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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (11 page)

La misión aparentaba ser sencilla si no fuera porque Joppa llevaba resistiendo ocho años los ataques del ejército egipcio sin haber podido ser rendida. Esta ciudad era un puerto situado al norte de Gaza que había quedado aislado del resto de Canaán como único enclave capaz de resistir las acometidas del faraón. Mas ahora Tutmosis estaba firmemente decidido a quebrar de una vez por todas aquella oposición, y para ello enviaba al más laureado de sus generales; algo que a Djehuty no le gustaba en absoluto. A la vista de los demás, Tutmosis III le hacía un gran honor, pues le mandaba a Joppa otorgándole plenos poderes. Para que no existiera ninguna duda sobre este particular, el faraón le había prestado su báculo de mando, un hecho verdaderamente inusual con el que daba fe pública de su confianza y estima por el viejo general.

Pero Djehuty no se dejaba engañar por las apariencias. En aquel asunto tenía más por perder que por ganar, ya que nadie dudaba del éxito de su misión. Si Joppa había hecho frente a las embestidas del ejército egipcio durante ocho años, bien podía continuar saliendo triunfante durante otros tantos. Para él, la ciudad era un callejón sin salida al que había sido enviado dando por hecho que solucionaría el problema. Si el general tomaba la ciudad, todos lo verían como algo natural; pero si fracasaba...

A su edad, Djehuty no ambicionaba ya más que mantener la posición que tanto esfuerzo le había costado ganar. Después de años de guerras e intrigas, sólo deseaba retirarse un día no muy lejano a su querido Delta, para disfrutar honorablemente junto a su familia de un bien merecido descanso; mas debía hacerlo manteniendo el favor que el dios le había otorgado, todo lo que no fuera así supondría para él un fracaso.

Aún abstraído en aquellas conjeturas, el general levantó su copa para admirarla al trasluz. Era de vidrio azulado y el orfebre que le dio forma había grabado en su superficie sendos leones alados, que lucían magníficos, y hablaban claramente del lugar donde fue creada: Mesopotamia. Era una obra digna de la mesa del faraón, y al beber en ella, el vino de su tierra le sabía al general todavía mejor.

—Delicioso —se dijo tras dar un nuevo sorbo—. Con este vino podría invitar al mismísimo dios Bes.

Apenas había depositado la copa sobre la mesa, cuando un criado entró en su tienda para comunicarle que tenía visita.

—Hay un
w'w
que pide licencia para hablar con mi señor. He intentado despacharlo con viento fresco, advirtiéndole que ésta no es la forma adecuada para que un soldado acceda a un general, y que debía utilizar el conducto reglamentario, pero él ha insistido en que mi señor le había hecho llamar, y además me ha mirado de forma amenazadora. Parece que tiene muy mal genio, aunque si mi señor me da licencia, aviso al oficial de la guardia para que lo arreste.

El general lo miró algo sorprendido, pero enseguida hizo un ademán con la mano, para quitar importancia al asunto; casi se le había olvidado la cita.

—Supongo que el soldado tendrá un nombre —señaló torciendo el gesto, pues aquel criado le había sacado de un estado de placidez que invitaba al abandono.

—Mi señor, dice que se llama Sejemjet —contestó el otro, azorado.

Djehuty asintió y despidió al sirviente con un nuevo gesto de su mano, ordenando que le hiciera pasar. Hacía tiempo que andaba interesado en hablar con aquel joven por el que se había sentido fascinado desde el primer momento. Recordaba perfectamente el día en que lo viera pelear en el acuartelamiento de Tebas, y la impresión que le produjo. Ni que decir tiene que él había conocido a grandes guerreros a lo largo de su dilatada carrera. Soldados hábiles en el manejo de las armas y muy valerosos; aun así, aquel joven poseía algo que no había visto nunca, y que le era difícil definir. Parecía emanar de su propia naturaleza, como si su
ka,
su energía vital, hubiera sido elaborado para la guerra ya desde el claustro materno.

Durante aquella campaña, el general se había sentido hipnotizado por aquel joven cada vez que le había visto combatir. En su opinión era imposible sustraerse al influjo que Sejemjet ejercía sobre los demás. En cada uno de sus movimientos parecía existir algo mágico que no podía precisar. Una vorágine de fintas y acciones coordinadas que terminaban por convertirse en una suerte de danza con la que rendía tributo a la muerte.

Aquel muchacho se había hecho hombre prematuramente en los campos de batalla, y el general estaba convencido de que Shai y su esposa Mesjenet, ambos dioses del destino, habían diseñado para él un futuro de gestas que nadie sabía adonde podían conducirle.

Además, Djehuty era un hombre devoto de los dioses y muy supersticioso. Para él, la acción más nimia podía tener importancia. El simple hecho de que el joven se hiciese llamar Sejemjet le había dado que pensar. Era un nombre magnífico, y dada la trascendencia que los egipcios daban a su nombre creía que no podía haber sido mejor elegido. No era casual que se llamara así, y sólo la mano de los dioses podría encontrarse detrás de ello. Y ésa era otra de las cuestiones sobre las que había pensado últimamente. Alguien muy poderoso protegía a aquel muchacho; alguien que le impregnaba con su fuerza y que provocaba que a nadie resultara indiferente. Un innegable misticismo envolvía aquella fuerza desmedida, mas su origen se le antojaba todo un misterio.

