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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (8 page)

—Si se equivoca, no vacilaré ni un instante.

—Tened cuidado, juez Pazair; no sois omnipotente.

—Lo sé.

—¿Estáis decidido a examinar esta denuncia?

—Os convocaré a mi despacho.

—Retiraos.

Pazair lo hizo.

Furiosa, la señora Nenofar irrumpió en los aposentos de su marido. Denes estaba probándose un nuevo paño de amplios faldones.

—¿Ya has domado al juececillo?

—¡Muy al contrario, imbécil! Es una verdadera fiera.

—Estás muy pesimista. Hagámosle algunos regalos.

—Inútil. En vez de pavonearte, encárgate de él. Tenemos que hacerle pasar por el aro en seguida.

CAPÍTULO 8

A
quí es —declaró Kem.

—¿Estáis seguro? —preguntó Pazair estupefacto.

—No hay duda; esta casa es la del guardián en jefe de la esfinge.

—¿Por qué estáis tan seguro?

El nubio esbozó una sonrisa feroz.

—Gracias a mi babuino, las lenguas se han soltado. Cuando muestra los colmillos, los mudos hablan.

—Esos métodos…

—Son eficaces. Queríais resultados y los habéis conseguido.

Los dos hombres contemplaban el más miserable suburbio de la gran ciudad. Allí, el hambre se saciaba, como en todo Egipto, pero muchas viviendas estaban deterioradas y la higiene dejaba mucho que desear. Lo habitaban sirios que esperaban un trabajo, campesinos llegados para hacer fortuna en la ciudad y ya desencantados, viudas sin grandes recursos. El barrio, ciertamente, no se adecuaba al guardián en jefe de la más famosa esfinge de Egipto.

—Voy a interrogarle.

—El lugar no es muy seguro; no deberíais entrar solo.

—Como queráis.

Pazair advirtió sorprendido que a su paso se cerraban puertas y ventanas. La hospitalidad, tan cara al corazón de los egipcios, no parecía abundar en aquel enclave. El babuino, nervioso, avanzaba irregular. El nubio no dejaba de escrutar los techos.

—¿Qué teméis?

—Un arquero.

—¿Por qué van a atentar contra nuestra vida?

—Vos sois quien investigáis; si hemos desembocado aquí, significa que el asunto es turbio. Yo, en vuestro lugar, renunciaría.

La puerta, de madera de palma, parecía sólida; Pazair llamó.

Alguien se movió en el interior, pero no respondió.

—Abrid, soy el juez Pazair.

Se hizo el silencio. Forzar la entrada de un domicilio sin autorización era un delito; el juez consultó con su conciencia.

—¿Creéis que vuestro babuino…?


Matón
ha prestado juramento; su alimento lo proporciona la administración y debemos dar cuenta de sus intervenciones.

—La práctica difiere de la teoría.

—Afortunadamente —estimó el nubio.

La puerta no pudo resistir mucho los embates del gran simio, cuya potencia dejó estupefacto a Pazair; era agradable que
Matón
estuviera del lado de la ley.

Las dos pequeñas estancias estaban sumidas en la oscuridad a causa de las esteras que obstruían las ventanas. Suelo de tierra batida, un arcón para ropa, otro para vajilla, una estera para sentarse, un estuche de aseo: un conjunto modesto, pero limpio.

En una esquina de la segunda habitación se acurrucaba una pequeña mujer de cabellos blancos, vestida con una túnica marrón.

—No me peguéis —imploró—. No he dicho nada, ¡lo juro!

—Tranquilizaos, me gustaría ayudaros.

Ella aceptó la mano del juez y se levantó; de pronto, el horror llenó sus ojos.

—¡El mono! ¡Va a destrozarme!

—No —la tranquilizó Pazair—; pertenece a la policía. ¿Sois la esposa del guardián en jefe de la esfinge.

—Sí…

Su vocecilla apenas era audible. Pazair invitó a su interlocutora a sentarse en la estera y se sentó frente a ella.

—¿Dónde está vuestro marido?

—Se… se ha marchado de viaje.

—¿Por qué habéis abandonado vuestra vivienda oficial?

—Porque ha dimitido.

—Yo me encargo de regularizar su traslado —reveló Pazair—; los documentos oficiales no mencionan esa dimisión.

—Tal vez me haya equivocado.

—¿Qué ocurrió? —preguntó el juez con suavidad—. Sabed que no soy vuestro enemigo; si puedo seros útil, actuaré.

—¿Quién os envía?

—Nadie. Investigo por iniciativa propia, para no avalar una decisión que no comprendo.

Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.

—¿Sois… sincero?

—Por la vida del faraón.

—Mi marido ha muerto.

—¿Estáis segura?

—Unos soldados me aseguraron que sería enterrado de acuerdo con los ritos, me ordenaron trasladarme e instalarme aquí. Cobraré una pequeña pensión hasta que mis días terminen, a condición de que me calle.

—¿Qué os dijeron sobre las circunstancias de su muerte?

—Un accidente.

