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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (2 page)

Sintieron deseos de huir, aun experimentando una sensación de bienestar. El aire llegaba por dos canales excavados en las paredes norte y sur de la pirámide, una energía ascendía de las losas y les insuflaba una fuerza desconocida.

Así era, pues, cómo se regeneraba el faraón, absorbiendo el poder nacido de la tierra y de la forma del edificio.

—No queda tiempo.

—Marchémonos.

—Ni hablar.

Se aproximaron dos, luego el tercero, por fin los otros dos. Levantaron la tapa del sarcófago entre todos y la depositaron en el pavimento.

Una momia luminosa… una momia cubierta de oro, plata y lapislázuli, tan noble que los ladrones no pudieron aguantar su mirada. Con gesto rabioso, el jefe de los conjurados arrancó la máscara de oro. Sus acólitos se apoderaron del collar y del escarabajo del mismo metal, depositado en el emplazamiento del corazón, de amuletos en lapislázuli y de la azuela de hierro celestial, cincel de carpintero que servía para abrir la boca y los ojos en el otro mundo. Aquellas maravillas les parecieron casi irrisorias comparadas con el codo de oro que simbolizaba la ley eterna, de la que el faraón era el único garante y, sobre todo, con un pequeño estuche en forma de cola de milano.

En su interior, el testamento de los dioses.

Por aquel texto, el faraón recibía Egipto como herencia y debía mantenerlo feliz y próspero. Cuando celebrara su jubileo se vería obligado a mostrárselo a la corte y al pueblo, como prueba de su legitimidad. Pero si era incapaz de enseñar el documento, se vería obligado a dimitir, antes o después.

Muy pronto, desgracias y calamidades se abatirían sobre el país. Al violar el santuario de la pirámide, los conjurados perturbaban la principal central de energía y turbaban la emisión del
Ka
, poder inmaterial que animaba cualquier forma de vida.

Los ladrones se apoderaron de una caja de lingotes de hierro celestial, metal raro y tan precioso como el oro. Serviría para completar la conjura.

Poco a poco, la injusticia se extendería por las provincias y circularían rumores contra el faraón, formando una destructora crecida.

No tenían más que salir de la gran pirámide, ocultar su botín y tejer su plan.

Antes de dispersarse, prestaron juramento: quien se cruzara en su camino sería suprimido. Era el precio de la conquista del poder.

CAPÍTULO 1

T
ras una larga carrera consagrada al arte de curar, Branir disfrutaba de una apacible jubilación en su morada de Menfis.

El anciano médico era de complexión recia, ancho de pecho y enarbolaba una elegante cabellera plateada que coronaba un rostro severo en el que se leían la bondad y la abnegación. Su nobleza natural se había impuesto tanto a los grandes como a los humildes y no se recordaba ninguna circunstancia en la que nadie le hubiera faltado al respeto.

Hijo de un fabricante de pelucas, Branir había abandonado el hogar familiar para convertirse en escultor y dibujante; uno de los maestros de obra del faraón le había llamado al templo de Karnak. Durante un banquete de la cofradía, un tallador de piedra se había encontrado mal. Por instinto, Branir le había magnetizado arrancándole de una muerte segura. El servicio de salud del templo no había desdeñado tan precioso don, y Branir se había formado en el trato con reputados maestros antes de abrir su consultorio. Insensible a las solicitudes de la corte, indiferente a los honores, había vivido sólo para curar.

Sin embargo, si había abandonado la gran ciudad del norte para dirigirse a una pequeña aldea de la región tebana, no había sido a causa de su profesión. Tenía que cumplir otra misión, tan delicada que parecía condenada al fracaso; pero no renunciaría antes de haberlo intentado todo.

Cuando vio de nuevo su aldea, oculta en el centro de un palmeral, Branir hizo que su silla de manos se detuviera junto a un bosquecillo de tamariscos entremezclados, cuyas ramas llegaban al suelo. El aire y el sol eran suaves; observó a los campesinos mientras escuchaba la melodía de un flautista.

Un anciano y dos jóvenes rompían con la azada los terrones en los altos cultivos que acababan de irrigar. Branir pensó en la estación en la que el limo, depositado por la crecida, recibía las simientes que enterraban los rebaños de cerdos y corderos. La naturaleza ofrecía a Egipto inestimables riquezas preservadas por el trabajo de los hombres. Día tras día, una eternidad feliz fluía por las campiñas del país amado por los dioses.

Branir prosiguió su camino. Al entrar en la aldea se cruzó con una yunta de bueyes. Uno era negro, el otro blanco con manchas marrones. Sometidos al yugo de madera colocado en el nacimiento de sus cuernos, avanzaban con paso tranquilo. Ante una de las casas de tierra, un hombre en cuclillas ordeñaba a una vaca a la que había trabado las patas traseras. Su ayudante, un chiquillo, vertía la leche en una jarra.

