De este modo, la princesa salió de la ensoñación en la que había permanecido. Resultaba imposible determinar cuánto tiempo había estado ausente en sus emociones, mas al volver a mirar con disimulo al joven, vio que éste parecía tan abstraído como ella y que habían compartido aquel rato en absoluto silencio.
—Es extraño que no hayamos oído hablar de ti con anterioridad —dijo la princesa de improviso—. Mi divino padre suele contarnos historias de sus campañas, y también mi hermano. —Sejemjet se encogió de hombros—. Te advierto que me sé los nombres de casi todos los héroes. En confianza te diré que Mehu es el preferido de mi padre, aunque a mí no me gusta nada.
El joven permaneció en silencio mientras continuaban su paseo.
—Mehu es un hombre poderoso. ¿Crees que se tomará algún tipo de revancha contigo? —preguntó maliciosa.
Sejemjet se detuvo para mirarla, y ella río divertida.
—Seguramente —dijo él en un tono que estremeció a la princesa.
Al instante su risa se diluyó en la penumbra, y sus ojos intentaron en vano escudriñar su mirada. Casi al momento ella se arrepintió de lo que había dicho, y se sintió ridícula.
—No me malinterpretes —señaló acto seguido, para quitar importancia a sus palabras—. Sólo quería señalar que tu persona parece envuelta en el misterio. Como ya te dije, la reina se impresionó.
—Todos los días aparecen niños abandonados en el río —apuntó el joven con sarcasmo—. No veo por qué ha de extrañarle eso a la gran esposa del dios.
—Es cierto, pero no conocíamos a ninguno que se hubiera convertido en un guerrero tan renombrado.
—Eso es ir demasiado lejos, ¿no te parece? —dijo el joven sin disimular un cierto tono burlón—. Puede que mañana muera, y ahí acabarían mis proezas. No hay nada en mí que Egipto pueda guardar grabado en sus piedras.
Nefertiry se estremeció.
—Al menos la corte te recordará —intervino ella, jocosa—, y supongo que también los que te quieren —continuó con astucia.
—Ser recordado como un rendido servidor del dios de los muertos debería colmar todas mis expectativas, ¿no es así? —respondió él, imperturbable—. Podrían referirse a mí como el guerrero de Anubis. Nunca en Egipto existió nadie que elevara a su señor tal cantidad de ofrendas.
Nefertiry pareció desconcertada.
—Siempre permanecerás en el corazón de los tuyos; tu esposa, tus hijos... —apuntó ladina.
—Me temo que sea prematuro pensar en algo así —contestó él sin vacilar—. No tengo esposa y mucho menos hijos.
—Pero tendrás algún corazón enamorado que te reciba cuando vuelvas de la guerra —apostilló la princesa empleando su tono más inocente.
—Tampoco.
—Vaya, sí que es extraño —señaló ella, tratando de ocultar la satisfacción que sentía al haberse enterado de tales detalles—. A tu edad todos los hombres se encuentran ya comprometidos.
Sejemjet volvió su rostro hacia la hermosa luna que los acompañaba aquella noche, y forzó un leve rictus de desagrado que no pasó inadvertido a la princesa. Aquella conversación le incomodaba.
—En realidad no sé por qué te digo esto —reaccionó Nefertiry al momento, tratando de reconducir la situación—. Yo tampoco estoy comprometida, y a mis años ya debería ser madre. La reina no para de repetírmelo a diario, e incluso me amenaza con encontrarme un esposo adecuado si yo no me decido.
—Viviendo rodeada de príncipes no le será difícil —observó él con socarronería.
Nefertiry rió y apoyó por un instante una mano en su antebrazo, como por casualidad. Al contacto, las yemas de sus dedos tuvieron la impresión de que aquella piel quemaba.
—Te advierto que es aburridísimo vivir entre tanta pompa. Aunque no lo creas me siento prisionera de mi propia posición. Me gustaría desaparecer durante algún tiempo de aquí, y experimentar la vida que llevan los demás. Poder ir a donde me plazca sin que mi querida madre me haga vigilar. Mezclarme con la gente y disfrutar de las cosas sencillas.
—Bueno —bromeó el joven—, será lo único de lo que puedas disfrutar más allá de estos jardines. Afuera no existen fiestas como ésta. Si buscas lo sencillo, entonces te aseguro que allí se encuentra su reino. Aunque dudo que te puedas hacer una idea exacta de a qué me refiero.
—¿Tú crees? —respondió ella envarándose al instante—. Conozco mis privilegios, pero éstos no procuran por sí solos la felicidad.
Sejemjet hizo un gesto burlón.
—¿Serías capaz de pasar el resto de tus días viviendo como la mayoría del pueblo?
—Estoy convencida de que podría hacerlo —dijo Nefertiry muy digna. El joven soltó una risita que a ella le pareció hiriente—. Ya veo que piensas que soy una niña mimada, y que apenas soportaría unos días lejos de estas comodidades.
Sejemjet notó cierto tono de enfado en aquellas palabras.
—Mesjenet decidió que nacieses princesa; todo lo demás no importa —observó dando por cerrada una discusión que le parecía absurda.
