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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (13 page)

—Tiene una piel dura como la del cocodrilo —le había dicho éste al regresar de hacerle las curas—. Mañana estará listo para luchar de nuevo.

Cuando el
mer mes
cerró los ojos para dormir, aún veía en su memoria la figura de aquel semidiós, representando su danza macabra sobre las almenas. Esa noche Osiris tendría trabajo extra en la Sala de su Tribunal.

* * *

A la mañana siguiente, Djehuty envió de nuevo a su heraldo a la ciudad, en esta ocasión con una carta que debía ser entregada al príncipe de Joppa. El emisario fue recibido con burlas y chanzas desde los altos muros, pero éste mostró un talante bien distinto al del día previo, manifestando que no portaba armas y que sólo quería hacer entrega de la carta.

Como los cananeos no se fiaban, decidieron bajar una cesta atada con cuerdas desde las almenas para que el heraldo depositara en ella su misiva. Una vez hecho esto, izaron la cesta y acto seguido entregaron el escrito a su señor. Cuando éste lo leyó en su palacio, se sintió invadido por el desprecio y la ira, pues en la epístola se le conminaba a rendirse so pena de sufrir terribles represalias y gran pillaje. Mas al final de la carta, el general había añadido unas breves líneas de su puño y letra en las que reconocía sentirse impotente para conquistar la ciudad, a la vez que manifestaba el gran terror que le producía la cólera del faraón, así como lo mucho que aborrecía su ambición desmedida. Por ello solicitaba un encuentro para poder discutir personalmente determinadas cuestiones.

El príncipe de Joppa quedó muy satisfecho con aquellas palabras, y al instante mandó un mensaje a Djehuty en el que le proponía iniciar una tregua, así como una reunión entre ambos en terreno neutral.

Los egipcios aceptaron, y después del mediodía las puertas de la ciudad se abrieron para dar paso al príncipe y veinte de sus oficiales, que montados en sus carros de guerra se dirigieron a un punto equidistante entre las murallas y el campamento egipcio. Allí los esperaba Djehuty, junto a sus oficiales, todos desarmados y dispuestos a discutir el mejor modo de terminar con aquel asunto. El general había preparado cómodos asientos para la ocasión y había traído su magnífico vino para así brindar por la futura amistad. Todos se sentaron, y enseguida sugirieron olvidar sus rencillas y disfrutar del vino de Buto.

—¡Mmm, exquisito! —exclamaron los oficiales cananeos al probar aquel elixir—. Muy apropiado para sellar un pacto de amistad.

Los egipcios asentían en tanto elevaban sus copas para hacer nuevos brindis.

—¡Por el final de la guerra! —propusieron con gravedad.

—¡Que nuestros pueblos nunca vuelvan a combatir! —respondieron los cananeos.

Djehuty y el príncipe, por su lado, conversaban en un aparte.

—Me hallo entre la espada y la pared, gran príncipe; qué más puedo decirte. Sirvo a un rey cuya ambición no tiene límites, y para el que la Tierra no termina nunca. Es un déspota entre los déspotas, y yo sólo anhelo la paz, ahora que mi vejez se presume próxima.

Al príncipe las palabras del general le parecieron sinceras.

—Entiendo cuanto me dices. Mi propio pueblo está hastiado de luchas y conflictos. Nada menos que ocho años llevamos soportando la ira del faraón. Nosotros también deseamos que esto termine.

—En ese caso te haré una proposición en la que verás que sólo existe buena fe. Si lo deseas, mañana mismo te enviaré a tu palacio a mi mujer y mis hijos para que se queden contigo como prueba de amistad. Ellos se encuentran en mi campamento. Como ocurre con tu pueblo, mi ejército también está harto de guerrear. Ellos me obedecen ciegamente, por lo que si nos das tu protección, mañana estarán bajo tus órdenes.

El príncipe le sonrió satisfecho.

—¡Brindemos por la libertad de Joppa! —propuso Djehuty levantando su vaso.

Todos bebieron complacidos, y al poco tiempo se abandonaron en franca camaradería al placer que les proporcionaba aquel néctar traído del Delta. El general alzaba una y otra vez su copa, mas apenas se mojaba los labios.

—Creo que una noticia como ésta debería llegar a oídos de tu pueblo —apuntó el general después de chasquear teatralmente la lengua—. Harías bien en enviar a uno de tus oficiales a Joppa con la buena nueva.

Al príncipe la sugerencia le pareció muy oportuna, y enseguida dio órdenes para que uno de sus hombres comunicara la noticia a sus ciudadanos.

Mientras, cananeos y egipcios bebían y reían juntos bajo un sol que a primeras horas de la tarde resultaba implacable.

—Escucha, mi príncipe, como hombre de armas que eres me parece una terrible crueldad el tener a tus pobres monturas uncidas bajo este terrible calor —dijo Djehuty.

—Tienes razón, general, ellos son como hijos para mí, pues mi pueblo siente un gran amor hacia los caballos.

Inmediatamente el príncipe ordenó que los desuncieran y ordenó que lo condujesen a las sombras que proporcionaban las primeras tiendas del campamento egipcio.

—Propongo que aceptes la hospitalidad de mi tienda —sugirió Djehuty—. Allí podrás refrescarte y regresar con mi mujer e hijos tal como te dije. Tus oficiales pueden continuar bebiendo tranquilamente con mis hombres mientras te esperan.

—¡Me parece magnífico! —exclamó el príncipe, a quien el vino ya se le había subido a la cabeza—. Así cerraremos el trato.

De camino al campamento, el general no paró de alabar la nobleza y buen juicio que demostraba el príncipe con su actitud.