Branir recordó, conmovido, el rebaño de vacas que había guardado; se llamaban «buen consejo», «pichón», «agua del sol» o «feliz inundación». El que la poseía era muy afortunado, una vaca encarnaba la belleza y la dulzura. Para un egipcio, no existía animal más seductor; con sus grandes orejas podía percibir la música de las estrellas colocadas, como él, bajo la protección de la diosa Hator. «Qué soberbia jornada —solía cantar el vaquero—, el cielo me es favorable y mi tarea dulce como la miel»
[5]
. Algunas veces el vigilante de los campos le llamaba la atención para que se apresurara e hiciera avanzar el ganado en vez de holgazanear. Y como siempre, por lo general, las vacas elegían su camino sin apretar el paso. El anciano médico casi había olvidado estas sencillas escenas, esa monótona existencia y esa serenidad en lo cotidiano, donde el hombre era sólo una mirada entre otras; los gestos se repetían, siglo tras siglo, la crecida y el descenso marcaban el ritmo a las generaciones.

De pronto, una voz poderosa quebró la tranquilidad de la aldea.

El acusador público llamaba a la población al tribunal, mientras el jefe de querellas, encargado de la seguridad y de hacer respetar el orden, sujetaba a una mujer que gritaba su inocencia.

El tribunal de justicia se había instalado a la sombra de un sicómoro; lo presidía Pazair, un juez de veintiún años al que los ancianos concedían su confianza. Por lo general, los notables designaban a un personaje de edad madura, dotado de sólida experiencia, que respondía con sus bienes de sus decisiones, si era rico, y con su persona, si no tenía nada; de modo que los candidatos al cargo, aunque fuera el de un pequeño juez campesino, no abundaban demasiado. Cualquier magistrado cogido en falta era castigado con más severidad que un asesino; lo exigía una sana práctica de la justicia.

Pazair no había tenido elección; debido a su carácter firme y a su gran afición por la integridad, había sido elegido unánimemente por el consejo de ancianos. Aunque fuera muy joven, el juez daba pruebas de competencia estudiando cada caso con extremado rigor.

Bastante alto, más bien delgado, de cabellos castaños, con la frente amplia y alta, los ojos verdes estriados de marrón y viva la mirada, Pazair impresionaba por su seriedad; no le turbaban la cólera, ni los llantos, ni la seducción. Escuchaba, escrutaba, buscaba y sólo formulaba su decisión después de largas y meticulosas investigaciones. En la aldea se asombraban, a veces, ante tanto rigor, pero se felicitaban por su amor a la verdad y por su capacidad para resolver conflictos. Muchos le temían porque sabían que rechazaba el compromiso y se mostraba poco inclinado a la indulgencia; pero ninguna de sus decisiones había sido cuestionada.

A uno y otro lado de Pazair se habían sentado los ocho jurados: el alcalde, su esposa, dos campesinos, dos artesanos, una viuda de edad madura y el encargado del riego. Todos habían superado la cincuentena. El juez abrió la audiencia venerando a Maat
[6]
, la diosa que encarnaba la Regla a la que debía intentar conformarse la justicia de los hombres; luego dio lectura al acta de la acusación contra la joven que el jefe de querellas sujetaba con firmeza frente al tribunal. Una de sus amigas le reprochaba haber robado una laya perteneciente a su marido. Pazair solicitó a la demandante que confirmara en voz alta su denuncia y a la acusada que presentara su defensa. La primera se expresó con ponderación, la segunda negó con vehemencia. De acuerdo con la ley vigente desde los orígenes, ningún abogado se interponía entre el juez y los protagonistas directamente afectados por un proceso.

Pazair ordenó a la acusada que se calmara. La denunciante pidió la palabra para extrañarse de la negligencia de la justicia; ¿acaso no había contado los hechos, un mes antes, al escriba que ayudaba a Pazair sin obtener la convocación del tribunal? Se había visto obligada a presentar una segunda demanda. La ladrona había tenido tiempo de hacer desaparecer la prueba.

—¿Existe algún testigo del delito?

—Yo misma —respondió la demandante.

—¿Dónde se ocultó la laya?

—En casa de la acusada.

Esta negó de nuevo con un ardor que impresionó a los jurados. Su buena fe parecía evidente.

—La registraremos ahora mismo —afirmó Pazair.

Un juez debía transformarse en investigador para verificar personalmente, en los lugares incriminados, las afirmaciones y los indicios.

—¡No tenéis derecho a entrar en mi casa! —rugió la acusada.

—¿Confesáis?

—¡No! ¡Soy inocente!

—Mentir ante este tribunal es una falta grave.

—Es ella la que miente.

—En ese caso, su pena será severa. ¿Confirmáis vuestras acusaciones? —preguntó Pazair clavando los ojos en los de la demandante.

Ésta asintió.

El tribunal, conducido por el jefe de querellas, se desplazó a casa de la acusada. El mismo juez procedió al registro. Descubrió la laya en el sótano, envuelta en trapos y oculta tras unas jarras de aceite.

