Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (10 page)

—¿Los lugares de libertinaje?

—No seas moralista, Pazair.

—Te gustaban los escritos más que a mí.

—¡Ah, los libros y las máximas de la sabiduría! Hace cinco años que me torturan con ellos los oídos. ¿Quieres que juegue yo también al profesor?: «Ama los libros como a tu madre, nada los supera; los libros de los sabios son pirámides, el escritorio es su hijo. Escucha los consejos de los que saben más que tú, lee sus palabras, que se mantienen vivas en los libros; hazte un hombre instruido, no seas perezoso ni ocioso. Coloca el conocimiento en tu corazón.» ¿He recitado bien la lección?

—Es soberbia.

—¡Espejismos para niños!

—¿Qué ha ocurrido esta noche?

Suti soltó una carcajada. El muchacho revoltoso y agitado, el animador de la aldea, se había convertido en un hombre de impresionante aspecto. Con los cabellos largos y negros, el rostro franco, la mirada directa, voz alta, y parecía animado por un fuego devorador.

—Esta noche había organizado una fiestecita.

—¿En la escuela?

—¡Sí, en la escuela! La mayoría de mis condiscípulos son aburridos, tristes y sin personalidad; necesitaban beber vino y cerveza para olvidar sus queridos estudios. Hemos tocado música, nos hemos emborrachado, hemos vomitado y cantado. Los mejores alumnos se palmeaban el vientre adornándose con guirnaldas de flores.

Suti se irguió.

—Los festejos han disgustado a los vigilantes; han entrado con sus bastones. Me he defendido, pero mis compañeros me han denunciado. He tenido que huir.

Pazair estaba aterrado.

—Te expulsarán de la escuela.

—¡Mucho mejor! No estoy hecho para ser escriba. No causar daño a nadie, no atormentar de corazón, no dejar a otro en la pobreza y el sufrimiento… ¡Dejo esta utopía para los sabios! ¡Quiero vivir una aventura, Pazair, una gran aventura!

—¿Cuál?

—No lo sé todavía… Sí, ya lo sé: el ejército. Viajaré y descubriré otros países, otros pueblos.

—Arriesgarás tu vida.

—Me será más preciosa después del peligro. ¿Por qué construir una existencia si la muerte va a destruirla? Créeme, Pazair, hay que vivir día a día y tomar el placer cuando se presente. Puesto que somos menos que una mariposa, sepamos al menos volar de flor en flor.

Bravo
gruñó.

—Alguien se acerca; hay que marcharse.

—La cabeza me da vueltas.

Pazair tendió su brazo; Suti se agarró a él para levantarse.

—Apóyate en mí.

—No has cambiado, Pazair. Sigues siendo una roca.

—Eres mi amigo, soy tu amigo.

Salieron del almacén, lo rodearon y se metieron en un dédalo de callejas.

—No me encontrarán, gracias a ti.

El aire de la noche despejó a Suti.

—Yo ya no soy escriba. ¿Y tú?

—Apenas me atrevo a confesártelo.

—¿Acaso te busca la policía?

—No exactamente.

—¿Eres contrabandista?

—Tampoco.

—¡En ese caso, desvalijas a la pobre gente!

—Soy juez.

Suti se detuvo, tomó a Pazair por los hombros y le miró a los ojos.

—Estás burlándote de mí.

—Soy incapaz de hacerlo.

—Es cierto. Juez… ¡Por Osiris, es increíble! ¿Ordenas detener a los culpables?

—Tengo derecho a hacerlo.

—¿Un juez pequeño o grande?

—Pequeño, pero en Menfis. Te llevaré a mi casa; allí estarás seguro.

—¿Y no violarás la ley?

—No hay ninguna denuncia contra ti.

—¿Y si hubiera una?

—La amistad es una ley sagrada; si la traicionara, sería indigno de mi función.

Ambos hombres se congratularon.

—Siempre podrás contar conmigo, Pazair; lo juro por mi vida.

—No es más que una repetición, Suti; el día en que mezclamos nuestras sangres en la aldea nos hicimos algo más que hermanos.

—Dime… ¿tienes policías a tus órdenes?

—Dos. Un nubio y un babuino, tan temible el uno como el otro.

—Me dan escalofríos.

—Tranquilízate: la escuela de los escribas se limitará a expulsarte. Procura no cometer ningún delito grave; el asunto se me escaparía de las manos.

—¡Qué bueno es haberte encontrado, Pazair!

El perro saltaba alrededor de Suti, que le desafió a correr para mayor diversión del animal; Pazair se alegró de que se apreciaran.
Bravo
tenía buen juicio y Suti un gran corazón. Ciertamente, no aprobaba su modo de pensar ni su manera de vivir, y temía que le arrastrara a lamentables excesos; pero sabía que Suti pensaba lo mismo de él. Aliándose, podrían entresacar ciertas verdades de sus respectivos caracteres.

Como el asno no formuló opinión desfavorable, Suti cruzó el umbral de la morada de Pazair; no se demoró en el despacho, donde el papiro y las tablillas le trajeron malos recuerdos, y subió hasta el piso.

