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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (38 page)

Mutnofret se movía sin ningún recato contoneándose en la mesa, y Senu empezó a mirarle los pechos, que pugnaban por salirse del escote, mientras masticaba unos higos. La señora no estaba nada mal, y al observar el vaivén de sus generosas curvas tuvo la tentación de echarle mano, aunque se sujetó en el último momento al pensar en lo que le ocurriría si hacía algo así.

Las ánforas fueron cayendo una tras otra con una generosidad que daba gusto. Aquello era buena vida, sin duda, y Senu se imaginó lo que sería el poder cenar todas las noches de aquella forma. No habría mayor felicidad. El vino ya estaba haciendo su efecto, y el hombrecillo notó los primeros síntomas que precedían al abandono. Éste venía ya de camino, y no había nada que pudiera hacer sino salir a recibirlo lo más tarde posible, así que se quedó muy quieto a ver qué pasaba.

Muchos de los invitados se habían levantado de sus sillas para acompañar en el baile a las jóvenes discípulas de Hathor, entre ellos el propio Penhat, que era muy aficionado a tales divertimentos. Su señora esposa tardó poco en unirse a la danza, y empezó a seguir los pasos del baile de las danzarinas desinhibiéndose por completo. Su vaporoso vestido se pegaba al talle de forma sorprendente, y al ver aquellas nalgas poderosas que se le ofrecían con movimientos cadenciosos, Senu no se pudo sujetar más, pues a él también le gustaba bailar. ¿Acaso no habían salido los anfitriones a escena? ¿Acaso la mayor parte de los invitados no bailaba al son de los tambores? Pues no había nada malo en que él se les uniese.

Antes de que Hor se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, Senu ya se encontraba dando saltitos de acá para allá, siguiendo a la esposa del gobernador como si fuera un babuino en celo. Daba cabriolas y se movía como un ser vil y licencioso, tirando pellizcos a las bailarinas cada vez que pasaban por su lado. Como era gracioso verle, las jóvenes lo provocaban entre risas y gestos ciertamente procaces, algo que enloqueció al hombrecillo.

Hor se quedó de una pieza cuando observó cómo la bolsita donde Senu guardaba los dientes de oro colgaba de su cintura y se movía arriba y abajo haciendo sonar las pequeñas piezas de su interior como si fueran crótalos. Al reparar en ello, Mutnofret se le acercó meneándose sin ningún pudor.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó.

—Son mis ahorros, señora.

Mutnofret volvió a reír estrepitosamente, a la vez que acentuaba sus contoneos alrededor de Senu. Él, que apenas le llegaba a la altura de los pechos, observaba el movimiento de éstos como si viera una aparición divina. Con el sudor, el vestido se adhería a ellos, y los pezones se manifestaban en toda su plenitud. No existía habitante de los oasis orientales capaz de resistirse a tan espléndido reclamo.

La dama se dio cuenta enseguida de las ideas que se forjaban en el corazón de aquel hombrecillo tan simpático, y utilizando los pasos de baile empezó a moverse sin parar manteniendo una distancia prudencial.

Senu decidió que había llegado el momento de olvidarse de los buenos propósitos. Daba carreritas detrás de la señora mientras mostraba sus encías en lo que se suponían eran sonrisas y agasajos. Cuando pasaba cerca de ella saltaba sin ningún pudor para tocarle los exuberantes senos, pero no había manera. Mutnofret se escabullía lanzando carcajadas para seguir jugando al gato y al ratón.

—¡Es como Bes, es como Bes! —exclamaba la dama.

Mas lo peor estaba por llegar. Debido a la suculenta cena, y a los tres platos de garbanzos que se había comido, Senu empezó a sentirse indispuesto. Las carreritas que dio de un sitio a otro no hicieron sino acelerar el proceso, y de pronto el
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comenzó a experimentar los primeros síntomas de flatulencia. Pensó que como la música tenía un tono elevado, nadie se percataría de lo que ocurría; mas estaba tan enloquecido por meter mano a la esposa del gobernador, que tampoco él mismo reparó en lo que se avecinaba. Poco a poco los gases se fueron abriendo camino, y pasados los primeros momentos de timidez, se volvieron más atrevidos.

Entonces Senu tomó la determinación de acabar con aquello de una vez. Estaba borracho como un ánfora de vino del Delta, pero todavía podía distinguir la situación de las cosas, e incluso reconocer a los presentes. En ese instante notó que una mano se aferraba a su faldellín y tiraba de él como si lo quisiera sujetar. Se asía con tanta fuerza que él se debatía para zafarse sin poder conseguirlo. Al darse la vuelta, vio que era Hor quien tiraba de su prenda como si le fuera la vida en ello.

—Detente, detente. ¡Qué vas a hacer! —le decía.

Pero Senu era incapaz de escuchar a nadie. Entonces vio llegar de nuevo a la dama Mutnofret con sus movimientos enloquecedores, y sintió cómo la lascivia lo enardecía por completo. Haciendo uso de todos sus años de experiencia militar, realizó un movimiento de evasión y dio tan tremendo tirón que al punto se sintió liberado. Ya nadie podría oponerse a sus anhelos, pues corría en pos de la señora; libre al fin.

