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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (32 page)

BOOK: El hijo del desierto
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El dueño, que conocía la catadura de aquellos tipos, le aseguró que no tenían por qué preocuparse y que siempre quedarían satisfechos.

—Ah, y cambia las mujeres con frecuencia, pues tampoco es cuestión de que nos sintamos en familia —le dijo Senu muy serio.

Con tales premisas, ni que decir tiene que el negocio prosperó en poco tiempo. El cananeo trataba con deferencia a sus clientes y les permitía algunas licencias de vez en cuando. El Edén hizo honor a su nombre y todos se sintieron mejor que en casa.

Sejemjet, que estaba aburrido de aquella rutina, recriminaba con frecuencia a su rendido acólito.

—Eres más vicioso que un sodomita cananeo —le dijo a Senu una tarde en la que el hombrecillo no había parado de hablar de fornicaciones.

—Sí. En eso he de reconocer que tienes mucha razón, pero qué quieres, oh, reencarnación divina, así es mi naturaleza y a mis años es difícil que cambie.

Con el tiempo, Senu se había vuelto más osado y en ocasiones su tono podía resultar burlón y hasta ofensivo para Sejemjet, que ya había tenido que aplicarle un correctivo en un par de ocasiones, colgándolo por los pies de un árbol durante una noche. Eso había dado buenos resultados, aunque a la menor ocasión, Senu amenazaba con desmandarse.

—Tu naturaleza es de lo peor que he conocido nunca, vil remedo de Bes —le replicó Sejemjet.

—Claro, es que yo soy humano, no divino como tú, si me permites que te lo diga. —Sejemjet lo fulminó con la mirada, y Senu hizo un movimiento reflejo apartándose, como quien va a recibir un golpe. Con los ojos muy abiertos y una sonrisa desdentada, trató de congraciarse—: Tú no tienes debilidades debido a tu pacto con Montu. Así resulta fácil no tener necesidades. Pero yo que soy de carne y hueso no puedo refrenarme. El pecado nació conmigo, así que te pido que seas indulgente y no vuelvas a castigarme otra vez, ni me cuelgues de un árbol como si hubieras cazado un antílope.

—¡Ammit devore tu lengua! —gritó Sejemjet, harto de tanta verborrea—. ¡Deberías haber sido escriba! —Y a continuación le dio un coscorrón en la cabeza.

—¡Contén tu furia! —exclamó Senu, horrorizado—. Recuerda que los dioses poderosos son los más piadosos. —Luego se soltó de su mentor y salió corriendo, dando alaridos como si lo persiguiera algún súcubo—. Sé piadoso —gritaba—. No soy más que un hombrecillo.

Así fue como pasaron los primeros meses en Kumidi. Abundancia, ociosidad, y un gobernador a quien le parecía de perlas que todo discurriera de aquella forma. Buenos principios, sin duda, aunque como siempre suele ocurrir en semejantes ocasiones, las cosas terminaran por complicarse.

Ocurrió que una remesa de reclutas se presentó un día en el acuartelamiento de Kumidi. Eran soldados de leva, enviados desde Egipto para que ayudaran en las labores de vigilancia de los territorios y de paso fueran instruyéndose con los soldados veteranos. Como siempre que ocurría algo así, Senu gustaba de hacerles burla y escarnecerlos si era posible.

—¡Bienvenidos al Inframundo, cabrones! —les gritaba a la vez que les mostraba sus encías desdentadas.

Los nuevos soldados fueron repartidos entre todas las unidades. A Sejemjet le correspondieron cinco, y tuvo la idea de que Senu se hiciera cargo de ellos para así tenerlo ocupado con alguna responsabilidad que le alejara por unas horas de El Edén de Hathor.

—Te hago responsable de los nuevos reclutas, ¿me entiendes? Debes mostrarles lo que se espera de ellos. Ah, y que no se te ocurra aficionarlos a tus vicios.