—No es un palacio —dijo—, pero el aire se puede respirar. ¿Vives solo?

—No del todo;
Bravo
y
Viento del Norte
están conmigo.

—Me refería a una mujer.

—Me abruma el trabajo y…

—¡Pazair, amigo mío! ¿Eres todavía un muchacho… inocente?

—Me temo que sí.

—¡Pues vamos a ponerle remedio! Por mi parte ya no es así. En la aldea fracasé por la vigilancia de algunas arpías. Pero Menfis es el paraíso. Hice el amor por primera vez con una pequeña nubia que había conocido ya más amantes que dedos tenía en ambas manos. Cuando el placer me invadió, creí morir de felicidad. Me enseñó a acariciar, a esperar que ella gozara y a recuperar fuerzas para dedicarlas a juegos en los que nadie pierde. La segunda fue la novia del portero de la escuela; antes de serle fiel, deseaba probar un muchacho apenas salido de la adolescencia; su gula me colmó. Tenía unos pechos magníficos y unas nalgas hermosas, como las islas del Nilo antes de la crecida. Me enseñó delicadas artes y gritamos juntos. Luego me divertí con dos sirias de una casa de cerveza… La experiencia no se reemplaza, Pazair; sus manos eran más suaves que un bálsamo e incluso sus pies sabían rozar mi piel para que se estremeciera.

Suti soltó de nuevo una ruidosa carcajada; Pazair fue incapaz de mantener una apariencia de dignidad y compartió la alegría de su amigo.

—Sin presumir, hacer la lista de mis conquistas sería tedioso. Es más fuerte que yo: no puedo prescindir del calor de un cuerpo de mujer. La castidad es una enfermedad vergonzosa que debe cuidarse con energía. Mañana mismo me ocuparé de tu caso.

—Bueno…

Un brillo malicioso animó la mirada de Suti.

—¿Te niegas?

—Mi trabajo, los expedientes…

—Nunca has sabido mentir, Pazair. Tú estás enamorado y te reservas para tu hermosa.

—Por lo general, yo formulo las acusaciones.

—¡No es una acusación! No creo en el gran amor, pero contigo todo es posible. Que seas a la vez un juez y amigo mío lo demuestra. ¿Cómo se llama esa maravilla?

—Yo… Ella no lo sabe. Es probable que me haga ilusiones.

—¿Casada?

—¡No lo dirás en serio!

—¡Claro que sí! En mi lista falta una buena esposa. No forzaré el destino porque tengo moral, pero si la oportunidad se presenta no la rechazaré.

—La ley castiga el adulterio.

—Siempre que lo descubra. En el amor, a excepción de los retozos, la primera cualidad es la discreción. No te torturaré acerca de tu prometida; lo descubriré todo por mí mismo y, si es necesario, te echaré una mano.

Suti se tendió en una estera, con un cojín bajo la cabeza.

—¿De verdad eres juez?

—Tienes mi palabra.

—En ese caso, tu consejo me será preciso.

Pazair esperaba una catástrofe de este tipo. Invocó a Thot con la esperanza de que la fechoría cometida por Suti fuera de su competencia.

—Una historia estúpida —reveló su amigo—. La semana pasada seduje a una joven viuda; tenía treinta años, de cuerpo flexible y labios sabrosos… Una infeliz maltratada por un marido cuya muerte fue una bendición. Se sintió tan feliz en mis brazos que me confió una misión comercial: vender un lechón en el mercado.

—¿La propietaria de una granja?

—Un simple corral.

—¿Y qué obtuviste a cambio del lechón?

—Éste es el drama: nada. Ayer por la noche asamos al pobre animal en nuestra fiestecita. Confío en mi encanto, pero la joven viuda es avara y valora mucho su patrimonio. Si regreso con las manos vacías, puede acusarme de robo.

—¿Y qué más?

—Naderías. Algunas deudas aquí y allá; el lechón es mi mayor problema.

—Duerme tranquilo.

Pazair se levantó.

—¿Adonde vas?

—Bajo al despacho para consultar algunos expedientes; sin duda, podrá solucionarse.

CAPÍTULO 11

A
Suti no le gustaba levantarse temprano, pero se vio obligado a salir de casa del juez antes de que amaneciera. El plan de Pazair, aunque comportara algunos riesgos, le parecía excelente. Su amigo había tenido que echarle una jarra de agua fría en la cabeza para que volviera en sí.

Suti llegó al centro de la ciudad, donde se preparaba el gran mercado; campesinos y campesinas acudían a vender los productos de las cosechas en un concierto de discusiones y regateos. Dentro de poco tiempo llegarían los primeros clientes. Se deslizó entre los aldeanos y se agachó a pocos metros de su objetivo, un cercado de aves de corral. El tesoro del que deseaba apoderarse estaba allí: un soberbio gallo, que los egipcios no consideraban el rey del corral, sino un ave más bien estúpida, demasiado imbuida de su importancia.

