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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (37 page)

—Bueno —dijo Senu, sin ocultar ya su satisfacción—. Habría estado bien que hubiese podido dedicarme a la recaudación de impuestos. Les hubiera sacado hasta el último
quite
a todos esos cabrones, ji, ji, ji. Hetepni. Un gran nombre, sin duda. ¡Quién sabe, puede que lo cambie por el que tengo!

Y dicho esto se despidió muy contento, repitiendo una y otra vez el nombre del recaudador.

* * *

Aunque el banquete que ofrecía Penhat en su residencia no pudiera asemejarse a los que acostumbraba a disfrutar en Tebas, se cuidaron todos los detalles para que los invitados se sintieran como si se encontraran en casa. Tanto la comida como el servicio se organizaron con arreglo a las costumbres egipcias, pues aquel día más que nunca se pretendía que el país del Nilo estuviera presente en todos los corazones.

Los anfitriones recibieron a sus invitados a la puerta de su residencia. Algunos príncipes locales, autoridades y sobre todo funcionarios y cargos egipcios allí destinados fueron saludados, uno por uno, como era norma habitual entre la alta sociedad tebana, agradeciéndoles su presencia. Penhat y su esposa estaban contentos por la recepción que iban a ofrecer, y así se lo transmitían a todos; era una velada en la que debían sentirse felices.

Hor, Sejemjet y Senu esperaron pacientemente en la cola para ser recibidos. El protocolo exigía un orden establecido en tales ocasiones, y los tres amigos aguardaron a que les llegara su turno. Cuando los dos primeros se hallaron ante los anfitriones, éstos los saludaron con afecto.

—He aquí dos hombres rectos y comprometidos con el
maat
—señaló Penhat—. Hoy os felicito en nombre de la Tierra Negra y os agradezco vuestra asistencia.

Hor, que por fin se había podido afeitar el cuerpo como correspondía a su rango, vestía una túnica de lino de un blanco inmaculado, y unas sandalias de cuero del mismo color. Parecía otro, y toda la espiritualidad que indudablemente poseía se realzaba hasta hacerle parecer un hombre santo.

—Mut te guarde, noble Hor, nos honras con tu presencia —le dijo Penhat.

A Sejemjet también lo acogieron efusivamente, pues la asistencia de un poderoso guerrero como él suponía todo un privilegio. Tras ellos le llegó el turno a Senu, que incluso se había perfumado para la ocasión y despedía un exagerado olor a alhelíes. En cuanto lo vio, la esposa del gobernador dio un grito de alborozo, y hasta batió palmas.

—¡Un enano! —exclamó jubilosa, ya que los enanos eran muy apreciados en el Alto Egipto, pues se pensaba que procuraban suerte—. Los dioses nos asistan por procurarnos tanta suerte. ¡Un enano en nuestra fiesta!

—No soy un enano, señora —replicó al instante Senu—, sólo soy bajito.

—¡Qué enano más gracioso! —explotó Mutnofret entre ruidosas carcajadas—. Es una suerte que asista a nuestra celebración. Los dioses nos dan su favor, querido. ¿Cuál has dicho que es tu nombre?

—Senu, señora. Me llamo Senu, aunque algunos me conocen como Hetepni, y soy
w'w
de la unidad conocida como «los guerreros de Anubis», dentro de la división Set. Seguramente habrás oído hablar de nosotros. Cortamos más manos y miembros que nadie.

Hor se quedó petrificado, y Sejemjet tuvo que hacer esfuerzos por no sacarle de allí a patadas.

—«Los guerreros de Anubis» —murmuró la dama—. Qué nombres tan graciosos ponéis a vuestros regimientos. A mí nunca se me hubiera ocurrido.

Senu, que estaba muy en su papel de huésped cortés, se mantuvo tieso como una vela, salvo para hacer reverencias a la señora, a la que no dejaba de mirar el generoso escote que apenas cubría sus senos. Como ésta llevaba un vestido de finas transparencias que caía desde uno de sus hombros, sus poderosas formas resaltaban sobremanera, aunque Senu se cuidara mucho de relamerse, algo que era muy dado a hacer.

