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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (41 page)

Nada más llegar, el general dio orden a sus hombres para que tomaran posiciones defensivas y evitaran la confrontación directa contra las tropas que los esperaban al oeste de la ciudad. Había que aguardar al resto del ejército y Thutiy no quería bajo ningún concepto quedar en evidencia ante Tutmosis por tomar una decisión equivocada.

No obstante, permitió que se realizaran patrullas, y puso a Sejemjet al mando de las avanzadillas. Thutiy ya había coincidido con el portaestandarte en dos ocasiones junto al príncipe Amenemhat, y eso era suficiente para él. Si aquel bárbaro gozaba de la amistad del heredero al trono, no sería él quien se enemistara con el joven. Tenía en su poder la orden de ascenso firmada por el propio Djehuty, y no hizo sino darle cumplimiento.

Sejemjet se dio cuenta enseguida de que los mitannios no estaban dispuestos a plantarles cara. En varias escaramuzas, algunas partidas les hicieron frente para a continuación retirarse a posiciones más alejadas y esperar de nuevo. Sin duda estaban deseosos de ver las fuerzas que el faraón mandaba contra ellos, y mientras tanto se replegarían prudentemente, tal y como acostumbraban a hacer. Azuzarían a los príncipes locales y ellos esperarían.

El
tay srit
cortó algunas manos, aunque no fuera nada del otro mundo.

—Aquí estamos perdiendo riquezas. Por no tener, éstos no tienen ni dientes. Son más miserables que yo; Montu nos asista —se quejaba Senu—. Espero que el dios se presente pronto y podamos continuar nuestro avance. Con lo bien que estaba en El Edén de Hathor, matando apirus de vez en cuando. Qué puerca vida.

El dios de la guerra pareció escuchar las súplicas del hombrecillo. Al poco tiempo, Tutmosis y sus tropas se presentaron ante el campamento. Al ver la magnitud del ejército del faraón, y el calibre de la operación que planeaba, los mitannios se replegaron y dejaron al príncipe de Aleppo a merced del Toro Poderoso, que lo derrotó sin ninguna dificultad. Sus tropas saquearon Aleppo, y el botín conseguido fue motivo de alabanza para todos. Los escribas del templo de Karnak se frotaban las manos ante las buenas perspectivas que presentaba aquella campaña, en la que el clero de Amón había invertido bienes para sufragar los gastos. El Oculto animaba a extender las fronteras, y a cambio obtendría grandes beneficios. La guerra se había convertido en un negocio capaz de procurarle enormes riquezas.

Desde Aleppo, el ejército se encaminó hacia Karkemish, la importante plaza fuerte situada en la orilla occidental del Éufrates, junto a las montañas de Naharina.

Karkemish era una ciudad de capital importancia, pues delimitaba el área de influencia de los mitannios en el sur. Situada a unos cien kilómetros de Aleppo, dominaba un área natural por la que se podía vadear el río sin dificultad. Al otro lado comenzaba realmente el reino de Mitanni, que se extendía desde Nazi hasta el río Tigris, y por el sur hasta las proximidades de Aleppo. Su capital, Washshukanmi —literalmente «mina de riqueza»—, estaba situada en el valle del río Khabur y daba fe del acierto de su buen nombre. En realidad, los mitannios eran hurritas que se habían asentado en un vasto territorio entre el reino hitita y Asur, y que habían aprovechado los conflictos internos de los primeros, la debilidad de los segundos y la conquista de Babilonia por parte de los reyes cassitas, para extender su área de influencia por todo el norte de Siria. Su rey, Shaushatar, había tenido la audacia de saquear Asur y llevarse a su capital unas puertas de oro y plata de su templo. Este pueblo hablaba la lengua de los amorritas, y evitaba enfrentamientos que no pudiera ganar. Por ello, cuando vieron que el ejército de Tutmosis avanzaba hacia Karkemish, pensaron que lo mejor sería incordiarle sin presentar batalla, y retirarse hasta el otro lado del Éufrates, donde podrían combatirlos con la ventaja que les proporcionaba su territorio.

