Amenemhat soltó un exabrupto y dio unas palmaditas a Sejemjet, a modo de despedida, y también como agradecimiento por su oferta. No quería pensar en lo que hubiera ocurrido de tener que satisfacer las demandas de su caprichosa hermana. Imaginarse al general Thutiy y a Tjanuny, el escriba, en el agua era más de lo que podía soportar. Menudo bochorno.
Sejemjet se aproximó a la princesa y al tenerla tan cerca no pudo evitar mirarle los oscuros pezones que se marcaban a través de la frágil tela empapada que se ceñía a su cuerpo. De inmediato se arrepintió, pero era demasiado tarde, pues Nefertiry se había dado perfecta cuenta de ello.
—Bien, gran guerrero —indicó poniéndose en camino con ademán resuelto—. De nuevo nos encontramos, y esta vez por una causa noble, espero.
El joven la siguió hasta el lago sin apartar la vista de su cuerpo. Ahora que la tenía delante, vio con detalle cómo su proporcionada figura resaltaba entre unas transparencias que nada tapaban. Su mirada se detuvo en sus nalgas, que se movían cadenciosamente al compás de unas piernas estilizadas, como un reclamo al que era imposible sustraerse. Él mismo se sorprendió al mirarlas de aquella forma, y también por sentir un deseo repentino de acariciarlas.
Nefertiry, que era capaz de sentir aquella punzada de deseo en el joven que la seguía, acentuó más sus exagerados andares voluptuosos, a los que últimamente tanto se había aficionado.
—Tiene que estar por aquí —señaló deteniéndose junto a la orilla—. Hay mucha profundidad, pero el agua está clara.
Sejemjet observó la pequeña corriente que se formaba para dar salida al agua. El lago se comunicaba con el río por un generoso canal en el que se podía adivinar el reflujo de las aguas. Al punto se despojó de su faldellín y se sumergió allí donde se suponía que había extraviado la princesa su joya. Ésta lo miró con avidez, en tanto el joven buceaba en el estanque.
—¿Estás segura de que lo perdiste aquí? —dijo Sejemjet cuando salió a respirar por primera vez.
—Completamente —aseguró ella, invitándolo a sumergirse de nuevo.
Así estuvieron durante un buen rato. La princesa aprovechó las continuas zambullidas del joven para despedir a sus amigos, y cuando se quedó sola decidió poner fin a la primera parte de su juego. Sin ningún pudor se despojó de su vestido y se metió en el agua con suavidad, acto seguido cogió el pequeño brazalete que llevaba en la mano y lo dejó caer al fondo del lago. Cuando Sejemjet volvió a salir para respirar, ella llamó su atención muy excitada.
—¡Allí parece que brilla algo! —exclamó muy alterada—. Justo debajo de nosotros.
Sejemjet miró hacia donde le decían y se sumergió de nuevo. Esta vez tardó poco en regresar con el ansiado brazalete en su mano.
—¡Hathor te bendiga! —dijo la princesa alborozada. Luego nadó en dirección al joven que, sonriente, le mostraba la joya en alto—. Hoy has hecho un nuevo servicio a tu país, noble guerrero: si hubiera perdido este brazalete, mi padre me habría mandado al exilio. Fue un regalo del dios por mi cumpleaños.
—Creo que por esta vez te librarás del castigo, Nefertiry.
Al oír su nombre en aquellos labios, la princesa sintió un leve estremecimiento.
—Es hermoso, ¿verdad? —recalcó la princesa mientras extendía un brazo para coger la joya.
Al hacerlo pareció perder el equilibrio, y se agarró a los hombros del joven para no sumergirse. Éste la asió por la cintura, y así permanecieron durante unos instantes, uno frente al otro, sin decir nada.
—Disculpa mi torpeza —señaló al fin ella, parpadeando con coquetería—. No soy tan buena nadadora como tú.
—No importa —dijo él sin apartar sus ojos de ella—. Me sumergiría cien veces si tú me lo pidieras.
Nefertiry notó una punzada en el estómago y dejó escapar una risa seductora.
—¿De veras harías eso por mí? —quiso saber, enarcando una de sus cejas.
Él la atravesó con la mirada en tanto continuaba sujetándola por el talle, mas la princesa se deshizo de él y comenzó a nadar hacia la orilla. Al punto, el joven la siguió.
—Por lo menos el brazalete ha servido para refrescarnos un poco. El calor que hace hoy es insoportable. Amenmose, el mayordomo de mi hermana, dice que las estaciones se encuentran revueltas, y que el tiempo que sufrimos no se corresponde con el usual para estas fechas.
Sejemjet la miró un instante en tanto se limpiaba las gotas de agua de los ojos. Sin querer volvió a fijarse en los pechos de la joven, que ahora lucían desnudos como la más tentadora de las frutas.
—Es un hombre muy sabio —continuó la princesa, que se estiraba para acentuar más sus formas—. Él se encarga de todo lo que mi hermana pueda necesitar; es muy servicial y sumamente discreto.