La culpable se derrumbó. De acuerdo con la ley, los jurados la condenaron a pagar a su víctima el doble de lo robado, es decir, dos layas nuevas. Además, la mentira con perjurio podía castigarse con trabajos forzados a perpetuidad, e incluso a la pena capital en un asunto criminal. La mujer se vería obligada a trabajar varios años en las tierras del templo local, sin beneficio personal alguno.

Antes de que se dispersaran los jurados, impacientes por dedicarse a sus ocupaciones, Pazair dictó una inesperada sentencia: cinco bastonazos para el escriba ayudante, culpable de que el asunto se hubiera demorado, ya que, de acuerdo con los sabios, el oído del hombre estaba en su espalda, escucharía la voz del bastón y, en el futuro, se mostraría menos negligente.

—¿Me concederá audiencia el juez?

Pazair se volvió intrigado. Aquella voz… ¿Sería posible?

—¡Vos!

Branir y Pazair se abrazaron.

—¡Vos, en el pueblo!

—Un regreso a los orígenes.

—Vayamos bajo el sicómoro.

Los dos hombres se sentaron en dos sillas bajas colocadas bajo el gran sicómoro donde los notables disfrutaban de la sombra. De una de las grandes ramas colgaba un odre lleno de agua fresca.

—¿Recuerdas, Pazair? Aquí te revelé tu nombre secreto, después de la muerte de tus padres. Pazair, «el vidente, el que discierne a lo lejos»… Cuando el consejo de ancianos te lo atribuyó, no andaba equivocado. ¿Qué más se le puede pedir a un juez?

—Fui circuncidado, la aldea me ofreció mi primer paño de función, tiré mis juguetes, comí pato asado y bebí vino tinto. ¡Qué hermosa fiesta!

—El adolescente se convirtió muy pronto en un hombre.

—¿Demasiado pronto?

—A cada uno le llega su momento. Tú eres juventud y madurez en el mismo corazón.

—Vos me educasteis.

—Sabes muy bien que no; te formaste tú solo.

—Me enseñasteis a leer y escribir, me permitisteis descubrir la ley y consagrarme a ella. Sin vos, habría sido un campesino y habría trabajado con amor mi tierra.

—Eres de otra naturaleza; la grandeza y la felicidad de un país dependen de la calidad de sus jueces.

—Ser justo… es un combate cotidiano. ¿Quién puede alardear de salir siempre vencedor?

—Lo deseas y eso es lo esencial.

—La aldea es un remanso de paz; este triste caso es algo excepcional.

—¿No te han nombrado vigilante del granero de trigo?

—El alcalde desea que me atribuyan el cargo de intendente de campo del faraón, para evitar conflictos durante las recolecciones. La tarea no me tienta; espero que fracase.

—No me cabe duda.

—¿Por qué?

—Porque te espera otro porvenir.

—Me intrigáis.

—Me han confiado una misión, Pazair.

—¿El palacio?

—El tribunal de justicia de Menfis.

—¿Acaso he cometido alguna falta?

—Al contrario. Desde hace dos años, los inspectores de los jueces campesinos hacen alagadores informes sobre tu comportamiento. Acabas de ser destinado a la provincia de Gizeh, para sustituir a un magistrado muerto.

—¡Gizeh está muy lejos de aquí!

—Varios días de barco. Residirás en Menfis.

Gizeh, el más ilustre de los parajes, Gizeh, donde se erguía la gran pirámide de Keops, el misterioso centro de energía del que dependía la armonía del país, inmenso monumento donde sólo el faraón reinante podía penetrar.

—Soy feliz en mi aldea; nací, crecí y trabajé aquí. Abandonarla sería un sacrificio excesivo.

—Apoyé tu nombramiento, pues creo que Egipto te necesita. No eres hombre que prefiera su egoísmo.

—¿Decisión irrevocable?

—Puedes negarte.

—Necesito pensarlo.

—El cuerpo del hombre es más grande que un granero de trigo; está lleno de innumerables respuestas. Elige la buena; que la mala permanezca encerrada.

Pazair caminó hacia la ribera; en aquel instante se decidía su vida. No tenía el menor deseo de abandonar sus costumbres, los tranquilos goces de la aldea y la campiña tebana para perderse en una gran ciudad. ¿Pero cómo dar una negativa a Branir, el hombre que más veneraba? Se había jurado responder a su llamada, fueran cuales fuesen las circunstancias.

A orillas del río, un gran ibis blanco, cuya cabeza, cola y extremidades de las alas estaban teñidas de negro, se desplazaba con majestad. El magnífico pájaro se detuvo, zambulló en el barro su largo pico y dirigió su mirada hacia el juez.

—El animal de Thot te ha elegido —decretó con su voz áspera el pastor Pepi, quien estaba tendido entre las cañas— No tienes elección.

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