Dadas sus actuales circunstancias, Sejemjet podría resultarle de gran utilidad. En pocos años podría ser un aliado formidable; un buen apoyo para disfrutar de una vejez rodeada de honores.

Como primer paso, el general había decidido ascender al joven. Aprovechando que el jefe de su sección había fallecido a consecuencia de las heridas recibidas en la última batalla, pensaba nombrarle grande de los cincuenta, a pesar de su corta edad. Cierto es que eso no suponía ningún problema, pues ninguno de los compañeros de su unidad se hubiera atrevido a disputarle el puesto. Él solo llevaba cortadas más manos que el resto de sus camaradas juntos, así que aceptarían el nombramiento sin poner objeciones. Sejemjet mandaría su sección, y de paso sería la clave para conquistar Joppa.

Djehuty se sonrió al pensar en ello. Después de ocho años de continuos asedios sabía que la ciudad no podía ser tomada por la fuerza, y que sólo su astucia sería capaz de rendirla. Para ello, el general había trazado un plan que a él mismo le parecía digno de un genio.

Cuando Sejemjet entró en la tienda del general, éste se levantó presto, haciendo teatrales aspavientos con sus manos.

—Pasa y siéntate, Sejemjet, tu presencia me es muy grata. ¿Deseas refrescarte? ¿Un poco de vino, quizá?

El joven, algo azorado, hizo un tímido ademán que podía significar cualquier cosa. El
mer mes
aprovechó para servirle un poco de vino en una copa semejante a la suya, y se la ofreció con una sonrisa.

—Es de mi tierra, Buto, y te advierto que harías mal en acostumbrarte, pues su precio puede resultar prohibitivo.

El joven se limitó a acercarse la copa a los labios para dar un pequeño sorbo. No era demasiado aficionado al vino, ya que se le subía a la cabeza con facilidad despertando su cólera.

—Convendrás conmigo en que es magnífico —dijo Djehuty chasqueando su lengua con fruición—. Un néctar apropiado para olvidar las penurias del soldado en campaña. ¿Te gusta?

—Es delicioso —se apresuró a contestar el joven—. Aunque no soy un entendido en vinos; incluso procuro no entregarme a ellos demasiado; nublan la vista y a mí me gusta mantenerla certera.

El general depositó su copa sobre la mesa y se repantigó. Al parecer, aquel soldado albergaba un alma de asceta, ya que además de su aparente sobriedad tenía aspecto de sacerdote. Incluso iba afeitado de arriba abajo, como si fuera un profeta adscrito a alguno de los grandes templos. Con el primer golpe de vista, supo que el joven era una persona directa.

—Supongo que te preguntarás el porqué de mi llamada, ¿verdad? —inquirió Djehuty en tanto le miraba fijamente a los ojos.

Sejemjet hizo un gesto, mezcla de ignorancia y despreocupación.

—Estoy aquí para servir al dios como más le convenga —se limitó a contestar.

El general lo observó perplejo, y al punto volvió a sentir el poder de aquel soldado.

—En ese caso no me andaré con circunloquios —se apresuró a decir Djehuty con su habitual diplomacia—. Sirvamos pues al señor de Kemet como se merece. Como seguramente sabrás —prosiguió—, el Toro Poderoso me ha confiado una misión de vital importancia. Después de esta gloriosa campaña, todo Retenu desde Ullaza hasta nuestra fortaleza de Tjeru ha quedado bajo la protección del Horus viviente, vida, salud y prosperidad le sean dadas hasta el fin de los tiempos. Sólo un lugar se resiste a nuestro amado señor. Sólo una población pugna por evitar que la civilice el pueblo elegido por los dioses milenarios. La chusma asiática es así: terca y desagradecida para con los que desean sacarla de su barbarie. En confianza te diré que me parecen una causa perdida. Llevo guerreando contra ellos toda mi vida y apenas han sido capaces de permitir que la luz entre en sus entendederas. Son de naturaleza levantisca, y están impregnados por una rudeza que me temo tardemos siglos en eliminar. Aquí, en Joppa, esta terquedad se halla sumamente arraigada, como raíces de un campo de sicomoros, y es necesario que de una vez por todas, dicho campo sea segado hasta el último de sus cultivos.

—Sea como dices, noble general —señaló Sejemjet sin inmutarse—. Como te manifesté, yo sirvo al señor de Egipto.

—Sin embargo, para ello no podemos usar el método del enfrentamiento —continuó el general—. Estoy seguro de que advertirás que esta ciudad es fácil de defender, y además su puerto natural le procura cierta facilidad para resistir un asedio. Se necesitarían todos los ejércitos del faraón para poder controlarlo, y no creo que haya que llegar a tal extremo. Si sometiéramos a Joppa a un feroz bloqueo, nuestros soldados acabarían por abandonarse al saqueo de las poblaciones vecinas, y yo me vería obligado a castigarlos, tal y como dice el reglamento. En fin, qué te voy a contar.