—Averiguaré la verdad.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Dejad que me encargue de vuestra seguridad.

—Me quedo aquí y esperaré la muerte. Partid, os lo suplico.

Nebamon, médico-jefe de la corte de Egipto, podía sentirse orgulloso de sí mismo. A pesar de ser un setentón, seguía siendo un hombre muy apuesto; la lista de sus conquistas femeninas seguiría creciendo durante mucho tiempo aún. Cubierto de títulos y de distinciones honoríficas, pasaba más tiempo en recepciones y banquetes que en su consulta, donde jóvenes y ambiciosos médicos trabajaban para él. Cansado del sufrimiento de los demás, Nebamon había elegido una especialidad divertida y rentable: la cirugía estética. Las bellas damas deseaban hacer desaparecer algunos defectos para seguir siendo encantadoras y que sus rivales palidecieran de celos; sólo Nebamon podía devolverles la juventud y preservar sus encantos.

El médico-jefe pensaba en la magnífica puerta de piedra que, por un favor especial del faraón, adornaría la entrada de su tumba; el propio soberano había pintado las jambas de azul oscuro, para desesperación de los cortesanos que deseaban semejante privilegio. Adulado, rico, célebre, Nebamon cuidaba a príncipes extranjeros dispuestos a pagar honorarios muy elevados. Antes de aceptar su petición, llevaba a cabo largas investigaciones, y sólo aceptaba las consultas de pacientes que sufrían males benignos y fáciles de curar. Un fracaso habría perjudicado su reputación.

Su secretario particular le anunció la llegada de Neferet.

—Hacedla entrar.

La joven irritaba a Nebamon pues se había negado a pertenecer a su equipo, y esto le había ofendido. Deseaba vengarse. Si obtenía el derecho a ejercer, procuraría privarla de cualquier poder administrativo y alejarla de la corte. Algunos afirmaban que tenía un sentido innato de la medicina y que su don para la radiestesia le permitía ser rápida y precisa. De modo que le concedería una última oportunidad antes de iniciar las hostilidades y arrinconarla en una existencia mediocre. O le obedecía, o la destrozaría.

—¿Me habéis llamado?

—Tengo que haceros una proposición.

—Pasado mañana salgo hacia Sais.

—Estoy al corriente, pero vuestra intervención será breve.

Neferet era realmente muy hermosa; Nebamon soñaba en una amante tan joven y deliciosa para exhibirla en la mejor sociedad. Pero su nobleza natural y la claridad que de ella emanaba le impedían dirigirle algunos necios cumplidos, tan eficaces por lo general; seducirla sería una empresa difícil, pero especialmente excitante.

—Mi cliente es un caso interesante —prosiguió—: una burguesa de familia numerosa y más bien acomodada con una buena reputación.

—¿Qué le sucede?

—Un acontecimiento fausto: se casa.

—¿Es eso una enfermedad?

—Su marido tiene una exigencia: remodelar las partes de su cuerpo que le disgustan. Algunas líneas serán fáciles de modificar; quitaremos la grasa de aquí o de allá, de acuerdo con las instrucciones del esposo. Adelgazar los muslos, deshinchar las mejillas y teñir los cabellos será un juego de niños.

Nebamon no le dijo que había recibido, a cambio de su intervención, diez jarras de ungüentos y perfumes raros: una fortuna que excluía el fracaso.

—Vuestra colaboración me alegraría, Neferet; vuestra mano es muy segura. Además, redactaría un informe elogioso que os sería muy útil. ¿Aceptáis ver a mi paciente?

Había adoptado su tono más zalamero; sin dar tiempo a Neferet para contestar, introdujo a la señora Silkis.

Estaba asustada y ocultaba su rostro.

—No quiero que me miren —dijo con una vocecilla de niña aterrorizada—; ¡soy demasiado fea!

La señora Silkis tenía unas formas bastante generosas que ocultaba cuidadosamente bajo un amplio vestido.

—¿Cómo os alimentáis? —preguntó Neferet.

—No… no me fijo mucho.

—¿Os gustan los pasteles?

—Mucho.

—Pues comer algunos menos os sería beneficioso; ¿puedo examinar vuestro rostro?

La dulzura de Neferet venció las reticencias de Silkis; apartó sus manos.

—Parecéis muy joven.

—Tengo veinte años.

La cara rubicunda era, ciertamente, algo mofletuda, pero no inspiraba horror ni asco.

—¿Por qué no os aceptáis tal como sois?

—Mi marido tiene razón, ¡soy horrible! Debo gustarle.

—¿No es una sumisión excesiva?

—Es tan fuerte… ¡Y se lo he prometido!

—Convencedle de que se equivoca.

Nebamon sintió que la cólera le invadía.

—Lo nuestro no es juzgar los motivos de los pacientes —intervino con sequedad—; nuestro papel consiste en satisfacer sus deseos.

—Me niego a hacer sufrir inútilmente a esta muchacha.

—¡Salid de aquí!

—Con mucho gusto.