Ésta había sido la conversación, y a fe que Senu se tomó en serio su nuevo cometido. Casi al alba salía con los soldados de marcha y les enseñaba los movimientos que debían realizar en el combate y también a reconocer las órdenes del trompetero.

—Si no mantenéis la formación, moriréis sin remedio —les decía muy serio—. Sólo si estáis agrupados cubriréis vuestras espaldas.

Éstas y otras muchas explicaciones les dio Senu a sus pupilos. El hombrecillo no perdía ocasión para pavonearse ante ellos y jactarse de esta o aquella victoria. Se sentía otro hombre, sin duda, e incluso se le olvidó durante un tiempo el acudir a visitar a su amigo cananeo.

Una tarde, tras haberles enseñado cómo protegerse debidamente con el escudo, Senu se sentó junto a uno de los reclutas que no paraba de lamentarse con la cabeza. Era uno de los más inútiles del grupo; de lo peor que había visto en su vida.

—Soy hombre muerto, no tengo la más mínima posibilidad de sobrevivir —decía todo compungido. El veterano lo miró con curiosidad mientras asentía comprensivo, pues había que reconocer que aquel soldado tenía razón: iba a durar más bien poco—. Me temo, oh, gran guerrero, que ni mil ofrendas a Jonsu serán suficientes para que me libre de acompañar a Anubis a la Sala de las Dos Verdades. Y lo peor es que no existe una solución ante semejante perspectiva.

—Está la cosa difícil, sin duda —le dijo Senu haciéndose cargo de su pesar.

—Y todo por coger un camino equivocado. Es curioso lo que puede cambiar la vida de un hombre si se escoge un mal camino —se lamentó de nuevo.

—Eso mismo me repite el hijo de Montu cada día, aunque yo no le hago mucho caso —señaló Senu.

—¿El hijo de Montu? —inquirió el soldado con una expresión de absoluta perplejidad.

—En persona. Es una especie de reencarnación, ¿sabes? Aunque tú te cuidarás de llamarle así; sólo a mí me lo permite. Para ti será Sejemjet, o mejor gran Sejemjet.

El pobre hombre no comprendía nada, y de nuevo movió la cabeza para continuar con sus lamentaciones.

—Yo venía de Abydos, de visitar el templo del divino Osiris, cuando fui atropellado de la manera más vil que quepa suponer. Imagínate, un peregrino que regresa de visitar tan santo lugar y que es asaltado por soldados sin escrúpulos y forzado a incorporarse al ejército sin atender ninguna de sus súplicas.

—Suele ser lo habitual.

—¡Pero yo soy un
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un sacerdote purificador, un hombre santo! —exclamó mesándose los cabellos—. ¡Soy incapaz de levantar una mano contra nadie! ¿Cómo es esto posible? Mírame, ni siquiera me han permitido afeitarme debidamente, tal y como corresponde a mi rango. Ahora estoy impuro, y para colmo los piojos se han aprovechado de mi cabello.

Senu le miró la cabellera en un acto reflejo. Aquel tipo de cosas solían ocurrir con frecuencia. Si caías en manos de las levas, era muy complicado librarse de ellas. Una vez en el cuartel, los escribas enrolaban a los desdichados reclutas sin atender sus ruegos, ya que estaban acostumbrados a oír pretextos de todo tipo. Él conocía de primera mano cómo era el procedimiento, y hasta había participado de él en alguna ocasión atrapando incautos.

—¡Y todo por no seguir la vereda que discurre junto al río! —continuó el desdichado sacerdote.

—Así es la vida, hermano. Está claro que los dioses han decidido que escojas otros caminos —añadió Senu.

Aquella ocurrencia le causó una gran hilaridad al propio hombrecillo, que se daba palmadas en los muslos en tanto enseñaba sus encías.

—No es cosa de risa, noble guerrero. Mira mis pies, están destrozados por las caminatas y para colmo de males no tengo sandalias. Me las robaron al poco de llegar al cuartel. Un sacerdote sin sandalias, menudo pecado.

