Sejemjet jamás olvidaría el día en que vio al faraón por primera vez al frente de sus hombres. Erguido sobre su carro de electro, Tutmosis arengó a sus tropas con la persuasión propia de un dios de la guerra. Los soldados parecían embelesados al escucharle, y sus rostros expresaban todo el ardor guerrero que el señor de Kemet había hecho aflorar con sus palabras. Él los había embaucado con su magia de Montu, y desde el interior de su carro los hacía sentirse elegidos para una misión que trascendería a los tiempos. Los milenios no olvidarían sus gestas, inmortalizándolos como semidioses.
Resultaba imposible resistirse al fervor que las palabras del faraón ejercían sobre sus soldados. En verdad que en aquella hora, más que nunca, el dios Horus hablaba por sus labios confirmando así que se encontraba reencarnado en aquel pequeño cuerpo que gobernaba Egipto, apenas un metro y medio de estatura, y que no obstante rebosaba energía por cada poro de su piel, como si el padre Ra le hubiera otorgado del poder de todos los dioses. Él era Egipto, y sus soldados lo seguirían hasta la muerte.
En realidad, la toma de Kadesh no resultó una tarea difícil. Los zapadores egipcios, que habían acumulado una gran experiencia durante las anteriores campañas, no tuvieron complicaciones a la hora de diseñar las estrategias para el asalto. La ciudad apenas aguantó el primer envite, pues se vio rodeada por máquinas que asediaron sus murallas y por las que trepaba un enemigo dispuesto a no dar cuartel. Con los escudos atados a la espalda y las armas prestas, los infantes egipcios escalaron los muros de Kadesh con la decisión propia de quien cree estar llamado a cumplir una misión trascendental. Tras una verdadera tempestad caída del cielo en forma de flechas, la infantería se encaramó a las murallas para doblegar toda resistencia.
Desde su campo, el general Djehuty sonreía complacido al comprobar que su división tomaba las almenas haciendo gran carnicería sobre el enemigo. Era como una hueste desatada de entre la que destacaba una figura por la que ya sentía debilidad. Un joven, apenas adolescente, que parecía dispuesto a forjarse una leyenda más propia de los dioses que de los hombres, y que era pasmo de mandos y soldados. El verle pelear causaba estupor a todos, pues sus movimientos calculados y precisos parecían dirigidos por hilos invisibles en manos de titanes. Ni siquiera Tutmosis, situado cerca del general, pudo evitar hacer comentarios de alabanza al ver cómo aquel joven se las bastaba para dar cuenta de cuantos enemigos se le oponían.
El
mer mes
lo observaba en la distancia, como hipnotizado, ejecutar una suerte de macabra danza en la que se realizaban permanentes ofrendas a la muerte. Daba la impresión de que aquel muchacho poseía ojos donde nadie los tenía, ya que se giraba justo antes de que le atacaran por la espalda para detener el embate, contraatacando con la furia de Montu.
Djehuty fue testigo de cómo en el fragor de la batalla aquel soldado se abalanzaba contra un nutrido grupo de sirios que le cerraba el paso.
—¡Ese joven busca la muerte! —exclamó sin poder evitarlo.
Luego vio al dios asentir complacido al observar cómo derribaba a uno de sus oponentes.
—Es un amado de Set —oyó que murmuraba el monarca.
Sin embargo, para Djehuty aquel muchacho iba mucho más lejos. Al observarle, estaba convencido de que un genio maligno se había apoderado de su cuerpo, pues no recordaba haber conocido a nadie poseído por tanta ira. Quizá se tratara de alguno de los demonios que guardaban las doce puertas de la noche. «La Rompedora de Cabeza —que era la encargada de vigilar la primera— le iría muy bien», se dijo el general al ser testigo de los hachazos que repartía el joven.
—Sejemjet —musitó Djehuty—. Un nombre magnífico.
* * *
La caída de Kadesh supuso un duro golpe para los príncipes rebeldes, pues el elemento que había aglutinado su levantamiento desaparecía. Del señor de Kadesh no volvió a saberse más, aunque no eran pocos los que creían que había sido ajusticiado en su mismo palacio. Lo que sí ordenó Tutmosis fue el saqueo de la ciudad, ya que la entrega que sus soldados habían demostrado en el combate así lo merecía. Se hizo pues un gran botín de enseres y armas, y muchos fueron los que quedaron esclavizados en aquella hora. No obstante, el faraón decidió ser piadoso con la familia real y les perdonó la vida aunque, eso sí, se llevó a los pequeños vástagos a Egipto para educarlos apropiadamente. El faraón estaba convencido de que la vida en la corte les haría tomar una política favorable a sus intereses cuando llegara la hora de que gobernaran su tierra, y además, al tener a los pequeños príncipes como rehenes pensaba que podría mantener la paz en los territorios conquistados. Sin embargo, el tiempo demostraría que aquella política no daría los resultados apetecidos.
