Sejemjet apenas necesitó unos minutos para llevar el horror a las calles de Joppa. Acuchillando a todo aquel que se le ponía por delante, dio orden a sus hombres de que conservaran la posición junto a las puertas y no se perdieran cometiendo pillaje. Enseguida alguien hizo la señal convenida, y de la noche surgieron, como por ensalmo, miles de luces que parecían volar hacia la ciudad como si fueran luciérnagas.
La pesadilla se cernía sobre Joppa, y en ese momento se desató la histeria entre sus habitantes. Las chanzas, cantos y burlas se transformaron en angustiosos llantos de desesperación. La ciudad caía sin remedio, y con ella la vanidad de unas gentes que creyeron en el ensueño de unos hombres despojados de su habitual arrogancia. Pero todo había sido un ardid, y Joppa pagaría por ello.
Cuando el grueso de las tropas egipcias se presentó ante las puertas de la ciudad, Sejemjet ya había cargado de grilletes a toda la guarnición que guardaba la entrada. Sus hombres se abrían paso ahora hasta el palacio para acabar con la resistencia de los cananeos. Con Sejemjet a la cabeza, los demonios entraron en el palacio acogidos por los coros de Anubis, quien, en aquella hora, recibía nuevos acólitos. El dios de los muertos cantaba su plegaria mientras veía a sus hijos dedicarle ofrendas con magnanimidad. La sangre corrió por las salas del palacio con la generosidad propia de quien está enajenado. Sejemjet no tenía tiempo para el arrepentimiento. Si una mano se le oponía, él la cercenaba con la celeridad de quien elimina un estorbo. Cuando entre los sollozos y lamentos de los que trataban de huir de la barbarie se presentó ante la princesa de Joppa, uno de sus oficiales salió presto para hacerle frente y salvar a su señora. Sejemjet alzó su espada y de un mandoble le cortó la cabeza; acto seguido, y con su arma cubierta de sangre, se acercó hacia la princesa.
Ésta, al verle aproximarse, ahogó un grito de terror. Aquel hombre cubierto de cicatrices parecía salir del peor de los sueños posibles. Era un demonio, sin duda, y supo que su alma estaba perdida. Entonces corrió hacia sus hijos, que se abrazaron a ella llorando.
—¿Quién eres tú? —preguntó la princesa con desesperación.
Aquel demonio se detuvo ante ella, a apenas unos palmos de distancia, y su mirada la aterrorizó.
—Soy el preferido de Set, y he venido a llevarte.
* * *
Así fue como cayó la ciudad de Joppa, víctima del engaño del hombre y también de su vanidad. Mostró su desdén hacia la arrogancia de Kemet, y eso fue el inicio de su perdición. Fue despojada de todos sus tesoros, y sus gentes hechas cautivas y marcadas a fuego como si fueran ganado. Ahora pertenecerían a los rebaños de Amón, o a quienquiera que el señor del Alto y Bajo Egipto decidiese. Se habían convertido en esclavos, y aquellos que se quedaran en la ciudad servirían al dios como el primero de sus vasallos.
Djehuty ordenó que todos los bienes incautados, así como los príncipes y su familia, se trasladaran a un barco para ser conducidos a Egipto. Allí, la familia real quedaría como prisionera para que el mundo supiese lo que le ocurriría a quien osara oponerse al faraón.
La noticia de la conquista de Joppa corrió por toda la tierra de Canaán hasta los reinos de Mesopotamia. Las gentes se hicieron eco del acontecimiento, y surgieron relatos que cantaban la gesta como una epopeya. Las historias se convirtieron en leyenda, y con el paso de los años su recuerdo sería sinónimo del poder que puede atesorar la astucia del hombre.
Cuando Tutmosis III se enteró de lo ocurrido dio loas a los dioses y ordenó cantar la hazaña por toda la tierra de Egipto. Desde la fortaleza de Tjeru, justo en la frontera oriental, hasta Kurgus, en el remoto sur, sus heraldos contaron la proeza del astuto general. ¿Acaso su nombre, Djehuty, no era sinónimo de sabiduría?
No había duda de que los dioses velaban por Egipto, pregonaban orgullosos, pues de su tierra había surgido un paladín como no recordaban los tiempos. Al parecer era un vástago de Set a quien ya todos llamaban Sejemjet el Magnífico.
Los acianos cubrían con su manto de suave azul los frondosos jardines. Sus flósculos creaban una suerte de realidad que parecía flotar en el radiante verde como si fuera un lienzo tejido por la ilusión. Tan etéreo era que podía confundir los sentidos, pues su colorido salpicaba los lindes del desierto cual si se desgranara en vaporosos racimos. La esposa del dios sentía pasión por los acianos, y los jardines del palacio de Tebas acogían sus brotes con la magnanimidad propia de quien todo lo puede. Junto a ellos, los narcisos se desparramaban hasta el exceso, saturando con su inconfundible fragancia los campos circundantes, y hasta el propio palacio parecía emerger de ella como parte de aquel ensueño que invitaba al abandono.
