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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (27 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—El Toro Poderoso y el sagrado clero de Amón os dan las gracias por vuestros donativos, y esperan que continuéis por tan encomiable camino —replicaba el escriba con voz cansina.

—¿Cómo que donativo? Con un botín así nos correspondería no menos de un
seshat
de la mejor tierra, amén de las esclavas que sería de ley recibir —señalaba Senu con incredulidad.

—Todo llegará en su momento —replicaba el escriba sin hacer caso a los aspavientos del veterano—. Seamos pacientes.

—¿Pacientes? Espero que no te atrevas a jugárnosla. Es el hijo de Montu quien consiguió estos trofeos, pese a que él me haya designado a mí para discutir contigo los detalles, pues como tú bien debes saber, los dioses no acostumbran a mezclarse con los mortales.

—Ya. Pues dile al hijo de Montu que sus despojos quedan apuntados un día más, como de costumbre. Y ahora deja que pase el siguiente, aunque no pertenezca a la corte celestial.

Aquello provocaba sonoras risotadas y también gestos de desagrado en el hombrecillo que se volvía, muy digno, pronunciando juramentos y palabras malsonantes.

—Funcionarios del Amenti... —mascullaba mientras se alejaba.

Por otro lado Senu se sentía feliz, como si fuera otro hombre. Ahora que servía a un dios reencarnado pensaba que, en cierta forma, los efluvios que emanan de toda divinidad le alcanzarían, regenerando su
ka
para hacerle más poderoso. De hecho él se sentía así, tal y como si hubiera rejuvenecido en el tiempo; un verdadero milagro. Además, el gran guerrero a quien seguía constituía una fuente de ingresos que era necesario aprovechar
.
En dos meses que llevaban juntos había entregado más trofeos al escriba que en todos los años anteriores en los ejércitos del dios. Senu estaba convencido de que, por fin, sus ilusiones habían sido atendidas, y que por medio de aquel gigante les darían debido cumplimiento. Las simples migajas que recogía del suelo valdrían para llevar a cabo sus propósitos. Él sólo tenía que servir a aquel joven de naturaleza fiera.

En otro orden de cosas, y como veterano que era, el resto de los
meshaw
solían escuchar a Senu con atención, pues incluso hacía las veces de portavoz de Sejemjet, ya que éste acostumbraba a ser de pocas palabras y últimamente mostraba una indudable melancolía en su mirada cuando hablaba.

—Seguro que es el amor —apuntaba Senu cuando se sentaba junto a sus camaradas alrededor del brasero—. Os lo digo yo que soy perro viejo.

—Cuentan que en Tebas causó una gran impresión ante la corte, y que acabó con Mehu en menos que se canta una plegaria —señalaban algunos.

—Bueno —replicaba Senu dándose importancia—, es lo que tiene ser dios. Ellos se mueven en otro espacio diferente.

—¿Crees realmente que es un dios? —inquiría un joven bisoño que parecía asombrado por cuanto veía.

—Sin ninguna duda —respondía el veterano al momento, moviendo las manos con grandilocuencia—. Ya sabéis que me ha favorecido con su amistad, y que me permite situarme a su espalda, lo cual, convendréis conmigo, se trata de un gran honor. Desde esa posición noto sus efluvios divinos sin ninguna dificultad y observo cómo asesta sus golpes con la celeridad del leopardo. Nada que ver con los que damos nosotros.

—Entonces será verdad que Montu lo ha prohijado —indicaba otro con los ojos muy abiertos—. Yo lo he visto partir un cráneo en dos como si nada.

—Posiblemente —asentía Senu muy serio—. Aunque tengo serias dudas al respecto. En ocasiones parece invadido por una cólera inaudita, tal y como si Set lo poseyera. Su rostro se crispa en esos instantes de una forma que da miedo, y emite pequeños rugidos como si se tratara de un león del desierto. —Los soldados lo miraban muy atentos sin atreverse a despegar los labios—. Yo creo que en él hay un gran misterio, pues su fuerza no es de este mundo —apuntaba Senu como sentando cátedra—. ¿No os habéis fijado en el tatuaje que tiene en uno de sus hombros? —Los
meshaw
se miraban algo asustados; todos conocían aquel lunar—. Es un signo de los dioses, sin ninguna duda, aunque su significado sólo esté al alcance de los profetas más sabios o del oráculo de Abydos.

—Yo creo que está emparentado con Anubis —replicó alguien muy convencido—. A él es al que hace ofrendas cada día.

Aquel comentario levantó algunas risas y Senu, muy serio, fingió considerarlo.

—Quién sabe —apuntaba en tanto se acariciaba la barbilla—. Es evidente que guardan una estrecha relación, ya que casi todos los días el dios de los muertos es invocado para que acuda a recoger sus sacrificios. Le rinde homenaje con asiduidad, eso es innegable. No me extraña que algunos se refieran a él como el guerrero de Anubis.

—¿Sabéis que hay quien nos llama así? —inquirió otro muy convencido.