—Os equivocáis al portaros así, Neferet.

—Creo ser fiel al ideal del médico.

—No sabéis nada y no obtendréis nada. Vuestra carrera ha terminado.

El escribano Iarrot tosió; Pazair levantó la cabeza.

—¿Algún problema?

—Una convocación.

—¿Para mí?

—Para vos. El decano del porche quiere veros de inmediato.

Pazair se vio obligado a obedecer, dejó el pincel y la paleta.

Ante el palacio real, como ante todos los templos, se había construido un porche de madera donde un magistrado administraba justicia. Escuchaba las quejas, distinguía la verdad de la iniquidad, protegía a los débiles y los salvaba de los poderosos.

El decano actuaba ante la residencia del soberano; el edículo, sostenido por cuatro pilares y adosado a la fachada, tenía la forma de un gran cuadrilátero, a cuyo fondo se hallaba la sala de audiencia. Cuando el visir se dirigía a casa del faraón nunca dejaba de hablar con el decano del porche.

La sala de audiencia estaba vacía. Sentado en un sitial de madera dorada, vestido con un mandil, el magistrado mostraba un rostro huraño. Todos conocían su firmeza de carácter y el vigor de sus palabras.

—¿Sois el juez Pazair?

El joven se inclinó con respeto; enfrentarse con el juez principal de la provincia le angustiaba. Aquella brutal convocatoria y aquel cara a cara no presagiaban nada bueno.

—Ruidoso inicio de carrera —consideró el decano—; ¿estáis satisfecho?

—¿Podré estarlo alguna vez? Mi más caro deseo sería que la humanidad se volviera prudente y los despachos de los jueces desaparecieran. Pero ese sueño infantil va diluyéndose.

—Oigo hablar mucho de vos, aunque haga poco tiempo que os instalasteis en Menfis. ¿Sois consciente de vuestros deberes?

—Son toda mi vida.

—Trabajáis mucho y rápidamente.

—No lo bastante para mi gusto. Cuando haya percibido mejor las dificultades de mi tarea, me mostraré más eficaz.

—Eficaz… ¿Qué significa ese término?

—Impartir la misma justicia a todo el mundo. ¿No es ese nuestro ideal y nuestra regla?

—¿Quién afirma lo contrario?

La voz del decano enronqueció. Se levantó y caminó de un lado a otro.

—No me han gustado vuestras observaciones sobre el dentista Qadash.

—Ya lo imagino.

—¿Dónde está la prueba?

—Mi informe dice que no la he obtenido; por eso no he iniciado ninguna acción contra él.

—Y en ese caso, ¿por qué esa inútil agresividad?

—Para llamar sobre él vuestra atención; vuestras informaciones son, sin duda, más completas que las mías.

El decano, furibundo, se inmovilizó.

—¡Tened cuidado, juez Pazair! ¿Insinuáis acaso que estoy ocultando un expediente?

—Nada más lejos de mí que semejante idea; si lo consideráis necesario, proseguiré mis investigaciones.

—Olvidad a Qadash. ¿Por qué perseguís a Denes?

—En su caso, el delito es flagrante.

—¿La denuncia formal presentada contra él no iba acompañada por una recomendación?

—«Archívese sin dar curso», en efecto; por eso me ocupé de ella en primer lugar. Me había jurado rechazar con la mayor energía este tipo de prácticas.

—¿Sabíais quién era el autor del… consejo?

—Un grande debe dar ejemplo y no aprovechar su riqueza para explotar a los humildes.

—Olvidáis las necesidades económicas.

—El día en que prevalezcan sobre la justicia, Egipto estará condenado a muerte.

La réplica de Pazair conmovió al decano del porche. También él, en su juventud, había formulado, con idéntico ardor, esta opinión. Luego habían llegado los casos difíciles, los ascensos, las necesarias conciliaciones, las componendas, las concesiones a la jerarquía, la edad madura…

—¿Qué le reprocháis a Denes?

—Ya lo sabéis.

—¿Consideráis que su comportamiento justifica una condena?

—La respuesta es evidente.

El decano del porche no podía revelar a Pazair que Denes acababa de pedirle que trasladara al joven juez.

—¿Estáis decidido a proseguir vuestra investigación?

—Lo estoy.

—¿Sabéis que puedo devolveros, inmediatamente, a vuestra aldea?

—Lo sé.

—¿Y la perspectiva no modifica vuestro punto de vista?

—No.

—¿Sois acaso inaccesible a cualquier tipo de razonamiento?

—Se trata sólo de una tentativa de influencia. Denes es un tramposo; goza de injustificables privilegios. Y puesto que el caso es de mi competencia, ¿por qué voy a dejarlo de lado?

El decano reflexionó. Por lo general, decidía sin vacilar, convencido de servir a su país; la actitud de Pazair le traía tantos recuerdos que se vio en el lugar de aquel joven juez deseoso de cumplir su función sin debilidades. El porvenir se encargaría de disipar sus ilusiones, ¿pero se equivocaba intentando lo imposible?

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