Casi sin darse cuenta, sus pasos los habían llevado hacia una de las terrazas donde los invitados continuaban divirtiéndose, como correspondía a la ocasión. La luz de las antorchas creaba una atmósfera difusa, como de ensueño, pues dibujaba sombras en los apartados rincones a la vez que envolvía en cierta irrealidad a los comensales mientras libaban.
Al llegar a las primeras luces que bañaban la escalinata, Nefertiry se detuvo un momento para observarlo mejor.
—Al menos no me negarás que te gustaría pertenecer al mundo en el que vivo. Serías príncipe de Egipto —subrayó.
—No tengo el más mínimo interés —manifestó el joven negando con la cabeza—. Nunca sería feliz aquí.
Nefertiry lo miró perpleja. Ahora que la luz iluminaba mejor a su acompañante, la princesa recorrió cada centímetro de su rostro con todo el disimulo del que fue capaz. Sin duda aquel hombre tenía la apostura de un príncipe, y el magnetismo que irradiaba cada poro de su piel debía ser cosa de magos; quizás oscuros servidores del dios Heka.
—Dime entonces cuál es tu destino, el que esperas de Shai, aquel que quizá puedas cambiar —se interesó ella.
—No puedo contestarte a eso. Siempre he sabido que, de alguna forma, mi sino no me pertenece.
—Pero casi todos los niños sueñan con ser soldados y conseguir la gloria en el ejército del dios. Estoy convencida de que la mayoría querrían ser como tú.
—Yo me vi empujado a esto, como les ocurre a otros muchos, a la fuerza. La vida del soldado poco tiene que ver con la gloria, y sí con las penalidades.
—Entonces... No comprendo cómo...
—Si te refieres a que debería estar henchido de orgullo por las manos que corté, te diré que no siento tal cosa. Por las noches, cuando miro el cielo estrellado tumbado junto al fuego del campamento, pienso en ello. No hay día en el que no me acuerde de Egipto, de mi querido Kemet, y al hacerlo llego a la conclusión de que es ese amor que siento por nuestra bendita tierra el que me hace pelear en su nombre en el lejano Retenu.
Nefertiry lo observaba con los ojos muy abiertos, y Sejemjet pudo sentir su mirada vivaracha, llena de vida, y también la rebeldía que escondía la joven.
—Alguien me dijo una vez que Egipto me había elegido; quizá sea ésa la respuesta que explique cuanto me ha ocurrido.
Aquellas palabras agitaron a la princesa, que tuvo que hacer un esfuerzo por dominar sus impulsos. Sentía deseos de volver a pasar las yemas de sus dedos por aquella piel que le había transmitido el poder del fuego, y acariciar cada una de las cicatrices que la cubrían. Al verlas bañadas por la suave luz que los rodeaba, se vio presa de una excitación que a ella misma sorprendió.
—Un destino incierto el del guerrero de Anubis —señaló sonriendo Nefertiry.
—Así es, mi princesa. Mas en confianza te diré que hubiera sido feliz cultivando los campos y llevando el ganado todos los días a abrevar al río. Bañarme en sus aguas, secarme al sol. No hay placer que pueda compararse a ése —aseguró Sejemjet con cierta ensoñación.
De inmediato, Nefertiry captó la vulnerabilidad del alma de aquel joven. Ya no tenía ninguna duda de que Sejemjet carecía de experiencia con las mujeres. Un guerrero fiero que, sin embargo, mantenía sus sentimientos más íntimos libres de las heridas del amor; las más profundas y las que, sin lugar a dudas, resultaban más dolorosas. Era como una de aquellas piedras preciosas que recibía su augusto padre desde las minas del Sinaí, a las que luego ordenaba dar forma a los maestros orfebres para lograr las más exquisitas joyas que cupiera imaginar. Semejantes pensamientos le hicieron enardecerse aún más, y notó cómo el deseo se apoderaba de ella. Se había sentido atraída por el joven desde el primer momento, y ella lo sabía bien.
La música cercana vino a sacarla de tales reflexiones. Unas bailarinas entraron en la terraza danzando y tocando los crótalos entre murmullos de aprobación y comentarios picantes.
—Hijas de Hathor, permitidme ofreceros lo mejor de mí mismo —exclamó un orondo invitado que apenas podía mantenerse en pie.
—Sólo los
deben
que posees pueden interesarles —dijo alguien de entre los presentes.
Algunas risas corearon la ocurrencia, mas enseguida todas las miradas se centraron en las bailarinas. Los hombres las devoraban con los ojos; todos excepto Sejemjet, que no parecía especialmente interesado.
—¿No te gustan las bailarinas? Te advierto que no hay otras como ellas en todo el Alto Egipto —aseguró Nefertiry, que no perdía detalle de cada uno de sus movimientos.
—Me lo imagino —apuntó él, sucinto—. Pero me parece que ha llegado la hora de que me retire.
—¿No estás a gusto en mi compañía? —preguntó ella, desviando su mirada hacia él, desafiante.
Sejemjet pareció turbado.