Justo en ese instante se oyó una estruendosa carcajada. Allí, en medio de la sala, Hor permanecía en el suelo con el faldellín de su amigo y la bolsa de los ahorros entre sus manos, y éste corría desnudo sin darse cuenta de su situación, pues tal era su enardecimiento. A la dama Mutnofret, al verle venir hacia ella de semejante guisa, como si fuera un pequeño demonio, le dio un ataque de risa que la hizo parar en su desenfrenada danza.

Senu vio entonces llegada su oportunidad; ahora su presa no se escaparía, era imposible. Sin embargo, todo se le torció en el último momento, como si los dioses, siempre bromistas, le hicieran una de sus habituales jugarretas a las que eran tan aficionados.

Ya se alzaba en el aire con un salto portentoso cuando su vientre se abrió y lanzó tal ventosidad, que todos creyeron que se había levantado una tormenta. Un estruendo digno de un gigante, pues parecía imposible que pudiera provenir de alguien tan pequeño; era algo inaudito.

Senu, en su desnudez, apenas fue consciente de nada, sólo que en su salto hacia la dama aquellos senos tan apetitosos se aproximaban hacia unas manos que, extendidas y anhelantes, se abrían y cerraban en un acto reflejo. Estaba tan cerca que ya podía sentirlos, y las carcajadas de su alrededor nada significaban. ¡Hathor bendita, ya eran suyos!

Mas en un abrir y cerrar de ojos todo terminó. Los dioses daban por finalizada la función, eso sí, entre risas y estruendosos aplausos. Unas manos fuertes como garras detuvieron al
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antes de que llegara a caer sobre la esposa del gobernador de Upi, sujetándole en el aire como si fuera un niño. Al ver que la señora se le escapaba, Senu empezó a dar alaridos y a mover sus piernecillas en el aire, y al estar desnudo, aquella escena fue causa de gran hilaridad, como no se conocía en Kumidi. La misma Mutnofret aplaudía encantada.

—¡Miradle, es Bes! —gritaba entre risas—. Los enanos traen la felicidad. ¡Hay que invitarle más veces!

Senu trató de deshacerse de las manos que lo aferraban, pero cuando comprobó quién era el que lo sujetaba, sus pataleos cesaron como por ensalmo y se encogió todo lo que pudo.

—Poco me he equivocado contigo, sodomita cananeo —le dijo Sejemjet mientras lo sacaba en volandas del salón—. Eres la perdición del regimiento. Jamás vi tanto vicio en un cuerpo tan pequeño.

Afortunadamente, Sejemjet había acudido en ayuda de Hor y había evitado una catástrofe. No quería ni imaginar lo que hubiera pasado de haber conseguido Senu su objetivo.

Al abandonar la residencia del
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todavía se escuchaba la ovación con que despedían al Bes reencarnado. Había sido una fiesta magnífica, y muchísimos años después todavía se recordaría aquel episodio en Kumidi.

* * *

A pesar de que la ira de Hor cayó sobre Senu hasta el punto de llegar a encerrarle en prisión, éste se hizo muy popular e incluso querido en toda la guarnición. Tal y como aseguraba Mutnofret, se trataba de un enano muy simpático, que sólo podía traer alegría y felicidad a las gentes de Kumidi, algo que obviamente no compartía Hor, que lo conocía bien.

Lo tuvieron incomunicado durante un tiempo, pero era tal la desazón del hombrecillo y el arrepentimiento que mostraba por lo ocurrido, que el
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permitió que le devolvieran sus ahorros para que pudiera custodiar su bolsita de dientes de oro.

—Gracias, gracias, gran sacerdote de Mut. Tu magnanimidad sólo es comparable con tu piedad —exclamó Senu cuando recibió la bolsa.

Afortunadamente todo había quedado en un episodio bochornoso que no había pasado a mayores. Penhat no lo había presenciado, ya que en aquellos momentos andaba por el jardín entablando conocimiento con una de las bailarinas, y la dama Mutnofret se había divertido de tal forma que ya estaba pensando en la posibilidad de volver a invitar a aquel remedo de Bes que tanto le gustaba. «Antes lo envío al corazón del reino de Mitanni», se dijo Hor al enterarse de este particular.

Mas en otro orden de cosas, la guarnición volvió a su rutina habitual de vigilancia por toda la provincia. Como nuevo portaestandarte, Sejemjet se encargaba de programar las misiones de patrulla mientras él permanecía en el campamento. Fue entonces cuando, una tarde, decidió acudir a Hor para que le resolviese un problema.

El problema no era otro que el papiro que le había escrito Nefertiry y que aún no había podido leer. Era un asunto que le atormentaba, y que se juraba resolver cada noche antes de irse a dormir. Sin embargo, las noches se habían hecho semanas y éstas meses, y aún no sabía qué decía la carta. Para alguien tan reservado como él no resultaba sencillo tomar aquella decisión, pero no había otra posibilidad a menos que Thot le insuflara sus conocimientos de forma milagrosa.