Otra vez Kemet había salido triunfante, y las loas al faraón y a los antiguos dioses se alzaron desde los escribas adscritos a los grandes templos mientras hacían recuento de las riquezas que habían conseguido aquel día. En el campamento de Tutmosis, aquella noche corrió el
sbedeb
hasta hacer enloquecer a la soldadesca. A la euforia desatada tras la conquista de la ciudad se unió el efecto demoledor de aquel fortísimo licor que originó no pocas pendencias. Era lo corriente después de una batalla, y los oficiales sabían que convenía hacer la vista gorda ante determinadas acciones y permitir a los soldados disfrutar de la victoria.
Aquélla fue la primera vez que Sejemjet se emborrachó, y también la primera vez que se acostó con una mujer, aunque él apenas guardara recuerdos de ello. Era lo habitual; los soldados bebían y se jugaban los botines conseguidos para acabar entre los brazos de alguna de las muchas rameras que acompañaban a las tropas. A la postre, el ejército era como una gran familia y muchos se hacían acompañar por sus criados. Entre los oficiales de rango superior era costumbre el viajar con sus médicos; y los generales y altos dignatarios llevaban incluso sus propios cocineros. Las prostitutas, por tanto, eran algo corriente y aquella noche pudieron resarcirse de tantos días de caminata para sacar un buen provecho de la victoria.
La siria con la que yació Sejemjet le cobró dos
deben
de cobre
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, una cantidad por la que podía haberse comprado un par de sandalias, aunque él nunca las hubiera llevado ni tuviera intención de hacerlo. No obstante, aquella mujer se dio buena maña para despacharlo con rapidez, y a los pocos minutos ya había terminado su trabajo.
Entre los recuerdos del joven estaba el del rostro de su amante que le sonreía pícaramente, y una sensación entre la frustración y el vacío aumentada sin duda por los efectos del
shedeh
ingerido. El joven había eyaculado casi con el primer movimiento y, como era su primera vez, supuso que era lo habitual. Al terminar se sintió confundido, y no entendió cómo los veteranos podían pasar horas y horas anhelando aquellos goces de los que, aseguraban, no podían prescindir.
Cuando bien de mañana el trompetero llamó para formar, Sejemjet creyó que todos los tambores del regimiento tocaban en el interior de su cabeza. Maldijo la hora en que había bebido, y también a la mujer siria con la que había yacido, y todos los veteranos se rieron al escucharlo.
Cómodamente sentado en el interior de su tienda, Djehuty se llevaba con parsimonia la copa a sus labios. Con los ojos entrecerrados saboreaba con fruición el vino en tanto trataba de hacerse cargo de la situación. El vino era excelente, de Buto, la tierra de donde él era originario, y el paladearlo le producía una íntima satisfacción, pues le traía recuerdos del Delta, así como los inconfundibles aromas de su añorada tierra de la que tanto se acordaba. Aquél era un vino blanco de Hamet, de la octava vez,
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un tanto afrutado, y de tan buen paladar que era fácil abandonarse a él. Sin embargo, su alta graduación, catorce grados, hacía que se subiera a la cabeza con cierta facilidad, sobre todo si se tomaba frío, ya que entonces se deslizaba por la garganta como si se tratase del mejor de los elixires. Al general le deleitaba en extremo sentir aquel frescor, aunque no en pocas ocasiones acabara por trabársele la lengua.
Mas aquella tarde, Djehuty se mantenía sobrio. Sus ideas iban y venían para encajar el complicado rompecabezas que la lucha por el poder era capaz de crear. A su edad, tales cuestiones no debían preocuparle, pues había llegado a lo más alto dentro del ejército gracias a su resolución y, sobre todo, a su astucia. Ser gobernador de Siria y general del ejército del dios eran puestos al alcance de muy pocos. Se necesitaba algo más que buenas influencias para llegar a ellos, sobre todo para un tipo como él, ya que había empezado su carrera como soldado raso. Sin duda Renenutet había bendecido su camino cubriéndolo con el manto de la suerte, y si así lo había decidido la diosa, el general había puesto buen empeño en no contradecirla, no renegando jamás de semejante regalo.
Curiosamente, Djehuty nunca había sido un hombre fuerte, ni tampoco un soldado que se caracterizara por su arrojo. Era de pequeña estatura y complexión delgada aunque, eso sí, poseyera una astucia digna del taimado Set, que con el tiempo se convertiría en proverbial. Ésa fue la llave con la que abrió todas las puertas que se encontró en la vida. Una llave que el
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siempre tuvo bien dispuesta y que a la postre le resultó mucho más útil que cualquiera de las armas que hubiera de esgrimir en la batalla.
