comprendió lo que el farmacéutico esperaba.

Tras haber normalizado su respiración levantó la tapa con una mano, que ya no temblaba. Prudente, la víbora no salió inmediatamente de su cubil; concentrada, inmóvil, Neferet la vio asomarse por el borde del cesto y reptar por el suelo. El reptil debía de medir un metro de largo y se desplazaba deprisa; los dos cuernos parecían brotar, amenazadores, de su frente.

Neferet apretó el bastón con todas sus fuerzas, se movió hacia la izquierda de la serpiente e intentó inmovilizar la cabeza con la horquilla. Por un instante, cerró los ojos; si fracasaba, la víbora treparía por el bastón y la mordería.

El cuerpo se agitaba furioso. Lo había conseguido.

Neferet se arrodilló y agarró la víbora por detrás de la cabeza. Le hizo escupir su precioso veneno.

En el barco que la llevaba a Tebas, Neferet no tuvo tiempo de reposar. Varios médicos la acosaron a preguntas sobre sus respectivas especialidades, que había practicado durante sus estudios.

Neferet se adaptaba a las nuevas situaciones; no vacilaba en las más imprevistas circunstancias, aceptaba los sobresaltos del mundo, las variaciones de los seres, y se interesaba poco en ella misma para percibir mejor las fuerzas y los misterios. La fortuna le gustaba, pero no le asqueaba la adversidad; la muchacha buscaba, a través de ella, un goce futuro enterrado en la desgracia.

En ningún momento sintió animosidad contra quienes la atormentaban; ¿acaso no estaban construyéndola, no le probaban la solidez de su vocación?

Ver de nuevo Tebas, su ciudad natal, fue un gran placer; el cielo le pareció más azul que en Menfis, el aire más suave. Algún día volvería para vivir allí, junto a sus padres, y se pasearía por la campiña de su infancia. Pensó en su mona, que había confiado a Branir, esperando que respetara a su anciano maestro y se mostrara menos bromista.

Dos sacerdotes de cráneo afeitado le abrieron las puertas del recinto; tras los altos muros se habían erigido varios santuarios. Allí, en los dominios de la diosa Mut, cuyo nombre significaba a la vez «madre» y «muerte», los médicos recibían su investidura.

El superior recibió a la muchacha.

—He recibido los informes de la escuela de Sais; si lo deseáis, podéis proseguir.

—Lo deseo.

—La decisión final no corresponde a los humanos. Recogeos, pues vais a comparecer ante un juez que no es de este mundo.

El superior puso una cuerda con trece nudos en el cuello de Neferet y le pidió que se arrodillara.

—El secreto del médico
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—reveló— es el conocimiento del corazón. De él parten los visibles e invisibles vasos que van a todos los órganos y a todos los miembros. Por eso el corazón habla en todo el cuerpo; cuando auscultéis a un paciente, posando la mano en su cabeza, su nuca, sus brazos, sus piernas o en cualquier otro lugar del cuerpo, buscad primero la voz del corazón y sus pulsaciones. Aseguraos de que se mantiene firme en su base, de que no se aleja de su lugar, de que no se derrumba y de que late con normalidad. Sabed que algunos canales recorren el cuerpo y que por ellos circulan las energías sutiles al igual que el aire, la sangre, el agua, las lágrimas, el esperma o las materias fecales; velad por la pureza de los vasos y la linfa. Cuando llega la enfermedad revela un trastorno de la energía; escrutad la causa más allá de los defectos. Sed sincera con vuestros pacientes y dadles uno de los tres diagnósticos posibles: una enfermedad que conozco y trataré; una enfermedad con la que combatiré; una enfermedad contra la que no puedo hacer nada. Id hacia vuestro destino.

El santuario estaba silencioso. Neferet aguardaba sentada sobre sus talones, con las manos en las rodillas y los ojos cerrados. El tiempo ya no existía. Recogida, dominaba su ansiedad. ¿Cómo no tener confianza en la cofradía de los sacerdotes-médicos que, desde los orígenes de Egipto, consagraban la vocación de los curanderos?

Dos sacerdotes la levantaron; ante ella se abría una puerta de cedro que daba acceso a una capilla. Los dos hombres no la acompañaron. Ausente de sí misma, más allá del temor y la esperanza, Neferet penetró en una estancia oblonga, sumida en las tinieblas.

La pesada puerta se cerró a sus espaldas.

Inmediatamente, Neferet sintió una presencia; alguien estaba acurrucado en la oscuridad y la observaba. Con los brazos a lo largo del cuerpo y la respiración jadeante, la joven no se abandonó al terror. Había llegado sola hasta allí y sola se defendería.

De pronto, un rayo de luz descendió del techo del templo e iluminó una estatua de diorita, adosada a la pared del fondo. Representaba a la diosa Sekhmet de pie y caminando, la terrorífica leona que, cada fin de año, intentaba destruir a la humanidad a través de hordas de miasmas, enfermedades y gérmenes nocivos. Recorrían la tierra para extender la desgracia y la muerte. Sólo los médicos podían contrarrestar a la terrible divinidad, que era también su patrona; sólo ella les enseñaba el arte de curar y el secreto de sus remedios.

Ningún mortal, habían dicho con frecuencia a Neferet, contemplaba de frente a la diosa Sekhmet, so pena de perder la vida.

Hubiera debido bajar los ojos, apartar la mirada de la extraordinaria estatua, del rostro de la leona furiosa
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, pero la afrontó.

Neferet miró a Sekhmet.

Rogó a la divinidad que descifrara en ella su vocación, que bajara a lo más profundo de su corazón y juzgara su autenticidad. El rayo de luz se hizo mayor e iluminó la totalidad de la figura de piedra, cuya potencia abrumó a la muchacha.

