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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (22 page)

—Si quieres mi opinión, oh, príncipe, te diré que el corazón de estas bestias está más cerca de la justificación de Osiris que el de la mayoría de nosotros.

—Conozco a quien opina como tú —murmuró Amenemhat pensativo.

Sejemjet hizo un gesto de conformidad y acarició una vez más a los caballos. Después, ambos abandonaron los establos y se dirigieron de vuelta a los jardines de palacio.

—¿Cuál crees que es la razón por la cual nuestros carros suelen vencer a los de los sirios? —se interesó el príncipe.

—Me parece que el motivo está en su propia maniobrabilidad. Nuestras vigas son más ligeras, y además sólo llevan dos hombres, mientras que nuestros enemigos suelen portar tres. Este detalle es determinante, sobre todo en el terreno tan abrupto en el que solemos combatir.

—Es cierto lo que dices —señaló Amenemhat—. Sin la agilidad adecuada, los carros no sirven para nada.

Sejemjet asintió mientras se aproximaban a un pequeño grupo que los esperaba a la sombra de una palmera.

—Este soldado goza de vista certera. No hay duda de que Montu le tiene en gran estima; incluso Reshep parece haberse aliado con él; deberíais haber visto cómo le quieren mis caballos.

Los allí presentes alabaron las palabras de Amenemhat, como correspondía a los buenos modales. Todos eran militares y amigos del príncipe heredero.

—Supongo que ya conocéis a Sejemjet —señaló el príncipe—, aquel que es grato a los ojos de mi padre.

Hubo murmullos de bienvenida y gestos de asentimiento.

—¿Conoces al general? —preguntó Amenemhat con naturalidad.

—Sólo de oídas —contestó Sejemjet lacónicamente.

—Thutiy es uno de nuestros mejores generales; tiene toda mi confianza.

—Gracias, mi príncipe —alabó el aludido respetuosamente—. Así pues, tú eres Sejemjet, el hombre de Djehuty.

Aquel comentario levantó algunas sonrisas, ya que todos conocían bien al conquistador de Joppa y las artes que empleaba en todo lo que hacía.

—Sólo soy grande de los cincuenta, general; y no hay nada que me preocupe más que conducir con bien a mi sección.

Thutiy sonrió.

—En cualquier caso, estás de enhorabuena —apuntó escuetamente.

—Me temo, Sejemjet, que estés dando mala reputación a los soldados del dios —intervino alguien como con tono de crítica.

—Ah, éste es Tjanuny, el amantísimo escriba que mi divino padre ha elegido para que recoja todas sus campañas y las inmortalice —explicó el príncipe. Sejemjet lo miró unos instantes y reconoció en él los distintivos de comandante—. A pesar de su juventud —continuó Amenemhat—, nuestro sapientísimo escriba es casi tan cascarrabias como un viejo de cien años.

El comentario levantó algunas risas, aunque Tjanuny mantuvo su gesto digno.

—¿Es que no os habéis enterado? —dijo—. Este hombre tiene agotado al escriba de su unidad. Es tal la cantidad de manos que le lleva, que llega a olvidar el número exacto.

—Espero que no —contestó Sejemjet muy serio, sabedor de que los trofeos significaban un retiro honorable al final de su carrera.

Tjanuny fingió no haber escuchado al soldado.

—Con tanto trabajo nos veremos obligados a emplear más escribas en la división Set, por lo menos mientras nuestro héroe permanezca en ella.

Esto levantó algunas risas, y los militares cruzaron miradas de complicidad.

—Honremos a Sejemjet como se merece, ¿no creéis? —se apresuró a decir el príncipe—. Es un privilegio para el dios tenerle a su servicio.

El comentario hizo que todos guardaran silencio.

—Por lo que a mí respecta, hago público mi reconocimiento —indicó Amenmose, un capitán de carros muy conocido por su habilidad con los caballos—. He visto combatir a este hombre y tiene su fama bien merecida.

Aquello pareció dar por cerrado el capítulo de las salutaciones, y los presentes se dedicaron a hablar animadamente de temas más triviales, como correspondía a una reunión amistosa. El príncipe se interesó sobremanera en la técnica que Sejemjet utilizaba en la lucha con los bastones, y pasó gran parte de la tarde escuchando los consejos del soldado y algunos puntos de vista interesantes.

—Aunque sea el brazo el que sujeta el bastón, el golpe no debe darse con él, sino con todo el cuerpo —le decía Sejemjet—. Además, debes aprovechar el impulso del contrincante en tu beneficio. Como en el resto de las cosas que nos rodean, en este tipo de lucha el equilibrio es primordial. El ataque y la defensa han de estar coordinados.

Así estuvieron hablando durante un largo rato hasta que un inesperado revuelo les hizo mirar hacia el cercano lago, donde se oían risas y gran alboroto.

—Me temo que por hoy la quietud toca a su fin —dijo el príncipe con resignación—. Mi querida hermana ha decidido que ya es hora de divertirse un poco.