Entre las tropas del dios existía una calma tensa, y también una cierta decepción al no poder enfrentarse al enemigo. Éste los rehuía una y otra vez y apenas les habían causado bajas.

A Sejemjet, el hecho de no tener en quien sentar la mano le enervaba irremediablemente. Era capaz de oler la sangre dispuesta a ser derramada, y ello le producía una especie de embriaguez que lo transformaba en un hombre irascible y poco dado al diálogo. Además, su espíritu, o lo que pudiera aflorar de él en ese momento, se encontraba desasosegado, y poco podía ayudar a su corazón de granito.

El hecho de que el príncipe Amenemhat formara parte del ejército de su padre había venido a causarle semejante desazón, pues pensaba que quizá tuviese noticias de su amada, la inalcanzable Nefertiry. Aquel calificativo se había instalado en su alma sin querer desde hacía algún tiempo. Habían pasado casi dos años desde la última vez que se vieran; demasiado tiempo para quien no había conocido más amor que aquél. Cada noche, cuando la imagen de la princesa se le presentaba en su corazón, él terminaba por resignarse a su suerte. A veces pensaba que semejante visión formaba parte de un sueño pasado, y que habría de convertirse en algo tan etéreo como el aire que respiraba.

Hor había sido claro con él, y eso hacía que a veces cayera en la desesperación y el desánimo. Era en esos momentos cuando veía a la princesa como una quimera inalcanzable; o acaso fuera un soplo con el que el más noble de los sentimientos lo había hechizado.

Mas, indefectiblemente, sus dedos buscaban el anillo que ella le regalara antes de separarse, y se lo llevaba a los labios con ternura, tratando de captar a través del lapislázuli la esencia de su amada. ¿Cómo se encontraría? ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Se acordaría de él? Eternas preguntas que los enamorados siempre se formularían, incluso mucho después de que su tiempo se hubiera cumplido.

Sin embargo, el príncipe no había demostrado ningún interés en hablar con él. Cierto era que los escuadrones de carros habían estado muy ocupados persiguiendo a los enemigos que hallaban a su paso, aunque también pudiera ser debido a la presencia de su padre. La figura del dios imponía; a pesar de su pequeña estatura, el poder que irradiaba desde su carro de electro parecía provenir de su naturaleza divina. Junto a él, su inseparable Mehu se convertía en el brazo ejecutor, el nexo de unión entre el faraón y los simples mortales. Él estaría enterado de todo lo que ocurría en el campamento, hasta del más mínimo detalle. Quizá fuera ése el motivo por el que Amenemhat no había hablado con él, o simplemente no tuviera nada que decirle.

Sejemjet se aferraba a la esperanza, y ansiaba tener en sus manos otro papiro repleto de palabras de amor. El que obraba en su poder había llegado a aprendérselo de memoria, y estaba seguro de que con los avances que había hecho en sus estudios, podría leer el próximo por sí mismo, sin compartirlo con nadie.

* * *

La guerra volvió a convertirse en el centro de atención de Sejemjet. Quizá porque de esta forma daba salida a toda su frustración, o porque su horror ya formaba parte de él. Cuando las tropas egipcias llegaron a Karkemish, enseguida asediaron la ciudad. El ejército mitannio había cruzado el Éufrates, y esperaba en el interior de las tierras orientales a las huestes del faraón. De nuevo el Horus Dorado hizo gala de sus grandes dotes de estratega y decidió que lo más conveniente sería cruzar el río por el sur, en vez de vadearlo en una zona tan poco protegida como era aquélla. Así fue como ordenó a todos sus ingenieros que ensamblaran los barcos que traían desmontados, y sus hombres demostraron una vez más el alto nivel de organización que tenía el ejército de Tutmosis. Asombrada ante aquel alarde desconocido por los tiempos, la guarnición de Karkemish no tardó en rendirse, apelando a la gracia del faraón. Éste se mostró piadoso con las almas de sus habitantes, aunque no renunciara al gran botín que guardaba la ciudad.

