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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada

 

Pazair es un joven juez en una provincia del sur del antiguo Egipto. Neferet es médico en Menfis, la gran ciudad del norte, adonde Pazair es llamado. Conforme a las predicciones de un viejo visionario, un monstruoso complot ha sido maquinado para derrocar a Ramsés el Grande. Nada podrá evitarlo, nada excepto un insignificante juez que se niega a firmar un documento administrativo que no entiende. Con la ayuda de su hermano de sangre, Suti, el juez Pazair busca la verdad. En el camino se encuentra con Neferet, bellísima doctora que ha logrado triunfar en su carrera a pesar de la oposición del jefe de los médicos de la corte. El juez se enamora de ella y llega a descubrir la traición de un importante general del ejército egipcio. Pero los implicados en el complot están decididos a acabar con Pazair. Éste es el motivo por el que el juez es detenido y por lo que hacen creer a Neferet que él ha muerto.
La pirámide asesinada
es la primera novela de la trilogía
El juez de Egipto
, que incluye también
La ley del desierto
y
La justicia del visir
.

Christian Jacq

La pirámide asesinada

El juez de Egipto - 1

ePUB v2.0

Elle518
12.02.12

Título original:
La pyramide assassinée

Traducción: Manuel Serrat

Portada diseñada por: laNane

Christian Jacq, 1993.

Ved, ha sucedido lo que los ancestros habían predicho: ha proliferado el crimen, la violencia ha invadido los corazones, la desgracia atraviesa el país, corre la sangre, el ladrón se enriquece, se han apagado las sonrisas, los secretos han sido divulgados, los árboles han sido arrancados, la pirámide ha sido violada, el mundo ha caído tan bajo que unos cuantos insensatos se han apoderado de la realeza y los jueces han sido expulsados.

Pero recuerda el respeto de la Regla, de la justa sucesión de días, del feliz tiempo en que los hombres construían pirámides y hacían florecer vergeles para los dioses, de aquel tiempo bendito en que una sencilla estera satisfacía las necesidades de todos y los hacía felices.

Predicciones del sabio IPU-UR

PRÓLOGO

U
na noche sin luna envolvía la gran pirámide con un manto de tinieblas. Furtivo, un zorro del desierto se introdujo en el cementerio de los nobles que, desde el más allá, seguían venerando al faraón. Unos guardas velaban sobre el prestigioso monumento donde sólo Ramsés el Grande penetraba, una vez al año, a rendir homenaje a Keops, su glorioso antepasado; el rumor afirmaba que la momia del padre de la más alta de las pirámides estaba protegida por un sarcófago de oro, cubierto a su vez de increíbles riquezas. ¿Pero quién se hubiera atrevido a atacar un tesoro tan bien defendido? Nadie, salvo el soberano reinante, podía cruzar el umbral de piedra y orientarse en el laberinto del gigantesco monumento. El cuerpo de élite destinado a protegerlo disparaba sus arcos sin mediar palabra; varias flechas habrían atravesado al imprudente o al curioso.

El reinado de Ramsés era feliz; rico y apacible, Egipto brillaba sobre el mundo. El faraón era considerado el mensajero de la luz, los cortesanos le servían con respeto, el pueblo glorificaba su nombre.

Los cinco conjurados salieron juntos de una cabaña de obreros donde se habían ocultado durante el día; cien veces habían repetido su plan con la certidumbre de que no habían dejado nada al azar. Si lo conseguían, antes o después se convertirían en los dueños del país, y le impondrían su marca.

Vestidos con una túnica de tosco lino, siguieron el altiplano de Gizeh, sin dejar de lanzar febriles miradas a la gran pirámide.

Atacar la guardia sería una locura. Otros habían intentado, antes, apoderarse del tesoro, pero nadie lo había conseguido.

Un mes antes, la gran esfinge había sido liberada de una ganga de arena acumulada por varias tormentas. El gigante cuyos ojos miraban al cielo gozaba de una débil protección. Su nombre, «estatua viva», y el terror que inspiraba bastaban para alejar a los profanos. El faraón con cuerpo de león tallado en la piedra calcárea en tiempos inmemoriales, la esfinge hacía que el sol se levantara y conocía los secretos del universo. Cinco veteranos formaban su guardia de honor. Dos de ellos, apoyados en el exterior del muro del recinto, frente a las pirámides, dormían a pierna suelta. No verían ni oirían nada.

El más esbelto de los conjurados escaló la muralla; de manera rápida y silenciosa estranguló al soldado que dormía junto al flanco derecho de la fiera de piedra, luego suprimió a su colega, apostado junto al hombro izquierdo.

Los otros conjurados se le unieron. Eliminar al tercer veterano sería menos fácil. El guarda y jefe se hallaba ante la estela de Tutmosis IV
[1]
, de pie entre las patas delanteras de la esfinge, para recordar que ese faraón le debía su reinado. Armado con una lanza y un puñal, el soldado se defendería. Uno de los conjurados se quitó la túnica. Desnuda, se aproximó al guarda.

Pasmado, éste miró la aparición. ¿No sería la mujer uno de los demonios que, por la noche, merodeaban en torno a las pirámides para robar las almas? Ella se aproximaba sonriente. El veterano, aterrorizado, se levantó y blandió su lanza; el brazo le temblaba. Ella se detuvo.