—Sé bienvenido a nuestra casa, viva reencarnación del divino Bes —indicó la dama—. Los dioses nos honran con tu presencia. Cuánta alegría, cariño. ¡Tenemos un enano en casa!

Ya dentro de la residencia del gobernador, Hor previno al hombrecillo otra vez.

—¡Estás loco! Cómo se te ocurre decir que te llamas Hetepni. Mantén la boca cerrada o nos buscarás un problema.

—Es que he decidido cambiarme el nombre. Puede que lo haga oficial después de la cena —dijo Senu muy serio.

—No te lo advertiré más. Como organices algún escándalo, el Amenti se abrirá para devorarte —le avisó Hor.

—Descuida, oh, sabio entre los sabios. No tenéis de qué preocuparos; soy un hombre nuevo.

Sejemjet lo fulminó con la mirada. Con Senu no había nada que hacer.

Se sentaron en pequeñas mesas de cuatro comensales, repartidas por el gran salón de la casa que daba a una terraza con jardín. Hor se entretuvo hablando un momento con el escriba adjunto al gobernador, y Sejemjet hizo un aparte con Penhat, que parecía confiarle algo. Cuando ambos fueron a acomodarse, descubrieron que Senu ya había tomado asiento en la misma mesa en la que se hallaban el
seshena-ta
y su esposa, y se quedaron lívidos. Aquel hombrecillo era capaz de cualquier cosa. Cuando se acercaron para llevárselo de allí, Mutnofret se negó en redondo.

—¡De ninguna manera! —exclamó la señora—. No todos los días se tiene la suerte de cenar con un enano. Esta noche se sentará a nuestra mesa, ¿verdad, querido?

—Lo que tú digas, cariño —contestó éste, resignado.

—Qué gran honor te hacen, Senu —se apresuró a decir Hor—. No existe mayor favor que puedas recibir. Lo que yo daría por estar en tu lugar.

Penhat puso un gesto de sorpresa.

—¿Cómo? Eso tiene fácil solución, pues deseaba que compartieras nuestra mesa. No hay nada más agradable que poder conversar con una persona tan santa e instruida como tú; y además eres paisano nuestro.

—Gracias, gracias, poderoso
seshena-ta
—señaló Hor más aliviado, pues al menos así podría controlar a Senu.

Pero en esto estaba muy equivocado. A aquel tipo no había quien lo controlara, como enseguida pudo comprobar. Bien pronto se le olvidaron los buenos propósitos, y mucho antes las recomendaciones que había recibido del sacerdote.

Al principio Senu se sentó muy formalito junto a Mutnofret, pero al ver que le daba confianza empezó a desinhibirse.

—De haber sabido que teníamos un enano en la guarnición, te hubiera llamado hace tiempo —apuntó la dama—. Qué le vamos a hacer, al menos hoy disfrutarás como mereces de esta celebración.

—Me parece muy bien, señora —dijo Senu, que ya había fijado su mirada en los suculentos platos que adornaban la mesa.

—Todas son recetas de nuestra tierra. Espero que sean de tu agrado.

—Al soldado Senu le gusta comer de todo —intervino Hor para intentar poner freno a lo que se temía—. Imagina, noble señora, que está acostumbrado a las mayores privaciones.

—En eso tiene razón el
sesh mes;
hambre paso mucha. Es lo que tiene mi profesión.

Hor cerró los ojos inconscientemente, y pensó que era mejor mantener la boca cerrada.