Respirar allí era como hacerlo en la morada de los dioses, dondequiera que se encontrara.
Los dueños de Egipto se hallaban embriagándose de aquel perfume. Convocados por el señor de Kemet a su palacio para hacerlos testigos de su poder, se desplegaban por las inmediaciones de la sala del trono, reunidos en pequeños grupos en los que hablaban con voz queda en tanto se observaban los unos a los otros con disimulo, como era habitual.
Aquel día, Tutmosis había hecho una demostración de su fuerza al organizar un gran desfile por las avenidas de Tebas. Toda la ciudad se había echado a la calle, enfervorizada ante la visión de las tropas que marchaban marciales. El corazón de las gentes, henchido de orgullo patrio, se había desbocado y lanzaba vítores a los guerreros conquistadores de Retenu.
—¡Gloria a vosotros, hijos de Montu! ¡Fuerte es vuestro brazo! —les decían al verlos pasar.
La visión de los tesoros tomados al enemigo los hizo enloquecer, hasta el punto de que al ver llegar a los vencidos atados al yugo de la esclavitud, prorrumpieron en burlas y gritos de desprecio.
—Demos la bienvenida a la chusma asiática —gritaban—. ¡Ahora forman parte de nuestros rebaños!
Los rebaños a los que se referían no eran sino los correspondientes a la casa real y al clero de Amón, que se habían repartido, a la postre, la mayor parte del botín conseguido en aquella campaña. Sin lugar a dudas, la distribución de lo saqueado distaba de resultar equitativa, ya que el resto de los grandes templos no había recibido más que una pequeña asignación de tales bienes.
Con el faraón a la cabeza de sus huestes, el país de la Tierra Negra proclamaba a todas las naciones quién era el más poderoso. Montado en su carro de electro, Tutmosis avanzaba como un dios, intemporal y a la vez inalcanzable, como surgido de entre los rayos de luz que el sol hacía desprender de su biga.
—¡No hay duda de que el gran padre Amón está con él! —comentaban algunos en voz baja en tanto se postraban a su paso—. ¡El Toro Poderoso traerá gran prosperidad a esta tierra!
Cuando pasaron los generales, el pueblo reconoció enseguida a Djehuty, y arreciaron sus alabanzas. Si había algo que valoraran los egipcios, era el ingenio; y aquel hombre había demostrado hallarse sobrado de él.
—¡Larga vida a Thot reencarnado! ¡Su sabiduría es capaz de aplastar a los rebeldes incivilizados! —gritaban una y otra vez.
Así, los vítores acompañaron la parada con la que el dios celebraba su regreso victorioso. Muchos de los soldados que habían participado en ella habían quedado acantonados en Siria, mas para los que tuvieron la suerte de desfilar triunfantes aquel día por las calles de Tebas, las loas y aclamaciones quedarían grabadas en sus corazones para siempre.
En medio de aquella explosión de exacerbado patriotismo, Sejemjet se sentía eufórico. No eran los cánticos y atronadores aplausos los que le hacían sentirse así, sino el regreso a su tierra, al lugar en el que había pasado su infancia. Le causaba una gran emoción ver los campos que se extendían junto a los márgenes del río, por los que había jugado no pocas veces de pequeño, y también la posibilidad de que Heka se hallara entre el público para verle. Su recuerdo se hacía aún más nítido ahora que se encontraba desfilando por las calles de Tebas e, inconscientemente, trató de buscarla con la mirada, intentando descubrir su rostro entre el gentío. Mas sólo vio caras extrañas, alguna de las cuales le miraba con indisimulado asombro, quizá porque había oído hablar de él. A su paso había quien lo señalaba, exagerando las gestas que ya le atribuían. Pero Sejemjet sólo pensaba en Heka, la única madre que tenía en su recuerdo.
Por la tarde, el faraón había reunido a toda la corte en su palacio. El dios quería celebrar con ellos el éxito de su campaña, y también agasajar públicamente a Djehuty, después de su gran victoria. Ante los notables le manifestaría su favor, y aprovecharía para condecorar a varios oficiales que se habían distinguido a sus ojos. Después se celebraría un gran banquete, para que todos los corazones se alegraran en aquella hora junto a Menjeperre, vida, salud y prosperidad le fueran dadas.