—¡Retrocede, fantasma, aléjate!

—No te haré ningún daño. Deja que te prodigue mis caricias.

La mirada del jefe de la guardia permaneció fija en el cuerpo desnudo, blanca mancha en las tinieblas. Hipnotizado, dio un paso hacia él.

Cuando la cuerda se enroscó en su cuello, el veterano soltó la lanza, cayó de rodillas, intentó en vano aullar y se derrumbó.

—El camino está libre.

—Prepararé las lámparas.

Los cinco conjurados, frente a la estela, consultaron por última vez su plano y se alentaron a proseguir, pese al miedo que les atenazaba. Desplazaron la estela y contemplaron el vaso sellado que marcaba el emplazamiento de la boca del infierno, puerta de las entrañas de la tierra.

—¡No era una leyenda!

—Veamos si existe algún acceso.

Bajo el vaso, una losa provista de una anilla. Los cuatro no fueron demasiados para levantarla.

Un corredor estrecho, muy bajo y de empinada pendiente se hundía en las profundidades.

—¡De prisa, las lámparas!

En unas copas de dolerita
[2]
, derramaron aceite de piedra, muy graso y fácil de inflamar. El faraón prohibía su uso y su comercio, pues el humo negro que desprendía su combustión enfermaba a los artesanos encargados de decorar templos y tumbas y ensuciaba techos y paredes. Los sabios afirmaban que aquel «petróleo»
[3]
, como lo denominaban los bárbaros, era una sustancia nociva y peligrosa, una exudación maligna de rocas, cargada de miasmas. A los conjurados no les preocupaba.

Encorvados, golpeándose el cráneo con el techo de piedra calcárea, avanzaron a marchas forzadas por el estrecho pasillo que conducía a la parte subterránea de la gran pirámide. Nadie hablaba; todos tenían en mente la siniestra fábula según la cual un espíritu quebraba la nuca de quien intentara violar la tumba de Keops. ¿Cómo podían saber sí ese subterráneo no los alejaba de su meta? Se habían hecho circular falsos planos con el fin de extraviar a eventuales ladrones; ¿sería bueno el que ellos tenían?

Chocaron con un muro de piedra y lo golpearon con el cincel; por fortuna, los bloques eran bastante delgados y giraron sobre sí mismos. Los conjurados se introdujeron en una vasta cámara con el suelo de tierra batida, de tres metros y medio de altura, catorce de largo y ocho de ancho. En el centro había un pozo.

—La cámara baja… ¡Estamos en la gran pirámide!

Lo habían conseguido.

El corredor
[4]
, olvidado desde hacía tantas generaciones, llevaba, efectivamente, de la esfinge al gigantesco monumento de Keops, cuya primera sala se hallaba a unos treinta metros por debajo de la base. Aquí, en esta matriz, evocación del seno de la tierra madre, se habían practicado los primeros ritos de resurrección.

Ahora tenían que introducirse por un pozo que se adentraba en la masa pedregosa y llegaba al corredor que se iniciaba más allá de los tres tapones de granito.

El más ligero trepó agarrándose a las asperezas de la roca y apoyándose con los pies; cuando llegó arriba, lanzó la cuerda que llevaba enrollada a la cintura. Uno de los conjurados estuvo a punto de desvanecerse por falta de aire; sus compañeros lo arrastraron hasta la gran galería para que recuperara el aliento.

La majestad del lugar los deslumbró. ¿Qué maestro de obras había sido tan insensato como para construir un dispositivo que comprendía siete hiladas de piedra? Con cuarenta y siete metros de largo y ocho metros y medio de altura, la gran galería, obra única por sus dimensiones y su situación en el propio corazón de una pirámide, desafiaba a los siglos. Ningún arquitecto, aseguraban los maestros de obra de Ramsés, volvería a realizar semejante proeza.

Uno de los conjurados, intimidado, pensó en renunciar; el jefe de la expedición le obligó a seguir empujándole violentamente por la espalda. Renunciar tan cerca del éxito hubiera sido estúpido; ahora podían felicitarse por la exactitud de su plano. Subsistía una duda: ¿habrían sido bajados los rastrillos de piedra entre el extremo superior de la gran galería y el comienzo del corredor de acceso a la cámara del rey? Si había sido así, no lograrían superar el obstáculo y se marcharían con las manos vacías.

—El paso está libre.

Amenazadoras, las cavidades destinadas a recibir los enormes bloques estaban vacías. Los cinco conjurados se inclinaron para entrar en la cámara del rey, cuyo techo estaba formado por nueve bloques de granito que pesaban más de cuatrocientas toneladas. La sala, con casi seis metros de alto, albergaba el corazón del imperio, el sarcófago del faraón reposaba en un suelo de plata que mantenía la pureza del lugar.

Vacilaron.

Hasta entonces se habían comportado como exploradores en un país desconocido. Sabían que habían cometido tres crímenes de los que tendrían que responder ante el tribunal del otro mundo, ¿pero no habían actuado, acaso, por el bien del país y del pueblo preparando la expulsión de un tirano? Si abrían el sarcófago, si lo despojaban de sus tesoros, violarían la eternidad, no de un hombre momificado, sino de un dios presente en su cuerpo de luz. Cortarían su último vínculo con una civilización milenaria para hacer surgir un nuevo mundo que Ramsés no aceptaría nunca.

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