Ambos jóvenes cruzaron sus miradas, y Sejemjet pudo observar cómo la princesa exhibía un gesto lleno de maliciosa picardía.
—No me malinterpretes; son bromas que gasto —se apresuró a decir—. Mi querida hermana, la muy noble Beketamón, es una mujer virtuosa donde las haya. Figúrate que vive exclusivamente consagrada al culto de los dioses y al conocimiento de sus misterios. En realidad no podría haber elegido un mayordomo mejor que Amenmose, pues este hombre parece tan pío como ella. Beketamón es divina adoratriz de Amón, aunque también desempeña otras funciones de culto con la diosa Hathor. ¿Te imaginas a una pareja así como amantes? —La princesa soltó una carcajada, y Sejemjet se quedó estupefacto ante tan perversa suposición—. No me hagas caso —indicó, apoyando una mano con suavidad sobre su brazo—. Ahora serás mi invitado. Qué menos podría hacer por alguien tan galante como tú.
—Pero... ¿y tus amigos? —preguntó Sejemjet mientras los buscaba inútilmente con la mirada.
—Se cansaron de verte bucear —señaló ella volviendo a reír—. ¿Quieres que juguemos al senet?
—Me parece bien, aunque ya te advierto que no soy un buen jugador.
—No importa, yo te enseñaré algunos trucos —dijo la joven al tiempo que hacía señas a uno de los sirvientes para que trajera el tablero y las fichas.
Sejemjet no había visto en su vida a nadie con tanta suerte a la hora de tirar los palos. Ni los más reputados jugadores de su división serían capaces de igualar a la princesa. Ésta sacaba los números que necesitaba, y siempre cuando más podía perjudicar a su rival. Para empezar había conseguido salir con las piezas negras, con lo que tiraba primero, tomando así ventaja sobre las blancas casi desde el principio.
—Ja, ja —reía divertida—. Ahora entiendo por qué me decías que no eras un buen jugador. Acabaré contigo en un suspiro.
Sejemjet se rascaba la rasurada cabeza sin saber por dónde hacer frente a su combativa contrincante. En una ocasión en la que iba en cabeza, su ficha fue a caer en la casilla veintisiete, la peor posible, pues era una trampa que te devolvía a la número quince, mas como ésta estaba ocupada por una pieza de la princesa, tuvo que retroceder hasta el principio para empezar de nuevo. ¡Un desastre, en suma! Mientras, Nefertiry reía y reía divertida.
—¡Mis cinco fichas llegaron a la meta! —exclamó alborozada—, y tú ni siquiera has metido dos en la casilla treinta.
—Ya te advertí lo que ocurriría —señaló el joven con una sonrisa.
Ella levantó el mentón, como acostumbraba a hacer, y se bañó en su mirada.
—En cambio eres un magnífico nadador —dijo en tanto le ofrecía una copa con zumo de granada.
—Mmm —exclamó él deleitándose, pues era su bebida favorita.
—Claro que en tu caso no es de extrañar que nades tan bien. Como tú mismo contaste, el Nilo te trajo a la vida.
—Así es —apuntó Sejemjet adoptando un gesto más serio—. Me gusta bañarme en el río. Tal como dije, él nos da la vida. A veces, en las noches de luna llena, acudo al río para sumergirme en él. La quietud que se respira es difícil de explicar pues el país parece dormir como mecido por las aguas del sagrado Hapy. La luna riela entonces sobre el Nilo y su superficie se convierte en un espejismo de plata aletargado que se abre a tu paso cuando te zambulles en él. En ese instante cobra vida, y los reflejos, desde lo alto, te envuelven para engastarte en el sueño que te rodea, como si se tratara de la joya más preciada. Entonces formas parte de esta tierra y comprendes sin dificultad por qué los dioses primigenios la eligieron como paradigma. El tiempo parece detenerse, y sientes tu propia insignificancia y a la vez la generosidad que nos prodiga la Tierra Negra. De una u otra forma te hace sentir que eres hijo suyo; da igual que hayas nacido en un palacio o entre los cañaverales de papiro.
La tarde caía, y entre los dos jóvenes parecía que se había levantado el invisible entramado en el que se encuentran las emociones. Nefertiry lo miraba como hechizada, imaginando sin duda el escenario que le relataba aquel extraño del que se había enamorado irremediablemente. El vello de su piel se había erizado con cada palabra que salía de sus labios, y su respiración tornose apresurada, como desasosegada por unos acontecimientos que no estaba ya segura de poder controlar.
De repente, la princesa se aproximó a él hasta quedar situada apenas a un palmo. Sus miradas entonces cobraron nueva vida, e inconscientemente exploraron sus corazones. Sejemjet notó un vacío en el estómago y una sensación de abandono que le resultaba inexplicable, pues nunca la había experimentado con anterioridad. Sin comprender por qué, se vio enardecido tal y como le ocurría en ocasiones cuando entraba en combate, mas poco tenía que ver esto con luchas y enfrenamientos. Aquellos ojos de belleza arrogante le atrapaban, y sus labios plenos y su sonrisa cautivadora constituían unas armas contra las que no disponía de defensa. De pronto se encontró desarmado, sin saber qué hacer, pues no estaba preparado.