—¿En serio?

—Como os lo cuento. Un nombre temible.

—Mmm, pues a mí me gusta; tiene un indudable poder. Sería un buen nombre con el que bautizar a nuestra unidad, ¿no os parece? «Los guerreros de Anubis», menudo apodo —exclamó Senu.

Tras un breve cruce de miradas todos dieron su aprobación. Al menos el suyo no era tan remilgado como el que llevaba la división Ra, que se hacía llamar «La de los numerosos brazos».

—Bauticémonos así pues y brindemos por ello —invitó el hombrecillo con alegría—. Es un buen motivo para hacerlo, a pesar de que el vino de Canaán sea tan áspero como sus mujeres.

* * *

En el trigésimo primer año del reinado del gran dios Menjeperre, noveno desde que su tía Hatshepsut muriera y él gobernara en solitario, la ciudad de Ullaza volvió a ser conquistada por las tropas del señor de Kemet. Apenas un año después de su primera rendición, la plaza se sometió de nuevo al ejército egipcio no sin ofrecer resistencia. Las noticias del avance de los soldados del faraón habían llenado de temor a los habitantes de la capital costera, pues se contaban cosas horribles acerca de la crueldad de las tropas invasoras. El mismo príncipe de Ullaza se encargaba de exagerar aquellas nuevas, con el fin de que su pueblo se mantuviera firme en la defensa de la ciudad.

—Están saqueando a los amorritas sin piedad —les decía para arengarlos—. Debemos resistir a toda costa.

Allí donde el fuerte temporal de viento frenó el avance de los ejércitos de Tutmosis, los rebeldes vieron un castigo de Dagan —el hijo del Cielo y de la Tierra en el que ellos creían— a la soberbia egipcia. Pero cuando el vendaval se marchó y las tropas prosiguieron su avance hacia Ullaza, el desánimo cundió por doquier y el miedo a las represalias se apoderó de todos los corazones.

El primero que comprendió el verdadero alcance de la situación fue el propio señor de Ullaza. En cuanto vio a la división Set acercarse en el horizonte, decidió que debía posponer su resistencia para mejor ocasión, y que tiempo habría de retomar su natural beligerancia contra el faraón. Esa misma noche, mientras las avanzadillas egipcias cavaban los fosos para levantar empalizadas alrededor de su campamento, el príncipe abandonó la ciudad junto con su familia, y embarcó en una pequeña nave que le esperaba en el puerto. Según aseguró a sus lugartenientes, era preferible escapar para pedir ayuda al príncipe de Tunip, uno de sus aliados, ya que la guarnición no bastaría para hacer frente al ejército de Tutmosis.

—Debéis resistir hasta mi pronto regreso con refuerzos —les había ordenado.

Mas a la mañana siguiente muy temprano, cuando los defensores de la plaza vieron a la división egipcia en perfecta formación preparada para el ataque, comprendieron que la cosa iba a ponerse fea. Desde las almenas oyeron trompetas y tambores, y al instante supieron que se estaban dictando las órdenes para que comenzara la batalla. Al poco el cielo volvió a oscurecerse con las peores nubes que podían amenazarlos, pues de ellas no caían gruesas gotas o granizo, sino flechas; miles de saetas que teñían el cielo de horror antes de precipitarse certeras sobre los habitantes, silbando su habitual melodía. Después llegaron las escalas, y los invasores treparon por ellas con los escudos a la espalda, como si fueran ardillas, pues tal era su habilidad. En cuanto tomaron la posición en lo alto de las murallas, el combate se precipitó hacia su final.

Como de costumbre, Sejemjet se abría paso con su maza repartiendo golpes a diestro y siniestro seguido por Senu, que parecía enloquecido dando saltitos para apuñalar a éste o aquél. En medio de un griterío enloquecedor, los hombres acabaron apiñándose en las almenas donde se produjo una gran carnicería. La sangre parecía enajenar a aquellos guerreros que más se asemejaban a demonios que a hombres. El Amenti abría de nuevo sus puertas para que sus genios infernales vagaran por la Tierra. Había que satisfacer sus apetitos, y para ello nada mejor que los hombres, pues se bastan solos para saciar a los heraldos de la muerte. El lado oscuro del alma volvía a imperar sobre la luz, una vez más, tal y como seguiría ocurriendo hasta el fin de los días. La guerra y su tributo; el gran monstruo por antonomasia.

La gigantesca figura que cabalgaba a lomos de la bestia aullaba como lo haría ésta, cubierta de sangre propia y ajena, convertida en un azote para su misma especie. Aun cuando las trompas tocaron a rendición y los notables enarbolaron suplicantes la enseña de su capitulación, Sejemjet continuó con su horrenda representación, destrozando cráneos y lanzando a los infelices desde lo alto de las murallas. No había razón que le hiciera parar, ni grito o advertencia que le impulsara a ello. Estaba ciego, poseído por una ira que no sabía de dónde procedía pero que le dominaba sin remisión. Fueron necesarias las manos alzadas de los vencidos que, de rodillas, le suplicaban su piedad con los ojos muy abiertos y sus miradas despavoridas, para que se percatara de que la lucha había finalizado.