—Ja, ja, ja. Qué gracioso es este enano. Pues hoy comerás cuanto quieras. Y no te preocupes por la etiqueta, que nosotros nos hacemos cargo —le confió dándole unos golpecitos amistosos en el antebrazo—. ¿Te gustan las codornices rellenas? —preguntó a la vez que señalaba uno de los platos. A Senu se le hizo la boca agua—. Tienen carne picada con cebolla, pimienta y sus menudillos, aunque quizá prefieras el guiso de conejo; está bien dorado, y mi cocinero prepara la salsa con ajos, cebolla y un vasito de vinagre.

Al veterano se le iban los ojos sólo de escuchar lo que le decían, mas permaneció quieto, tal y como había prometido.

—Aquel plato de allí es una pasta de garbanzos con ajos triturados y aceite de oliva, pero seguro que lo que más te va a gustar son los huevos dorados de codorniz y la brocheta de cordero, aunque como verás tienes donde elegir, pues hay empanadillas de carne, de queso y palomos asados rellenos de pasas.

Ante tales palabras, Senu parecía hipnotizado y se quedó con la vista fija en aquellos manjares, sin poder decir nada.

Hor, mientras tanto, había entablado una larga conversación con el gobernador de Upi acerca del emergente culto al dios Jonsu en detrimento del dios lunar Iah, que le mantenía ajeno a lo que decía la señora. Ésta hizo una señal inequívoca a uno de los criados, que se aproximó con un ánfora.

—¿Bebes? —quiso saber la dama.

—Apenas —contestó Senu muy serio—. Soy hombre de pocas necesidades, aunque por cortesía aceptaré una copa, desde luego.

—¡Qué educado que es este enano! Ja, ja, ja. Traedme más vino, que esto hay que celebrarlo.

El hombrecillo se bebió la copa que le ofrecían como si fuera agua de las cercanas montañas, y acto seguido hizo señas para que le pusieran más.

—Así debe ser, noble enano. Un día es un día —le animó Mutnofret—. Pero ¿no comes? Come, come sin miedo.

Senu parpadeó como saliendo de su particular trance, y con gran delicadeza cogió una brocheta de cordero.

—¿Está buena? —preguntó la señora mientras se comía una empanadilla de queso.

—Deberías felicitar a tu cocinero —contestó el hombrecillo, todavía guardando las formas—. Es difícil superar un plato como éste.

—Cuánto me alegra oír esas palabras. Qué educado eres...

—Senu. Me llamo Senu, aunque hay quien me llama Hetepni. ¿Has oído alguna vez ese nombre?

Mutnofret lo miró sorprendida, y pareció interesarse por el asunto.

—¿No es ése un hijo de Ken, el sumo sacerdote de Mut en Tebas?

—Me temo que de sus padres sepamos poco, si me permites el atrevimiento —explicó Senu en tanto comía ya a dos carrillos—. El tal Hetepni murió hace casi mil años, pero era un hombre recto y con un gran dominio de las cifras, tal y como soy yo, ¿sabes? Por eso me llaman así.

—¡Esto sí que es un descubrimiento! Un hombre tan serio y con esas facultades debería ser recaudador de impuestos. Tengo que decirle a mi marido que piense en esa posibilidad.

—No se me escaparía ni un
deben
—aseguró el hombrecillo en tanto apuraba su tercera copa—. Por cierto, señora, que este vino es un elixir sin igual.

—¿Te gusta? Qué alegría me das. Es de los oasis, y está endulzado con miel del Bajo Egipto. Es uno de mis preferidos.

—Pues he de felicitarte encarecidamente por tu buen gusto —apuntó Senu, que atacaba ahora un plato de pasta de garbanzos.

—Y dime, ¿cómo te las arreglas para comer si casi no tienes dientes? —preguntó la dama, que ya estaba más que alegre.

—De mala manera, como puedes figurarte. Pero a fuerza de pasar necesidad, mis encías se han fortalecido de tal forma que son capaces de masticar lo que les echen.

—¡Qué barbaridad! Menudas penurias has tenido que padecer. Bebe, bebe sin miedo conmigo.

Luego la conversación se dirigió hacia otros derroteros.

—¿Y por qué os llaman «los guerreros de Anubis»? —quiso saber Mutnofret.