—Quiero que comprendas lo embarazosa que es para mí esta situación, y también lo delicada que resulta. Se trata de una carta privada en la que, seguramente, se transmitan emociones. —Me hago cargo —le había contestado Hor. —Pero aun siendo esto algo reservado, más lo es la identidad de quien la firma —señaló Sejemjet, circunspecto. Hor lo miró sorprendido, y le animó a continuar. —Prometo ante la diosa a la que honro que no saldrá de mis labios ni una palabra de las que te lea. No se me ocurre mayor ofensa para quien ha sido instruido en la Casa de la Vida que el divulgar aquello que el corazón ha escrito.

Sejemjet lo observó un instante; si había alguien en Egipto en quien pudiera confiar, ése era Hor, pues no tenía dudas de su honradez y rectitud.

—Me la dio el príncipe Amenemhat y viene firmada por su hermana, la princesa Nefertiry; o al menos eso espero —dijo en tanto le entregaba el rollo de papiro al sacerdote.

Éste lo cogió con semblante muy serio, y lo desenrolló con parsimonia hasta que quedó extendido.

—Ajá... Efectivamente, está firmado por la hija del dios —dijo Hor escuetamente como para sí. Luego miró a Sejemjet por encima del papiro, y carraspeó un poco antes de empezar a leer:

Tebas, primer mes de la estación de Shemu.

Quiera Hathor que cuando mi noble hermano, Amenemhat, hijo primogénito del Horus viviente, Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, te entregue esta carta, te encuentres bien y tu corazón salte de emoción tal y como hace el mío al escribirte.

Me llegan vagas noticias acerca de victorias y nuevas conquistas, que también envuelven tu nombre en un velo misterioso, y que alcanzan mis oídos cargadas de ilusión y de esperanza y también de una contenida angustia que subyace amenazadora y que me empuja a temer por ti sin que pueda evitarlo. Sin duda los dioses no son comprensivos en este particular y sólo me queda sufrir por ello, ya que Kemet es ahora tu dueño, y a él le debes confiar tu destino.

Más no existe mayor anhelo que el de que mis ojos puedan volver a verte. Que mis manos puedan recorrer tu cuerpo, y que mis labios alcancen a besar los tuyos para impregnarse con tu esencia que me persigue allá donde vaya, y que entra por cada poro de mi piel, por mi nariz, por las yemas de mis dedos.

Muchas noches regreso al lugar donde un día nos amamos y sueño con volver a estar entre tus brazos, con sentir tu mirada sobre la mía, tu cuerpo dentro de mí. En esos momentos enloquezco ante la impotencia que para mí significa tu ausencia, a la que es imposible que me acostumbre. Tú estás presente en cada minuto del día, como si mi corazón fuera un reloj de arena en el que se viertan los granos de tu ka. Entonces me invade la melancolía, y comprendo que me he convertido en una esclava de tu amor, que me tienes amarrada como los grandes templos amarran sus posesiones.

Sin embargo, me siento feliz de que sea así. Ya no concibo mi vida si no es para compartirla contigo, mi gran amor. Tú has abierto mis ojos ciegos, y has dado coherencia a una boca que era muda, y ahora no puedo renunciar a esa luz que has encendido en mi corazón. Todo lo demás poco significa para mí.

No obstante, me doy cuenta de las dificultades que cubren nuestro camino, y a veces llego a pensar que los dioses no están contentos cuando nos ven felices; que no hay peor cosa que ésa a sus ojos. Cada noche rezo a la amantísima Hathor, la única que puede ayudarnos, para que nos proteja, para que con sus conjuros mágicos deshaga todos los malos aspectos que pugnan por oponerse a nosotros. Aunque resulte mezquino, nuestra felicidad tiene enemigos que se mueven entre las sombras, más amenazadores que la Devoradora.

Pero Hathor triunfará y los mandará al lugar en el que merecen estar. La Dorada nos ayudará, estoy convencida de ello, y nos arropará con el manto que procura sólo a los que son dignos de ella. La señora de Dendera puede leer en nuestros corazones, como si nuestro amor estuviera escrito sobre agua clara. Sólo hay que mantenerse firmes y unidos para siempre.

Tú únicamente deberás cuidarte de los dardos de tus enemigos, de sus espadas y lanzas, del engaño y la traición, para que regreses en triunfo como el gran guerrero que eres. La Tierra Negra nunca tuvo un hijo mejor, y ella también nos ayudará.

Cuento resignada los días que faltan para que vuelvas, pues sé que cada noche quedará uno menos.

Aquí estaré esperándote, por siempre.

Tu gran amor, Nefertiry

P.D.: No trates de contestar a esta carta. Con ello sólo conseguiríamos alimentar a la Devoradora.

Cuando Hor acabó la lectura, ambos hombres permanecieron durante unos instantes mirándose en silencio, como si las palabras no fuesen necesarias o simplemente no tuviesen ningún sentido. El papiro era elocuente por sí mismo, y sólo la sorpresa que se adivinaba en la expresión del sacerdote podía ofrecer un atisbo de perplejidad, por otro lado comprensible.

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