El comentario arrancó en Sejemjet una media sonrisa.

—No te rías, soldado. Ignoras que esta misma campaña que hemos emprendido no tiene otro origen que el de nuestra natural indisciplina. Si las tropas se hubieran comportado con el orden debido hace ocho años, el príncipe de Kadesh habría caído en nuestras manos, y nos habríamos evitado un buen número de problemas. Pero vuestra naturaleza es dada al abuso y la violencia; Montu lo ha querido así.

—Tú conoces bien cuál es nuestra naturaleza —respondió Sejemjet sin alterarse.

El general se quedó estupefacto, pero lo disimuló bien. Por mucho menos había ordenado empalar a algún soldado.

—Cuando hace ocho años el Toro Poderoso atravesó por primera vez estas tierras —continuó Djehuty sin hacer caso al comentario—, dirigió a su ejército con la sabiduría que sólo quien es la viva reencarnación de Horus puede poseer. Llegamos hasta Yehem, y desde allí existían tres rutas para alcanzar la ciudad de Meggido, capital desde donde los príncipes sublevados alimentaban la resistencia. Una conducía al norte, pasando por Djefti; otra, al sureste, a través de Taanach; y una tercera, a los desfiladeros de Aruna. Las dos primeras eran las más largas, pero también las más seguras, mientras que la que discurría por el valle de Aruna era la más corta pero a la vez la más peligrosa, puesto que desde aquellos desfiladeros resultaba muy fácil preparar una emboscada. Recuerdo que Tutmosis nos reunió a todos en su Consejo, y ante muchas objeciones decidió que marcharíamos por los peligrosos desfiladeros. El padre Amón le había revelado en sueños que el enemigo esperaba a su ejército por las otras dos rutas mucho menos arriesgadas, y que nunca esperarían que el faraón se atreviera a elegir el paso de Aruna.

Djehuty detuvo un instante su narración para dar otro sorbo de su copa, y luego prosiguió ante la mirada atenta de su invitado.

—Así fue como nuestro ejército cruzó el peligroso valle de Aruna, un paso de quince kilómetros de longitud y apenas nueve metros de anchura, donde hubiéramos podido ser fácilmente masacrados. Sin embargo, nuestras divisiones lo atravesaron sin novedad, y cogieron al enemigo desprevenido por la retaguardia hasta aniquilarlo casi por completo. Aquel desfiladero tenía una salida natural al sur del valle de Kina, a tan sólo un par de kilómetros de Meggido. Allí instalamos nuestro campamento, y el dios ordenó que al alba dispusiéramos el ejército en tres cuerpos para ocupar el mayor espacio posible y atacar la ciudad. Gran parte del enemigo se encontraba acampado entre la ciudad y nuestras tropas, por lo que, cuando al alba se inició el avance de los ejércitos del dios, la chusma asiática huyó despavorida al verse en franca desventaja, y corrió a refugiarse en el interior de la ciudad. Como el ataque era inminente, Meggido comenzó a cerrar sus puertas a cal y canto, y muchos de los rebeldes fueron izados por las murallas utilizando sus propias ropas. Imagínate.

Sejemjet hizo un gesto con el que daba a entender que no acababa de comprender la situación.

—Te resultará inaudito, sin duda, que toda aquella gentuza se nos escapara de las manos como por ensalmo, ¿no es así? Mas qué dirías que pasó para que algo semejante ocurriera. —El joven movió imperceptiblemente la cabeza, como adivinando lo que iban a decirle—. A nuestras gloriosas tropas no se les ocurrió nada mejor que entretenerse en saquear el campamento enemigo que había sido abandonado. Comoquiera que en su apresurada huida los viles cananeos habían dejado todos sus enseres, nuestros soldados entraron a saco con ellos, apoderándose de sus mujeres e hijos y cometiendo mil tropelías. Este tiempo lo aprovecharon los asiáticos para refugiarse en Meggido y pertrecharse con el fin de repeler nuestro ataque.

Sejemjet se imaginó la situación, y a pesar de su corta edad tampoco le extrañó. Muchos de sus compañeros sólo podían aspirar a este tipo de botines para ganar algún
deben
con el que asegurar una vejez en la que no tuvieran que depender de la caridad ajena.

—¡Aquello resultó catastrófico! —exclamó Djehuty, que parecía revivir tales momentos—. Las consecuencias trajeron consigo un asedio de siete meses. ¡Siete meses! Y todo por la indisciplina de nuestros soldados. Claro que he de reconocer que me vi obligado a emplearme a fondo para aplacar la ira del faraón. Hubo grandes castigos, y no pocos empalamientos, y al final todo el botín fue a parar a manos de los templos, pues a los soldados se les incautó hasta el último
quite.
Aún recuerdo cómo se frotaba las manos el escriba adscrito a los dominios de Amón. Aquel día nuestras divisiones hicieron ricos a los sacerdotes de Karnak por culpa de su mala cabeza.

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