Jadeante como una fiera salvaje, Sejemjet se volvió triunfal hacia los suyos, que le observaban en silencio, aterrorizados ante la visión que les regalaba. Su cuerpo ensangrentado ofrecía una imagen difícil de olvidar. Sólo los ojos destacaban en ella, cuan centellas que todavía brillaban.

* * *

Desde el campo egipcio, Djehuty había sido testigo preferente de cuanto había acontecido. No tenía palabras para definirlo, y las que se le ocurrían era mejor guardarlas para sí. De la excitación propia del que se apresta al combate había pasado a la euforia que precede a la victoria, y luego al estupor. Aquel que buscaba la muerte había mostrado una vez más el terrible talento que Anubis, el dios de los difuntos, le había procurado. Para semejante demostración no existía enemigo alguno que pudiera estar prevenido, ni tampoco aliado, pues hasta sus mismos camaradas habían bajado sus armas, sobrecogidos, para contemplar cómo Sejemjet continuaba con su propia guerra, aunque la batalla ya hubiese terminado.

Ahora Sejemjet contaba con un rendido servidor, un acólito en toda la extensión de la palabra al que no le importaba entregar su alma al caos o incluso a la Devoradora, quizá porque en el fondo se comportaba como ella; siempre dispuesto a dar el golpe de gracia.

Cuando el general lo vio interpretar su macabra danza en lo alto de la muralla mientras seguía a su señor, pensó en uno de aquellos geniecillos malignos de los que su madre le hablaba de pequeño al contarle cuentos para que se durmiese. Una especie de Bes, pero de naturaleza demoníaca, que daba cabriolas y realizaba movimientos grotescos para arrebatar la vida ajena. Y lo hacía sin ningún reparo, como el que no quería la cosa, igual que quien se siente designado para cumplir una misión divina.

Djehuty siempre recordaría el espantoso silencio que siguió al final de la batalla. Desde su posición no podía escuchar el estertor de los moribundos, ni los lamentos de los caídos. Sólo aquellas dos figuras que proseguían su matanza, ajenas a todo lo demás, se atrevían a romper la pesada quietud de la muerte que ellos mismos habían provocado.

Junto a él, el príncipe Amenemhat atendía a la escena impresionado. Su rostro no era capaz de ocultar su estremecimiento, ni tampoco su ansiedad ante lo que había presenciado. La jauría había devorado a su presa, y él había sido testigo de excepción. Así era la guerra; los hombres sucumbían ante ella, de una u otra forma, y lo hacían para siempre.

Sejemjet se alimentaba de ella como hacían los buitres con la rapiña, y al final los despojos terminaban por cubrir la tierra. Djehuty comprendió que aquel hombre estaba predestinado para eso, y que de nada servía buscar una explicación. Nadie podría encontrarla, simplemente porque era ajena a la naturaleza humana, tal y como él la entendía. Por un instante sintió un escalofrío e imaginó el sufrimiento que el gigantesco guerrero debía experimentar en lo más profundo de su ser; un suerte de sed insaciable que no era posible calmar y que le acarrearía la infelicidad eterna. Nadie podía hacer nada por evitarlo, ni el propio Sejemjet.

Sin embargo, el general abandonó pronto aquellos pensamientos. Según su opinión, cada individuo labraba su propia fortuna, y eran sus acciones las que la determinaban. Se trataba de algo inmutable y contra lo que no cabía más que el arrepentimiento, aunque éste soliera presentarse en la vejez, cuando todo había sido ya decidido. Su mente pragmática enseguida tomó conciencia de lo que en realidad le importaba. Había reconquistado Ullaza sin demasiadas bajas y, lo que era más importante, se había recuperado el control de su puerto y el de toda la zona de los insurgentes. Además, se había conseguido un aceptable botín, sobre todo porque entre los cautivos se encontraba el comandante de la guarnición y el asistente del hijo del príncipe de la ciudad, que conocía todos los entresijos de las alianzas ocultas entre los reyezuelos locales que ocasionaban levantamientos en la zona casi cada año. Al leer las cifras que le había presentado el
imira sesh
, el escriba director, se sintió moderadamente satisfecho: cuatrocientos noventa y cuatro prisioneros, veintiséis caballos y trece carros de guerra serían las cifras que los anales recogerían para la Historia.

No es que fuera mucho, pero al menos había algo con lo que obsequiar a las fuerzas fácticas que permanecían en Kemet a la espera de noticias. Los esclavos serían convenientemente repartidos, y tanto la casa real como los grandes templos se sentirían satisfechos por las nuevas incorporaciones. En cuanto a los caballos, poco tenían que ver con los más de dos mil que se consiguieran durante la primera campaña, pero servirían para ser incorporados a los escuadrones, lo cual siempre resultaba fundamental para un cuerpo en el que las bajas eran difíciles de reponer.

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