Como en tantos otros casos, Djehuty entró en el ejército como soldado de leva. Corrían los tiempos en los que Tutmosis I se sentaba en el trono de Egipto, dispuesto a iniciar aquella política de expansión que ahora su nieto continuaba. El ejército necesitaba soldados, y él fue uno de los elegidos aunque aquello produjera un gran pesar en su familia. Mas este desgraciado hecho supuso el comienzo de su buena suerte. Djehuty no era especialmente hábil en el uso de las armas, aunque sí lo fuera con la palabra y en el trato con los hombres. Leía en el corazón de las personas en cuanto las veía, y su amabilidad, buen trato y sonrisa siempre dispuesta lograban que la gente se aviniera a mostrarle aquello que le interesaba. Conocía el ejército a la perfección, pues no en vano había pasado por casi todos sus estamentos hasta llegar a general, donde había demostrado con creces sus grandes dotes como estratega. El nuevo Horus viviente, Tutmosis III, le había honrado con su confianza al nombrarlo gobernador y, sin embargo...
El ejército del faraón estaba constituido por una amalgama de gentes de la más diversa condición. Allí había reos de muerte, criminales, ladrones, soldados de leva, profesionales, funcionarios, escribas superiores, aristócratas, príncipes... Todo un universo de intereses al servicio del dios en el que cada cual aspiraba a alcanzar las más altas metas. Unos querían llegar a ser grandes de los cincuenta, otros portaestandartes, algunos llegar a comandantes, y no pocos soñaban con convertirse en generales. Los escribas y funcionarios anhelaban escalar puestos en la Administración para llegar a ser inspectores, superintendentes o incluso visires. De una u otra forma, todos buscaban el poder, ya que no en vano éste representa el deseo máximo de los hombres.
El faraón conocía muy bien las reglas de aquel juego del que también participaba, pues siempre procuraba mantener un equilibrio entre todas las partes a fin de no ver menoscabada la influencia de la propia realeza. El dios velaba por su casa, pero sobre todo por su propio país, puesto que sabía adonde podía conducir la ambición humana y las fuerzas que, agazapadas en la sombra, esperaban el momento propicio para subir un peldaño más en la escalera del poder.
En una corte tan compleja como era la de Tutmosis III, éste daba y quitaba su favor en función de sus intereses, a la vez que mandaba velados mensajes con los que ponía de manifiesto ante los demás que él era el único señor de Kemet.
En el ejército ocurría igual. Tutmosis se hacía rodear de oficiales a los que otorgaba o retiraba su confianza. Muchos de ellos eran hombre capaces, aunque también abundaran los aventureros en busca de gloria. Mas el faraón siempre demostraba encontrarse por encima de tales codicias mundanas. Allí él era dios, y por ende el generalísimo de los ejércitos.
Durante todos aquellos años, Djehuty había sido el favorito del rey; sin embargo, el general intuía que las cosas podían cambiar. Fuerzas emergentes rodeaban al faraón en pos de su confianza, y el
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sabía que era mejor mantenerse muy atento a ellas. Él había servido fielmente al señor de las Dos Tierras, y no obstante estaba convencido de que el Horus viviente le había enviado uno de aquellos velados mensajes a los que era tan aficionado. En un principio había pensado en la posibilidad de que su natural perspicacia le hiciera exagerar la realidad, mas al poco desechó tal extremo pues no tenía dudas. Él era Djehuty, zorro entre los zorros, y estaba convencido de no equivocarse.
De un tiempo a esta parte, un joven oficial había ganado el favor del faraón. Su nombre era Amenemheb, aunque todos le llamaban Mehu, y su estrella había ascendido de tal modo que Tutmosis le había nombrado nada menos que oficial adjunto a su real persona. Como en su día ocurriera con Djehuty, Mehu también había surgido de la nada, aunque a diferencia del general poseyera cualidades bien distintas: Mehu era un guerrero de gran fortaleza, muy hábil en el manejo de las armas y arrojado en la batalla. En las cinco campañas anteriores había dado buenas muestras de ello, lo que le hizo obtener el reconocimiento del monarca, al que le seducía el desprecio que el soldado mostraba ante el peligro. En opinión de Djehuty, Mehu era un hombre altivo y cruel, carente de cualquier capacidad para negociar acuerdos, pues era muy directo y gustaba de usar la fuerza.
Obviamente, el dios pensaba de otra forma. Tutmosis también era un guerrero, y en su corazón los tipos como Mehu ocupaban un lugar preferente.
Así fue que, tras la conquista de Kadesh, el faraón ordenó al gobernador de Siria separarse del grueso de las tropas para emprender una nueva misión. Tutmosis y su ejército se dirigieron hacia la plaza fuerte de Simira, situada al norte de Ullaza, en la costa, que conquistaron sin dificultad. Simira era una ciudad de gran importancia estratégica, pues permitía el control del paso sobre el Eleuteros. En Simira, el ejército egipcio se llenó de gloria; una gesta de la que Djehuty no pudo participar. Las órdenes al viejo general habían sido bien diferentes: debía marchar al mando de la división Set hacia la localidad de Joppa, y tomarla al precio que fuera.