—Es lo más natural —respondió Senu como si nada.

El sacerdote puso la cabeza entre sus manos y pareció desesperado.

—Madre Mut, apiádate de mí. Haz que la luz alumbre sus corazones y se ponga fin a esta desgracia.

Senu se quedó boquiabierto.

—¿Madre Mut? ¿Ése es el clero al que perteneces?

—Al mismo. Sirvo a la sagrada esposa del dios Amón desde hace muchos años. ¡Más de diez! Tengo responsabilidades que no puedes ni imaginar. ¡Figúrate que cumplo labores como sacerdote hieróforo!

—¿Hieróforo? Nunca escuché una palabra igual en mi vida.

El recién llegado hizo un gesto de fastidio.

—Los hieróforos son los sacerdotes encargados de los objetos sagrados en las ceremonias del culto. Son los únicos que conocen las doctrinas sagradas, y también los que deben ocultar de las miradas indiscretas todos estos objetos que sólo a la divinidad pertenecen. En mi caso también hacía funciones como sacerdote pastóforo, pues estaba encargado de vestir y asear cada día a la estatua de la divina Mut.

Senu no daba crédito a lo que escuchaba.

—He oído historias de todo tipo, y algunas muy buenas, durante todos los años que llevo en el ejército, pero te aseguro que ninguna ha sido tan convincente como la tuya —apuntó muy considerado.

—¿Entiendes ahora el porqué de mi desesperación, noble seguidor de Jonsu?

Aquello de «noble seguidor de Jonsu» le gustó mucho a Senu, pues suponía que era un halago. Para él, Jonsu era un dios más al que no le veía un cometido concreto.

—Ese Jonsu se ha debido de convertir en un dios con mucho poder, ¿verdad? —preguntó sin poder remediarlo.

—Él se encarga de llevar a cabo los designios de su poderoso padre Amón, el verdadero dios tebano de la guerra. Montu ya no es más que historia pasada. Si lo piensas fríamente, verás que es lógico, puesto que Jonsu es hijo del Oculto y de Mut, la diosa a la que sirvo; o al menos lo hacía.

Senu se acarició el mentón, pues en tales asuntos poco o nada tenía que aportar. No obstante, se dio cuenta de que aquel soldado decía la verdad, y de que quizá pudiera serle útil en un futuro. En cualquier caso, nada tenía que perder por mostrarse amistoso.

—He de confesarte que tu caso me ha impresionado. Si se ha cometido una gran injusticia contigo, es necesario que ésta se repare lo antes posible —señaló el hombrecillo muy digno—. Lo malo es que nos encontramos en el corazón de Upi, y rodeados por verdaderos cabrones que están deseando sacarnos las tripas. —Aquel comentario estremeció al sacerdote—. Comprendo que te asuste lo que te digo, pero es mejor que sepas a lo que nos enfrentamos. A los amorritas o a los shasu les importa poco que te encargues de vestir a Mut o a cualquier otro dios de nuestro panteón. Su crueldad va mucho más allá de lo que dictan las buenas maneras. Es difícil hacerles entrar en razón. —El sacerdote lo miraba como embobado—. En fin, qué le vamos a hacer. Debe de ser que Mut te tenía reservada esta prueba. Quién sabe, si la superas igual podrías salir fortalecido de todo esto, aunque tal y como apuntabas no parece probable que continúes con vida después del primer encuentro.

—¡Oh, Mut, ayúdame en esta hora! ¡Qué será de mí, qué será de mi familia!

—Me temo que aquí Mut puede hacer más bien poco, aunque yo sí que podría ayudarte —aseguró Senu, categórico.

El sacerdote lo miró con un brillo de esperanza en los ojos.

—¿En serio? Pero... no acierto a comprender cómo...