Cuando la flota estuvo lista, el dios embarcó a sus soldados y se dispuso a cruzar el Éufrates. El río se llenó de barcos con las insignias propias del país de Kemet, ofreciendo una estampa que nadie había visto jamás. Las aguas se abrían al paso de aquellas naves que parecían impulsadas por el soplo de sus más de dos mil dioses. Un hálito capaz de llevarlos a la otra orilla, y ante el que el ejército mitannio se quedó estupefacto. Desde el margen opuesto veían cómo los barcos del faraón avanzaban hacia ellos surcando las aguas plácidamente, confiados en sus propias fuerzas, pues se sentían invencibles. ¿Acaso no iba Amón al mando de la flota? ¿Acaso no era Set quien encabezaba las naves?

Cuando los mitannios salieron de su asombro, la vanguardia de la flota enemiga se encontraba próxima. Eran las enseñas de la división Set las que flameaban con la suave brisa, y desde los puestos más avanzados, sus enemigos podían distinguir ya los escudos con los chacales pintados de negro que tan bien conocían. Los hijos del dios de los muertos venían por ellos, y todos sintieron temor.

Fue entonces cuando decidieron recibirlos como se merecían, y a una orden el cielo se oscureció como por ensalmo. Miles de saetas volaron hacia la avanzadilla de la flota para barrer las cubiertas de las primeras naves. Se escucharon sonidos de trompetas y tambores, que ordenaban ponerse a cubierto, y todos se escondieron bajo sus escudos lo mejor que pudieron mientras apretaban los dientes y se encogían, rezando para no ser alcanzados. Mas la lluvia resultó devastadora, y muchas de las flechas atravesaron las tres planchas de madera que conformaban cada escudo para hacer blanco en los soldados. Se oyeron los primeros gritos de los heridos, y también los del terror que precede al desastre.

Sejemjet se protegía agazapado, en tanto era testigo de la masacre. Aquello pintaba mal, y a no ser que sus arqueros respondieran al ataque, no llegaría nadie vivo a la otra orilla. Gritó como un poseso, dando órdenes a los nubios para que dispararan, pero éstos estaban parapetados y no se atrevían a asomar sus cabezas. Entonces Sejemjet se dirigió hacia ellos, y apoderándose de uno de los arcos se aprestó a disparar, ignorando las flechas que silbaban junto a él.

Los nubios se quedaron mudos ante aquel alarde de desprecio a la muerte, y enseguida reaccionaron como si Montu los empujara con su furia guerrera. Enardecidos, se pusieron en pie y comenzaron a disparar al enemigo entre vítores y gritos de ánimo. Ellos eran los mejores arqueros sobre la Tierra, y aquella chusma asiática no los cazaría como si fueran conejos.

Ya próximos a la orilla, Sejemjet observaba cómo un grupo de mitannios corría hacia ella para tomar posiciones, cuando de repente la embarcación chocó contra algo para encallar sin remedio.

—¡Bajíos! —gritó alguien, al tiempo que hacía señales ostensibles al resto de la flota—. Debemos abandonar la nave o nos acribillarán.

Sejemjet lanzó un exabrupto, y enseguida dio órdenes para que lo siguieran. La orilla se encontraba cerca, y si se quedaban en la nave serían un blanco fácil para los arqueros hurritas. Debían ganar la ribera cuanto antes.

Todos los que pudieron se tiraron al río, pues a los que no sabían nadar pocas alternativas les quedaban. Con el escudo colgado a la espalda, Sejemjet cubrió la distancia que los separaba de la ribera seguido por sus hombres. Él era un buen nadador, pero el resto de los soldados hacía lo que podía. Senu nadaba como los perros, aunque su única preocupación fuera que no le entrara agua por la nariz. El portaestandarte fue el primero en alcanzar la orilla, y la escena que presenciaron todos los que iban detrás de él pasaría a los anales del ejército del dios.