El joven aguardó a que la presa se pusiera a su alcance y, con un gesto rápido, se apoderó de ella apretándole el cuello para que no emitiera un inoportuno grito. La empresa era arriesgada; si le agarraban, las puertas de la cárcel se abrirían de par en par. Naturalmente, Pazair no le había designado al azar aquel comerciante; culpable de fraude, habría tenido que ofrecer a su víctima el valor de un gallo. El juez no había disminuido la pena, simplemente había modificado un poco el procedimiento. Puesto que la víctima era la administración, Suti la sustituía.

Con el gallo bajo el brazo, llegó sin problemas a la propiedad de la joven que alimentaba sus gallinas.

—¡Sorpresa! —anunció enseñándole el animal.

Ella se volvió encantada..

—¡Es soberbio! Has negociado bien.

—No fue fácil, lo confieso.

—Ya lo imagino: un gallo de ese tamaño vale por lo menos tres lechones.

—Cuando el amor te guía, sabes ser convincente.

La mujer dejó su saco de grano, agarró el gallo y lo puso entre las gallinas.

—Eres muy convincente, Suti; siento crecer en mí un dulce calor que deseo compartir contigo.

—¿Quién puede rechazar semejante invitación?

Se dirigieron hacia la alcoba de la viuda abrazados.

Pazair se encontraba mal; le abrumaba una languidez que le privaba de su habitual dinamismo. Embotado, lento, ni siquiera encontraba consuelo en la lectura de los grandes autores del pasado que, antaño, hechizaban sus veladas. Había conseguido ocultar su desesperación al escribano Iarrot, pero no consiguió disimularla ante su maestro.

—¿Acaso estás enfermo, Pazair?

—Simple fatiga.

—Tal vez debieras trabajar menos.

—Tengo la impresión de que me abruman a expedientes.

—Te ponen a prueba para descubrir tus límites.

—Pues ya han sido superados.

—No es seguro; supon que la causa de tu estado no sea el cansancio.

Pazair, huraño, no respondió.

—Mi mejor alumna lo ha conseguido —reveló el anciano médico.

—¿Neferet?

—Ha superado las pruebas, tanto en Sais como en Tebas.

—Pues ya es médico.

—Para alegría nuestra, en efecto.

—¿Dónde ejercerá?

—Primero en Menfis; la he invitado mañana por la noche a un modesto banquete para festejar su éxito. ¿Nos acompañarás?

Denes ordenó que le dejaran ante el despacho del juez Pazair; la soberbia silla de manos, pintada de azul y rojo, había deslumbrado a los viandantes. La entrevista que se anunciaba, por delicada que fuera, tal vez sería menos molesta que el reciente enfrentamiento con su esposa. La señora Nenofar había tratado a su marido de incapaz, de corto de mollera y cabeza de gorrión
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; ¿no se había revelado inútil su intervención ante el decano del porche? Afrontando la tempestad, Denes había intentado justificarse; por lo general, sus gestiones siempre resultaban exitosas. ¿Por qué no le había escuchado, esta vez, el viejo magistrado? No sólo no había trasladado al pequeño juez sino que, además, le autorizaba a enviarle una convocatoria formal, como a cualquier otro habitante de Menfis. A causa de la poca perspicacia de Denes, su esposa y él se veían reducidos al rango de sospechosos, sometidos a la venganza de un magistrado sin porvenir, recién llegado de una provincia con la intención de hacer respetar la ley al pie de la letra. Puesto que el transportista se mostraba tan brillante en sus discusiones de negocios, que utilizara su encanto con Pazair y lograra detener el procedimiento. La gran mansión había resonado largo rato con los gritos de la señora Nenofar, que no soportaba que la contrariaran. Las malas noticias dañaban su tez.

Viento del Norte
le cerró el paso. Cuando Denes quiso apartarle de un codazo, el asno enseñó los dientes. El transportista retrocedió.

—¡Apartad ese animal de mi camino! —exigió.

El escribano Iarrot salió del despacho y tiró del cuadrúpedo por la cola. Pero
Viento del Norte
sólo obedeció cuando oyó la voz de Pazair. Denes pasó lejos del asno para no manchar sus costosas ropas.

Pazair estaba inclinado sobre un papiro.

—Sentaos, os lo ruego.

Denes buscó asiento, pero ninguno le convenía.

—Admitid, juez Pazair, que me muestro conciliador al acudir a vuestra convocatoria.

—No teníais elección.

—¿Es indispensable la presencia de un tercero?

Iarrot se levantó dispuesto a largarse.

—Me gustaría salir antes. Mi hija…

—Escribano, anotad cuando os lo pida.

Iarrot se acurrucó en una esquina de la estancia con la esperanza de que olvidaran su presencia. Denes no permitiría que le trataran así sin reaccionar. Si ejercía represalias contra el juez, el escribano sería arrastrado por la tormenta.

—Estoy muy ocupado, juez Pazair; vos no figuráis en la lista de las entrevistas que había concedido hoy.

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