Los militares observaron cómo la princesa se zambullía en el lago junto a sus amigos. Los gritos y los chapuzones empezaron a sucederse con una rapidez sorprendente, impropia de la seriedad que requería un lugar como aquél. Esto debieron de pensar los invitados del príncipe, siempre tan adustos en todo lo referente al protocolo y la disciplina, como por otra parte correspondía a militares de su rango. La mayoría se sintieron incómodos, pues era conocido el espíritu frívolo de la princesa y sus extravagancias a la hora de llamar la atención. Apuraron sus copas de vino y pusieron cara de circunstancias, sobre todo cuando vieron que la princesa se les aproximaba con el cuerpo apenas cubierto por un frágil lienzo que se adhería a su piel empapada. Era como si estuviera desnuda, y todos disimularon su incomodidad lo mejor que pudieron. Amenemhat, que conocía de sobra a su hermana, decidió que lo mejor sería continuar su conversación en otra parte.

* * *

Desde que se separaran la noche en la que el gran Tutmosis celebró su victoria sobre los pueblos de Retenu, Nefertiry no había podido dejar de pensar en Sejemjet. Aquel encuentro había significado para ella mucho más que un simple flechazo. Era una explosión de sus deseos, un ansia que surgía desde lo más profundo de su
ba
inmortal, que la había llevado a edificar sueños sin fin sobre aquello que anhelaba. Quería poseer a aquel hombre más que a nada en el mundo, averiguar qué se escondía más allá de su poderoso cuerpo, en lo más recóndito de su corazón, aquello que hacía que su
ka
fuera como el de un dios. Deseaba impregnarse de él hasta el último aliento, emborracharse de su sutil esencia para saciarse y desfallecer ahíta entre sus brazos, para volver de nuevo a llenarse de él, como si fuera alimento para su alma.

Las noches para Nefertiry se habían convertido en una pesadilla a la que se abandonaba. Ni las fiestas a las que acostumbraba a acudir servían para olvidar lo que ya era una obsesión. Cuando caía la oscuridad y la princesa se metía en la cama, su corazón retomaba sus deseos más íntimos allí donde los había dejado, pues no podía desprenderse de ellos. Ella, que poseía cuanto se le antojaba, se veía ahora a los pies de sus propios caprichos, ya que se daba cuenta de la fuerza de sus emociones. A veces, en la madrugada, se despertaba empapada por los sueños, y se acariciaba conteniendo sus suspiros en tanto se abrazaba a la almohada. Así ahogaba su pasión, como cualquier otra mujer que no fuera princesa.

Sin embargo, Nefertiry conocía muy bien cuáles eran los riesgos y las consecuencias que traería consigo el llevar a cabo sus deseos. Una cosa era tener aventuras y otra muy distinta enamorarse de alguien como Sejemjet. Su madre conocía perfectamente su naturaleza fogosa y, aunque la vigilaba, no se oponía a sus relaciones amorosas, aunque no cejara en advertirle que tomara precauciones. No obstante, debía ser muy cauta, pues el vínculo con aquel soldado podía romperse antes de que se encontrara atado.

Para una joven como Nefertiry, aquello no suponía mayor problema. Su astucia, siempre viva, era capaz de trazar las más sinuosas intrigas, y estaba convencida de que llegado el momento haría entrar en razón a su madre de una forma u otra. Mas su inseguridad principal era para con su amado. Él apenas la conocía, y además no tenía experiencia alguna en el cortejo. Eso era algo que la había excitado particularmente, pues la había llevado a imaginar cómo sus finas manos moldeaban aquella fuerza contenida, como si se tratara de un niño. Ella lo atraería para siempre atándole a su mismo yugo para así ser felices. Al menos eso era lo que esperaba. Ya estaba en edad de tomar esposo, y aquél era el hombre de su vida. Estaba segura.

Nefertiry debía hacerlo sucumbir a sus encantos antes de que el soldado regresara a la guerra. Durante los últimos días, la princesa se había dedicado a urdir la manera de aproximarse al joven, y así anduvo revoloteando, aquí y allá, hasta que se encontró con su hermano mayor. Éste le dio la clave para resolver la cuestión, ya que enseguida recordó haberlo visto hablar con él, y la gran impresión que le había causado. No tardó en averiguar que Amenemhat pensaba invitarlo próximamente a palacio, y ella vio el cielo abierto, aunque lo disimulara muy bien.

Así pues, aquella tarde Nefertiry lo tenía todo dispuesto, e incluso había convidado a varios de sus amigos para que todo pareciera más casual.

—Hola, hermanito —saludó la princesa, ignorando adrede al resto de los allí presentes—. El agua está deliciosa, y hoy hace demasiado calor para resistirse a un buen baño. Te recomiendo que te des uno.

Los militares se miraron de soslayo en tanto se levantaban como signo de respeto. Aquella joven era capaz de llevarlos a la exasperación, como bien sabían, y lo más prudente era retirarse lo antes posible. Amenemhat hizo un ademán con el que los invitaba a que le siguieran, pero la princesa intervino al momento.