Con el escudo en una de sus manos y la
jepesh
en la otra, Sejemjet salió del río como si fuera una aparición venida del Inframundo. El diablo había llegado a Mitanni, y surgía de las aguas como una creación del mismísimo Atum, salida del Nun, el caos primordial, convertida en un ser tan colérico como el temible Set.

Chorreando agua, su imponente figura ponía el pie en la tierra de los hurritas ante la mirada atónita de éstos, que veían cómo aquella suerte de semidiós encarnado avanzaba hacia ellos resuelto a llevárselos al infierno. Y cuando próximo a donde se encontraban repararon en las cicatrices que cubrían su cuerpo y en la terrible expresión de su rostro, se estremecieron, pues fueron conscientes de que la muerte avanzaba con aquella aparición. Había algo macabro en su figura que les producía una inevitable fascinación. La de la fuerza desmedida, la de la inagotable ira o quizá, simplemente, la del poder sobre las vidas ajenas. El dios guerrero que salía de las aguas del Éufrates venía dispuesto a llevarse sus almas, y esa misma noche arderían todos en el infierno.

Sejemjet partió en dos con la
jepesh
al primer mitannio que salió a su encuentro, y acto seguido abrió el cráneo del que se encontraba más cerca. Entonces ocurrió lo acostumbrado: la mayoría de sus enemigos salieron corriendo a posiciones más retrasadas, como siempre hacían. Sólo los que se hallaban próximos al egipcio se quedaron donde estaban, pero en vez de alzar sus armas contra él las arrojaron al suelo y se tendieron de bruces implorando su perdón a gritos. En ese instante comprendió Sejemjet que la lucha terminaba y lanzó un alarido desgarrador, como nunca aquellos infortunados habían escuchado, pues ya no había sangre con la que aplacar su cólera.

Las tropas mitannias huyeron hacia el interior de su reino, invitando al faraón a seguirlos. Más éste sabía mejor que nadie que su campaña había finalizado. Jamás se adentraría en un territorio tan vasto como el que tenía enfrente. El Éufrates constituiría una buena frontera para Kemet, que ahora era dueño y señor de toda Siria.

Así, todo su ejército volvió a cruzar el río y se dirigió hacia Karkemish. En las cercanas montañas de Naharina, Tutmosis III levantó una estela conmemorativa junto a la que un día había erigido su abuelo, Tutmosis I. Menjeperre, el Toro Poderoso, había sido el primer dios de la Tierra Negra en cruzar el Éufrates y en hacer huir al vil asiático hasta los confines de su reino. De tal forma lo hizo constar, grabado en la piedra para que los pueblos supieran quién era Su Majestad y cuáles sus hazañas.

En ellas no se hablaría de sus valientes, ni de sus gestas, pues sólo en el faraón estaba el verdadero poder, pero durante muchos años se recordaría la historia del guerrero surgido de las aguas. Él fue realmente el primero que puso su pie sobre Mitanni, aunque su nombre se perdiera para siempre.

La euforia desbordaba el corazón del faraón. Nunca en la milenaria historia de su pueblo había existido un dios como él. Ahora dominaba Upi, Retenu, Amorru y Naharina. Desde el Neguev hasta el Éufrates, y desde los yermos desiertos orientales hasta el litoral, Siria formaba parte del imperio que un día comenzara a perfilar Ajeperkare, y que él se había encargado de conquistar. Egipto era ahora tan rico que las arenas del desierto que rodeaban sus necrópolis podían cubrirse de oro. Era el momento de honrar a los dioses, y también de recordar a su abuelo, por el que sentía una gran admiración. Una vez también él regresó victorioso a Egipto, aunque sus conquistas no hubieran sido consolidadas. En su viaje de vuelta a la Tierra Negra, Tutmosis I se había detenido en Niya para cazar animales salvajes, y eso mismo fue lo que decidió hacer su nieto. Tutmosis III emularía a su ancestro organizando una de las mayores matanzas de animales de la Historia.

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