Todos se postraron cuando la familia real entró en la gran sala. Los corrillos abandonaron sus conversaciones y, tras doblegarse ante el faraón, se apresuraron a ocupar sus puestos según dictaba la etiqueta. Sabían muy bien cuál era el lugar que les correspondía, pues los allí presentes eran maestros en la política, y no estaban dispuestos a ceder ni un palmo del poder que se les había conferido. Con mirada atenta observaron al dios, ya que eran muy hábiles a la hora de descifrar el significado del más mínimo gesto que éste hiciera. Desde que los tutmósidas habían ocupado el trono, algunos cortesanos se habían encargado de confeccionar un complejo entramado de uniones y alianzas mediante las cuales acaparaban la mayor parte de las influencias del país. Determinadas familias habían extendido sus tentáculos de tal forma, que estaban representadas en casi la mayor parte de los órganos de poder del Estado. Por medio de tratos y sobre todo uniones matrimoniales, se habían expandido como las aguas del Nilo en la crecida, inundándolo todo. De este modo, los nombramientos de los altos cargos pasaban de padres a hijos, sobrinos, yernos o nietos, consolidando así su dominio y, sobre todo, su predominancia sobre otros clanes. En no pocas ocasiones, estas familias se unían formando núcleos preponderantes que, en la práctica, ejercían un control sobre la Administración mayor que el que ostentaba el faraón.
Alguno de los que se encontraban aquella tarde en el palacio ya habían detentado cargos de la máxima importancia durante la corregencia, como Amenemneju, que entre sus innumerables títulos había conservado el de virrey de Kush; o como el mismo Useramón, que había sucedido a su padre, Ahmose, como visir. El propio heraldo real, Intef, había logrado mantener su estatus tras el cambio de gobierno, e incluso ostentar el título de supervisor del Doble Granero, aunque su estrella estuviera apagándose inevitablemente. Nuevos hombres ascendían los escalones de la ambición, para fortalecer poco a poco sus posiciones. Iamunedyeh, por ejemplo, acaparaba los importantes nombramientos de supervisor de la Sala de la Justicia, contable de los Impuestos del Alto y Bajo Egipto o el de administrador de los Campos; y Montu-i-iwy se había convertido nada menos que en mayordomo real y hombre de confianza del faraón, pues hasta le acompañaba en sus campañas militares, un hecho nada desdeñable para alguien que había empezado su carrera en palacio como
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, simple sirviente real.
Todas aquellas familias habían salido muy beneficiadas durante el anterior reinado de Hatshepsut. Para mantenerse en el trono, la reina había optado por ejercer una política con la que se asegurara el apoyo de la nobleza y los altos cargos. Pese a no iniciar apenas campañas militares, fue muy condescendiente con el ejército a fin de que la mantuvieran en el poder durante su falsa corregencia y, sobre todo, con el clero de Amón, cuya amistad y alianza buscó por encima de cualquier otra cosa. Ellos fueron sus principales valedores, mas el precio que Hatshepsut tuvo que pagar supuso el embrión que siglos más tarde originaría la fractura de Egipto. Los sacerdotes de Karnak consiguieron tal cantidad de prebendas e influencias por su compromiso con la reina que al morir ésta el Templo de Amón ya había rebasado con mucho en importancia a otros más antiguos, como los de a, en Heliópolis, o Ptah, en Menfis. Aquélla fue la base sobre la que comenzarían a erigir su propio imperio, hasta convertirse en verdadero poder político y económico del país de las Dos Tierras. Sin duda el mapa político había cambiado. Un faraón guerrero había sucedido a Hatshepsut, y el clero se plegaría a él gratamente, pues podía reportarle grandes beneficios.
Tutmosis conocía todos aquellos movimientos. Él mismo no era sino una pieza capital del gran juego del que formaba parte en el inmenso tablero en el que se desarrollaba aquél, las fichas: capturaban y canjeaban para avanzar posiciones o mantener isillas. Cada jugada debía ser convenientemente pensada, pues eran tantos los contendientes y tales las repercusiones que traería que éstas podían afectar al propio equilibrio necesario para el buen gobierno.
En su fuero interno, el dios abominaba del precio que había que pagar como consecuencia del reinado de su usurpadora tía. Habían sido nada menos que veintidós años; demasiado tiempo como para intentar eliminar las ambiciones de un plumazo. En el afán por controlar todas aquellas fuerzas dispuestas sobre el tablero, Tutmosis había decidido utilizar la habilidad, y también la gran energía que poseía. Educado en la Escuela Militar de Menfis, era muy querido por sus tropas, que le seguirían ti vacilar a donde los condujese. Él mismo controlaba el ejército por completo, pues sus soldados lo veían como uno más de entre ellos, siempre presto para acompañarlos a la batalla.