—No lo entiendes porque no estás habituado a la vida militar. Aquí más que en ningún otro sitio, los buenos amigos no tienen precio. Si te portas bien, yo podría protegerte.

—¿Qué significa portarse bien? —inquirió el sacerdote, temeroso.

—Esto es como una gran familia. Si eres leal y me prestas ayuda cuando la necesite, yo te la prestaré a ti y cuidaré de que no mueras a las primeras de cambio.

El sacerdote lo miró agradecido.

—Por fin encuentro un corazón bondadoso. Tu piedad será recompensada desde lo más alto —dijo con lágrimas en los ojos.

—Preferiría que todo quedara entre nosotros. Por cierto que todavía no conozco tu nombre.

—Hor. Me llamo Hor, sacerdote
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adscrito al templo de Mut en Tebas, casado con la muy noble dama Meryt, cuya desesperación por mi ausencia debe de tenerla postrada entre sollozos.

Senu se quedó asombrado ante la retahíla que recitó aquel hombre en unos segundos.

—Está bien, Hor, trataré de que el dios al que sirvo te sea propicio, mas recuerda que has de hacer cuanto te pida.

* * *

Senu decidió nombrar a Hor su ayudante particular, y le hizo acompañarle allá donde fuere, asegurándole que de este modo podía garantizar su seguridad.

—Es la única forma de que te salves —le decía muy serio.

Lo malo fue que al poco tiempo Senu regresó a ver a su amigo cananeo en El Edén de Hathor, y lo hizo en compañía de su protegido, al que llegó incluso a presentar.

—Todo el saber milenario de Egipto está en él. Cuídale, pues, como corresponde y no le ofrezcas vino adulterado ni mujeres que no estén a la altura de su condición —advirtió Senu.

Hor se sintió horrorizado al ver aquello. Él, que jamás había pisado una casa de la cerveza, se veía obligado a acudir a aquel antro de perdición casi cada noche, a presenciar todo tipo de procacidades y comportamientos licenciosos. La mayoría de las veces abandonaba el local con el cuerpecillo de su protector entre los brazos pues éste, desbordado por sus excesos, no era capaz de dar ni un solo paso.

—Me he enterado de que has hecho amistad con uno de los nuevos reclutas —le dijo un día Sejemjet como el que no quiere la cosa—, y que, según dicen, lo tienes empleado a tu servicio, algo que como seguro sabrás está terminantemente prohibido.

—Bueno, gran dios, eso no son más que exageraciones. Ya conoces a la gente. Las lenguas son largas y afiladas y muy dadas a la infamia —contestó quitando importancia al asunto. Sejemjet enarcó una ceja para mirarle fijamente—. Oh, hijo de Montu, cuyo brazo es más poderoso que el trueno, todo se debe a mi buen corazón, y contra eso no puedo luchar.

—Explícate, rey de los zalameros.

—El pobre Hor, que así se llama, es un alma perdida entre las tempestades humanas. Un náufrago que nunca podría sobrevivir entre semejante oleaje, un desvalido del que mi corazón se ha apiadado.

—Aquí todos los soldados son iguales, y no hay piedad que valga —replicó Sejemjet frunciendo el ceño.

—Claro, claro, oh, valiente entre los valientes, pero es que Hor no es un soldado al uso, sino una víctima más de la infamia de los hombres ante la cual yo me rebelo. —Sejemjet lo fulminó con la mirada, y Senu se postró de rodillas, aterrorizado por la cólera del dios al que adoraba—. Te lo contaré todo, te lo contaré todo, dios de dioses, que habitas en el mundo terrenal.

Acto seguido, Senu le relató la historia de Hor, tal y como él la conocía.

—¡Enano cabrón! —exclamó Sejemjet furioso—. Debería mandarte apalear y luego empalarte en el valle, junto al lago; y puede que lo haga.

—No, no, por favor. Yo no hice ningún mal. No hemos transgredido ninguna ley ni cometido ningún crimen. Sólo me he dejado llevar por la compasión.

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