—Se debe a la estrecha relación que mantenemos con esa divinidad. Le damos trabajo todos los días, ¿comprendes?

La mujer abrió los ojos emocionada.

—Debe de ser una experiencia un tanto desagradable.

—Es cuestión de acostumbrarse. Como todo en la vida.

En tanto hablaba, Senu no paraba de comer. Aquella señora era muy amable, y los invitados a aquel banquete hablaban y reían de forma natural. Nada que ver con el cuadro que le había pintado el remilgado de Hor, todo había resultado una exageración.

—Lo peor ha de ser el tener que cortarle luego las manos.

—No creas, noble señora —dijo Senu con rotundidad mientras devoraba un palomo—. Si tienes cuidado al cortarlas, no hay nada que temer.

—¿Y has amputado muchas? —preguntó Mutnofret, relamiéndose por el morbo que le producía ese tema.

—No podría decirlo con seguridad. Debes tener en cuenta que soy un
menefyt.
Llevo toda mi vida en el ejército, y eso da para mucho.

—Al menos dime una cifra.

—Bueno, ya que eres tan generosa y amable —dijo tras hacer una pausa para beberse otra copa de un trago—, yo aventuraría que unas mil.

—¿Mil? No puedo creerlo, ¿estás seguro?

—Mano arriba, mano abajo, por ahí debe de andar la cosa —aseguró Senu, al que gustaba pavonearse a la primera oportunidad—. Claro que justo es reconocer —prosiguió— que parte de ellas pertenecen al gran Sejemjet, el hijo de Montu. —Mutnofret lo miró boquiabierta—. Comprendo que te parezca extraño, pero créeme, ese hombre está emparentado con el dios de la guerra.

—No es posible.

—Yo le he visto obrar milagros con mis propios ojos. Siega las vidas como si recolectara trigo en los campos de Tebas. Es un espectáculo verlo. Te lo digo yo.

Mutnofret apuró su copa
y
volvió a llenarse otra al momento. Hacía rato que empezaba a sentirse desinhibida, y las historias de soldados la excitaban muchísimo.

—¿Es verdad eso que dicen que se cortan miembros como si fueran manos?

—Completamente —confirmó Senu, que continuaba comiendo como si nada—. Yo he cortado unos cuantos, te lo aseguro.

—He oído que algunos están erectos al emascularlos.

—Sí, señora, es cierto. —Mutnofret dio un respingo y se tocó el pecho—. De toda la vida los grandes guerreros sufren erecciones mientras combaten. Ahora que nos obligan a ponernos las protecciones genitales no resulta fácil verlo.

—Entonces es cierto...

—Te lo garantizo, ji, ji, ji.

Mutnofret lanzó una carcajada.

—No me equivoqué al compararte con Bes; eres igualito.

—Tampoco hay que exagerar. He de reconocer que sufro buenas erecciones, pero son poca cosa si las comparamos con las del hijo de Montu.

—¿Te refieres a Sejemjet?

—Al mismo. A veces le gusta pelear desnudo, y es todo un espectáculo, como antes dije.

Mutnofret se volvió a beber la copa de un trago, y Senu observó cómo la señora empezaba a hacer cosas raras con los ojos
.
Pero el seguía como si nada. De repente, la dama se levantó y dio un grito a los músicos
.

—¡Que suene la música! ¡Traed más vino! Hoy quiero estar contenta.

Dicho y hecho. La música comenzó a sonar por toda la residencia al ritmo de los tambores, crótalos y gargaveros, mientras unas jóvenes bailarinas iniciaban una serie de bailes provocadores de mesa en mesa. Los asistentes al punto acompañaron el ritmo con sus palmas en tanto admiraban aquellos cuerpos gráciles y deseables. El gobernador Penhat no pudo ocultar su afición por las jovencitas, y enseguida terminó su conversación con Hor para centrarse en aquellas beldades que Hathor les regalaba.

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