Nefertiry río como sólo ella era capaz de hacerlo, desconcertándole todavía más. Acto seguido clavó su mirada en los ojos de aquel hombre y leyó cuanto le ocurría. Sejemjet la desvió al instante, e hizo ademán de marcharse.
—¿Vas a dejarme aquí plantada? La noche no ha hecho sino comenzar. Además, me agrada tu compañía.
El joven la miró de nuevo, sobreponiéndose a su azoramiento. Sin saber por qué, deseaba abandonar el palacio.
—Eres muy amable conmigo, mi princesa. Más permíteme que me retire.
—Un soldado que abandona a la hija del dios en plena noche —señaló ella con una media sonrisa—. Podría ordenar que te azotaran.
Sejemjet se le aproximó un poco y la observó detenidamente. Sin duda le pareció hermosa, tanto como pudiera serlo una princesa en cualquiera de sus sueños. Impregnada con toda la esencia de su divino padre el faraón, Nefertiry se le antojó uno de aquellos sueños, irreal y a la vez inaccesible. Por algún motivo ella lo requería, pero no era posible.
—Hazlo —respondió el joven con suavidad—. Unas cicatrices más poco importan y, en cualquier caso, serán tu recuerdo.
Entonces la miró fijamente a los ojos, dominándola con su poder. Ella se estremeció al sentirlo, al comprobar que no podía resistirse a él. Era una fuerza que le llegaba al corazón, capaz de nublar su voluntad, para la que no encontraba explicación. «Sin duda resulta cosa de magos —se dijo de nuevo—. O capricho de los dioses, siempre volubles.» Pero nada podía hacer.
Cuando lo vio partir apenas acertó a despedirse. Tan sólo le observó alejarse por entre los invitados con su gigantesca figura señoreando sobre todos ellos. Mas era lógico, pues como él bien había dicho, Egipto lo había elegido.
Antes de visitar a Heka, Sejemjet decidió tirar la casa por la ventana. En su opinión no había mejor motivo para ello, pues regresaba hecho ya un hombre a la casa de quien un día lo recogiera. Volvía convertido en un soldado al que el dios en persona había favorecido con su distinción, algo que representaba todo un acontecimiento para el barrio en el que había crecido. El joven había decidido vender el anillo que Tutmosis le diera como agradecimiento por su valor, para comprar todo cuanto fuera grato al corazón de la anciana. Así, se presentó por la mañana a la puerta de su casa con un asno cargado de todo lo bueno que pudo encontrar. Cereales, legumbres, hortalizas, lino de la mejor calidad, aceite, miel, y hasta unas sandalias de piel, como las que llevaban los aristócratas, fueron dispuestos sobre el pollino, ya que era el momento de dar a la vieja hechicera su reconocimiento por la generosidad que había mostrado siempre con él. Con aquellos regalos nunca podría pagar cuanto había recibido de ella, pero Sejemjet se sentía feliz de ofrecer, por primera vez en su vida, algo con lo que alegrar el alma de su madre adoptiva.
—¡Selkis nos asista! —exclamó Heka al verle plantado frente a su puerta, junto a un pollino cuyas alforjas estaban rebosantes—. ¡Pero si yo nunca he usado sandalias! Mira mis pies, hijo mío, cómo has podido gastar tu pequeña fortuna en todo esto.
—Te calzarás para caminar por el barrio, madre, para que todos los vecinos sepan cuál es tu verdadera condición.
—¡Isis bendita! ¿Por qué me traes todas estas cosas?
—Hoy el Nilo se desbordó hasta tu casa, y Hapy te trajo la abundancia. Ni en cien años podría devolverte todo lo que tú me diste a mí.
—Ay, hijo, cómo dices eso. —La anciana apenas podía contener la emoción—. Pero deja que te mire. Estás hecho un hombre, y además bien guapo. Isis sapientísima, cuánta alegría —dijo abrazándose a él.
A Sejemjet se le partió el corazón al estrecharla. Aquel cuerpo menudo, consumido por los años, se le antojó tan frágil como el más fino alabastro, o acaso como una flor de loto.
—Vienes convertido en todo un héroe. Hasta aquí llegaron las noticias que hablaban de ti. Ahora eres una celebridad en el barrio, y muchos me preguntan por ti —aseguró la señora sin ocultar su orgullo—. Para ellos resulta una sorpresa, aunque tú sabes que para mí no.
—Todo se exagera, y en la conquista aún más. Sobre todo si tú eres el vencedor.
—En eso tienes razón, hijo mío —río ella—. Pero así somos los humanos.
Cuando Sejemjet terminó de descargar el burro, Heka continuaba dando loas a la celestial Enéada sin poder contenerse.
—¡Miel de El Fayum! —exclamó como una niña ante la vista de su primer juguete—. ¡Esto te habrá costado una fortuna! Sólo los príncipes la toman. —Sejemjet la observó sonriente, feliz de verla tan contenta—. Cuando sonríes eres aún más guapo. Lástima que te cueste tanto hacerlo.
El joven la volvió a abrazar.
—El pollino también es para ti —dijo cuando se apartó.