El milagro se produjo: la terrorífica leona sonrió.

El colegio de los médicos de Tebas estaba reunido en una vasta sala con pilares; en el centro había un estanque.

El superior se acercó a Neferet.

—¿Tenéis la firme intención de curar a los enfermos?

—La diosa fue testigo de mi juramento.

—Lo que se recomienda a otro debe aplicarse primero a uno mismo.

El superior le ofreció una copa llena de un líquido rojizo.

—He aquí un veneno. Tras haberlo absorbido lo identificaréis y emitiréis vuestro diagnóstico. Si es exacto, podréis recurrir al antídoto adecuado. Si es erróneo, moriréis. La ley de Sekhmet habrá librado a Egipto de un mal médico.

Neferet aceptó la copa.

—Sois libre de negaros a beber y abandonar la asamblea.

La muchacha bebió el líquido de gusto amargo intentando descubrir su naturaleza.

La procesión fúnebre, seguida por las plañideras, siguió a lo largo del recinto del templo y se dirigió hacia el río. Un buey tiraba de la narria en la que reposaba el sarcófago.

Desde lo alto del templo, Neferet asistió al juego de la vida y la muerte.

Estaba agotada pero disfrutaba de las caricias del sol en su piel.

—Tendréis frío durante algunas horas más; el veneno no dejará ningún rastro en vuestro organismo. Vuestra rapidez y vuestra precisión han impresionado mucho a la asamblea de nuestros colegas.

—¿Me hubierais salvado de haberme equivocado?

—Quien cuida a otros debe ser implacable consigo mismo. En cuanto estéis restablecida, regresareis a Menfis para ocupar vuestro primer puesto. No faltarán emboscadas en vuestro camino. Una terapeuta tan joven y dotada despertará celos. No seáis ciega ni ingenua.

Unas golondrinas jugaban por encima del templo. Neferet pensó en su maestro Branir, el hombre que se lo había enseñado todo y a quien debía su vida.

CAPÍTULO 10

A
Pazair le resultaba cada vez más difícil concentrarse en su trabajo; en cada jeroglífico veía el rostro de Neferet.

El escribano le llevó una veintena de tablillas de arcilla.

—La lista de los artesanos contratados por el arsenal el mes pasado; debemos comprobar que ninguno tenga antecedentes judiciales.

—¿Cuál es el modo más rápido de saberlo?

—Consultar los registros de la gran prisión.

—¿Podéis ocuparos de ello?

—Sólo mañana; debo regresar pronto a casa pues organizo una fiesta por el aniversario de mi hija.

—Divertios, Iarrot.

Cuando el escribano se hubo marchado, Pazair leyó de nuevo el texto que había redactado para convocar a Denes y comunicarle las bases de la acusación. Sus ojos se velaron. Fatigado, dio de comer a
Viento del Norte
, que se tendió ante la puerta del despacho, y paseó sin rumbo en compañía de
Bravo
. Sus pasos le llevaron hacia un barrio tranquilo, junto a la escuela de los escribas, donde aprendía su oficio la futura élite del país. Un portazo quebró el silencio, seguido por unos gritos y relentes de música en los que se mezclaban la flauta y el tamboril. Las orejas del perro se irguieron; Pazair se detuvo intrigado. La pelea se envenenaba; los golpes y los gritos de dolor siguieron a las amenazas.
Bravo
, que detestaba la violencia, se apoyó en la pierna de su dueño. A unos cien metros del lugar donde estaban, un joven que vestía hermosas ropas de escriba escaló el muro de la escuela, saltó a la calleja y corrió en su dirección hasta perder el aliento, declamando las palabras de una canción lasciva en honor de los ribaldos. Cuando pasó ante el juez, un rayo de luna iluminó su rostro.

—¡Suti!

El fugitivo se detuvo en seco y se volvió.

—¿Quién me llama?

—Salvo yo, el lugar está desierto.

—No lo estará por mucho tiempo; quieren despanzurrarme. ¡Ven, corramos!

Pazair aceptó la invitación.
Bravo
, loco de alegría, se unió a su cabalgata. Al perro le sorprendió un poco la resistencia de los dos hombres que, unos diez minutos más tarde, se detuvieron para recuperar el aliento.

—¿Eres Suti?

—¡Como tú eres Pazair! Un esfuerzo más y estaremos seguros.

El trío se refugió en un almacén vacío, junto al Nilo, lejos de la zona por donde patrullaban guardias armados.

—Esperaba que nos viéramos pronto, aunque en otras circunstancias.

—Pues éstas son muy divertidas, te lo aseguro. Acabo de evadirme de aquella prisión.

—¿Una prisión, la gran escuela de los escribas de Menfis?

—Me habría muerto de aburrimiento.

—Pues cuando dejaste la aldea, hace ya cinco años, querías ser un letrado.

—Habría inventado cualquier cosa para descubrir la ciudad, sólo sentí haberte abandonado a ti, mi único amigo entre aquellos campesinos.

—¿No éramos felices allí?

Suti se tendió en el suelo.

—Pasamos buenos momentos, tienes razón… Pero hemos crecido. Divertirse en la aldea, vivir la auténtica vida, ya no era posible. ¡Yo soñaba con Menfis!

—¿Y se ha hecho realidad tu sueño?

—Al principio fui paciente; aprender, trabajar, leer, escribir, escuchar la enseñanza que abre el espíritu, conocer todo lo que existe, lo que ha moldeado el creador, lo que Thot ha transcrito, el cielo con sus elementos, la tierra y su contenido, lo que ocultan las montañas, lo que arrastran las olas, lo que crece en los lomos de la tierra
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… ¡Qué aburrimiento! Afortunadamente, pronto frecuenté las casas de cerveza.

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