Nefertiry pareció adivinar cuanto le ocurría, y se aproximó un poco más a él para darle un beso en la mejilla. Sejemjet pensó que su fortaleza se desmoronaba.
—Mañana habrá luna. Quiero que me enseñes cuanto me has contado.
Luego la princesa se levantó y se marchó por el camino que serpenteaba entre los macizos de acianos, sin volver la vista atrás siquiera.
* * *
Recostado en un sicomoro, Sejemjet aguardaba impaciente la llegada de su amada. Se sentía nervioso y a la vez anhelante, como corresponde a aquel que espera embriagarse con el elixir del amor por primera vez. Desde que un criado le avisara aquella misma mañana sobre el lugar del encuentro, el joven no había podido dejar de pensar en la princesa, imaginándose cómo sería el roce de sus labios y el sabor de sus caricias. Recordó su lastimosa experiencia con la prostituta siria, y la sombra de la duda cruzó su corazón como el heraldo de un mal augurio. Pero al poco la desechó, ya que las ilusiones y el desaliento no son buenos compañeros de viaje, y de alguna manera su euforia se desbordaba. Para él, semejante estado resultaba totalmente desconocido y por tanto guardián de sorpresas que sólo podían formar parte de un ensueño. Nunca se había citado con una mujer en tales circunstancias, y mucho menos con una princesa.
Este particular le había producido inquietantes dudas. A pesar de su absoluta inexperiencia en el amor, era evidente que la posibilidad de una relación como aquélla se le antojaba próxima a la mayor de las entelequias; una quimera descomunal para quien ni siquiera era dueño de su pasado. No obstante, Sejemjet optó por dejar a un lado aquello para lo que carecía de respuestas. Al fin y al cabo su vida formaba parte de una aventura que nunca comprendería y a la que nunca pediría explicaciones. Shai, Mesjenet o cualquier dios que se hubiera interesado por él al venir al mundo tendría sus propios planes que, obviamente, jamás le confiarían. Si se sentía atraído por Nefertiry no era porque fuese princesa, ni porque el lujo le hiciera parecer una Hathor rediviva en el mundo de los mortales. Como ocurriera con él, la joven también poseía su propia fuerza, que él notaba cada vez que sus miradas se encontraban. Más allá de caprichos y extravagancias existía una esencia que ella propagaba a todo aquel que quisiera percibirla. Un fuego devorador capaz de consumirlo todo o quizá, simplemente, se tratara de llamas regeneradoras.
El lugar de la cita parecía escogido por la diosa del amor en persona. Se trataba de un frondoso palmeral en el que también se levantaban algunos sicómoros, al árbol sagrado por excelencia, que lamían las orillas del río. Allí se creaba una pequeña ensenada natural de aguas mansas y particularmente claras. Los márgenes se cubrían con una fina arena dorada y, en la mañana, cuando Ra regresaba de su viaje nocturno, cientos de lotos emergían desde las profundidades para saludar la llegada del sol, para abrirse de nuevo a la vida como símbolo de perpetua renovación. El paraje, por lo demás, se encontraba desierto, al abrigo de miradas o visitantes casuales, ya que los caminos quedaban distantes y era necesario atravesar algunos campos de labor para llegar hasta allí.
No había sitio mejor que aquél para esperar a la amada, aunque Sejemjet no tuviera muy claro cuál debía ser su comportamiento al verla. Sentado allí, con su espalda apoyada en el viejo tronco, prefirió dejarse ir y no pensar en tal cuestión, pues a la postre todo lo que es natural llega por sí solo. Entrecerró los ojos durante unos momentos y pudo percibir con claridad el rumor de las aguas al fluir en la corriente. En el centro del río ésta se hacía presente aunque fuera con desgana, ya que el Nilo aparentaba descansar en aquella hora quizá tomando fuerzas para llegar hasta el lejano norte donde lo esperaba el Gran Verde.
El tiempo pasó y todo continuó tan quieto como antes. A lo lejos, en los distantes cerros que se asomaban al desierto, un aura orlada comenzó a coronarlos, con timidez al principio y luego dejando atrás sus titubeos. La luna se desperezaba y con ella su misteriosa luz, que se desparramaba ya por entre los lejanos valles; argénteas hebras de traslúcidos hilos que iluminaban el mundo de otra forma, para dar una visión de las cosas bien distinta a la que procuraba el astro rey, y que no obstante creaban un escenario ciertamente difuso, como de otra dimensión.
Justo cuando la luna se alzaba ya sobre el horizonte, Sejemjet oyó un ruido a su espalda, como de tenues pisadas, y al punto se volvió para ver cómo se le aproximaba una figura envuelta en una frazada. Él se levantó al instante, y entonces aquella silueta aceleró su paso despojándose de su liviana capa para quedar expuesta ante los ojos del joven. Al reconocerla, se quedó sin palabras. Frente a él, Nefertiry recorría los últimos pasos sin más atuendo que aquella esencia que había conquistado su rocoso corazón.