—Necesito tu ayuda, querido hermano —dijo ella en un tono que no dejaba lugar a réplica. El príncipe puso gesto de sorpresa—. No me mires así, hombre. Se me ha perdido un brazalete en el lago y quisiera que me ayudaras a buscarlo.

Amenemhat no daba crédito a lo que oía, y se volvió perplejo hacia sus amigos que, cabizbajos, se hacían los despistados. Aquello era lo que les faltaba.

—¿Y bien? —inquirió ella en tanto daba impacientes golpecitos con un pie en el suelo.

—Y bien qué —contestó el príncipe, reponiéndose de su sorpresa—. No pretenderás que nos metamos todos en el lago a buscar tu brazalete, ¿verdad? Tus queridos amigos pueden dedicarse a esa labor, ¿no te parece?

—Ellos ya lo han intentado, pero son torpes y malos nadadores; en realidad me sirven de poca ayuda.

—¿Y qué quieres que haga, que nos zambullamos todos en el lago a pasar la tarde?

—A veces eres un engreído insufrible. Libren los dioses al país de Kemet de un tirano como tú. No quiero ni imaginar lo que será de esta tierra el día que tú la gobiernes.

Los militares, que presenciaban la escena, miraron al suelo abochornados. Si por ellos hubiera sido, habrían dado una azotaina a aquella princesita caprichosa y malcriada para enseñarle buenos modales. Más Amenemhat no estaba dispuesto a que le arruinaran la tarde.

—Lo siento, Nefertiry, pero hoy no estoy de humor para alabar tus juegos. Tenemos cosas más importantes que tratar que hacer frente a tus caprichos. Debería darte vergüenza presentarte así, con el cuerpo chorreando.

Aquello era lo que la princesa esperaba para poder continuar con su escena.

—¿Cómo te atreves? —exclamó airada—. Decir semejantes palabras en público. No sé a qué
kap
te mandaron de niño, Amenemhat, pero aprendiste pocos modales en ella.

Aquello era demasiado, y como el príncipe sabía que discutir con ella no llevaba a ninguna parte, hizo una seña a sus amigos para que le siguieran por el jardín. Si era preciso se irían a la otra punta del palacio.

El general y el escriba Tjanuny se aprestaron a irse de allí como alma perdida entre los cuarenta y dos jueces del Tribunal de Osiris, pues no sabían nadar. Por unos instantes se imaginaron el espectáculo que ofrecerían hombres de su rango chapoteando como ranas en el lago real. Sería algo lamentable, de lo que se hablaría durante años, con toda seguridad.

Al ver al escriba ponerse en camino con sus cortas piernecillas y la premura de un condenado al que se le abre la puerta para que pueda huir, Nefertiry soltó una carcajada que abochornó aún más a su hermano.

—No me digas nada —señaló al momento—. No te atrevas a ser descortés. ¿Sabías que el brazalete me lo regaló nuestro padre? ¿Sabías que perteneció nada menos que a la gran reina Ahmosis Nefertari? —Amenemhat hizo esfuerzos por no explotar—. Sí, sí. No pongas esa cara. Se lo regaló el gran Amosis I, el fundador de nuestra dinastía. Así pues, es necesario encontrarlo.

—¿Pretendes que draguemos el lago por tu descuido? ¿Cómo se te ocurre bañarte con una joya así?

—Forma parte de mí, pues la tengo en gran estima —aseguró la princesa sin inmutarse—. Además, creo saber más o menos el lugar donde la extravié.

El príncipe sacudió la cabeza presa de la desesperación. Contra aquella joven malcriada no había nada que hacer.

Sejemjet, que observaba la escena perplejo, se sintió violento al ver discutir a ambos hermanos por algo así. La princesa le produjo una impresión deplorable, pues se había presentado con toda la arrogancia de la que tenía bien ganada fama, demostrando hasta dónde estaban dispuestos a llegar sus caprichos. Allí estaba plantada, entre algunas de las más altas jerarquías militares del país, medio desnuda, demandando ayuda para buscar un brazalete. A él le pareció inaudito, aunque no pudo evitar reconocer que a la princesa no le impresionaban lo más mínimo los rangos ni las distinciones. En el fondo la escena se le antojó esperpéntica, y le hizo sonreír para sí mismo.

—Si no tienes inconveniente, yo ayudaré a la princesa —dijo por fin Sejemjet, tras observar los gestos de incomodidad del escriba y el general.

—Pero... No doy crédito a lo que estoy viendo —se lamentó el príncipe.

—¿Tú? —inquirió Nefertiry interrumpiendo a su hermano—. Si no hay más remedio. ¿Supongo que al menos sabrás nadar? —preguntó de nuevo, esta vez con displicencia.

Sejemjet la miró e hizo un gesto cargado de ambigüedad.

La princesa no cabía en sí de gozo, aunque se cuidó mucho de manifestarlo.

—Al menos hay alguien cortés entre los presentes —señaló malhumorada—. Gracias, hermanito —añadió despidiéndose con un gesto—. Seguro que con tus caballos eres más amable que conmigo.

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