—¡Ay, si el señor de Kemet fuera como tú, noble príncipe! —se lamentaba una y otra vez. Al llegar a la tienda, el general agasajó a su huésped con más vino, y se sentó junto a él para brindar de nuevo.

—Escucha, general —dijo el príncipe con cierta dificultad, pues se le comenzaba a trabar la lengua—. He oído que llevas contigo el cetro del faraón.

—Así es —aseguró Djehuty—. Uno de sus bienes más preciados.

—¿Podría verlo? —inquirió el príncipe relamiéndose.

—Será un honor para mí —señaló el general encantado.

Se levantó y se dirigió hacia un arcón de donde extrajo una caja de sándalo. Al abrirla, sacó de su interior un cetro de oro y ébano.

—¡Oh, es magnífico, digno de un verdadero dios! —exclamó el príncipe al ver al general aproximarse con él en la mano.

—Éste es el cetro del dios Menjeperre, nacido Tutmosis —dijo Djehuty con gravedad—. Señor del Alto y Bajo Egipto y reencarnación de Horus. —Y alzando la voz proclamó—: ¡Tú, príncipe rebelde de Joppa, sentirás en tus carnes su cólera en este mismo momento!

Dicho esto, el general propinó un terrible golpe con el báculo en la cabeza del príncipe, que cayó al suelo como si fuera un fardo. Enseguida entraron varios soldados en la tienda y ataron al príncipe de pies y manos. Djehuty sonrió con desprecio, y acto seguido salió de su tienda para dar órdenes a su heraldo.

Éste partió de inmediato y se dirigió al lugar en el que habían quedado el resto de oficiales bebiendo.

—¿Quién es el auriga del príncipe? —preguntó el heraldo nada más llegar.

Uno de los cananeos se levantó tambaleándose, pues no había dejado de trasegar vino desde su llegada. Al verlo en semejante estado, todos se desternillaron de risa.

—Escucha —señaló el heraldo en un tono que no admitía discusión—. Mi general ha dispuesto ricos presentes para tu pueblo; preciados tributos con los que sellar su pacto de lealtad. Tu príncipe ha ordenado que acompañes a los porteadores de tan valiosos regalos ante la presencia de la princesa de Joppa para que su corazón se alegre, y así toda la ciudad sepa que los egipcios se han rendido.

El auriga, dado su particular estado, obedeció al momento, pues tampoco era cuestión de que todos los allí presentes dieran fe de lo lejos que se encontraba de dominar su razón. Así que se subió al carro del príncipe con sorprendente presteza para acudir al encuentro de la comitiva que ya se dirigía hacia él. Nada menos que cuatrocientos porteadores llevaban sobre sus hombros doscientas grandes cestas con todo lo bueno que el país de las Dos Tierras podía ofrecer. Para transportar cada una de aquellas cestas hacían falta dos hombres, pues eran cuantiosos los regalos, y de un valor incalculable, según le dijeron.

—Nunca ha visto Joppa cosa igual —le advirtió el heraldo que comandaba la comitiva egipcia—. Los tiempos recordarán este tributo como el más grande que hiciera Kemet a pueblo alguno.

El auriga debió de poner cara de embobado, pues se escucharon algunas risas, pero enseguida decidió que era preferible no ponerse en evidencia ante tan probos señores, y con el aire más digno que fue capaz de representar, se puso al frente de la larga columna de ofrendas camino de Joppa.

En la ciudad todo eran cánticos y risas. Al parecer el vil egipcio se había convencido, por fin, de que aquel pueblo jamás sería rendido por las armas. Ante la noticia de la capitulación de Djehuty, las gentes se aglomeraron en las almenas para presenciar el espectáculo que les proporcionaba su gran victoria: cientos de porteadores egipcios transportando tesoros de incalculable valor para la princesa de Joppa.

Según decían, cada cesta llevaba en su interior oro, plata, lapislázuli y el más puro lino fabricado en Egipto. Las más preciadas piedras del Sinaí, las maderas más nobles, el marfil más exquisito; Joppa había doblegado al Halcón Dorado, y eso era más de lo que ningún pueblo de Retenu había conseguido nunca. Aquél era un día de fiesta, y mientras la tarde caía en aquella gloriosa jornada, los ciudadanos decidieron que no había mejor ocasión que aquélla para alegrar sus corazones. El vino corrió por las calles y se hicieron ofrendas a sus dioses.

—¡Embriágate, hermano! —cantaban al compás de los gargaveros—. Hoy los dioses nos dan motivos para hacerlo. Olvida las penurias de todos estos años, a partir de hoy habrá paz y abundancia, y el egipcio estará a nuestro servicio.

Al observar el auriga el gran jolgorio que producía su marcha, decidió que era preciso estar a la altura de las circunstancias. Toda la ciudad se encontraba en lo alto de las ciclópeas murallas, deleitándose con la visión del invasor vencido. La soberbia del faraón había sido pisoteada y él sería el primero que entraría en la capital triunfante. Su razón apartó durante unos segundos su servidumbre a los vapores del vino, para ser consciente del papel que representaba. Y así, el auriga se estiró orgulloso sobre el carro del príncipe, como si en realidad él fuera el señor de Joppa. Los destellos dorados que el sol poniente arrancaba de la biga refulgían con el brillo sin igual de la victoria. Él conducía al altanero pueblo de los mil dioses con su orgullo mancillado, arrastrando su ambición por el polvo de aquel camino.

Los vítores que desde lo alto de las murallas llegaban hasta la comitiva envararon aún más al auriga imperial. Erguido en su carroza dorada escuchaba las loas y también los insultos que sus paisanos dedicaban a los vencidos.

— ¡Mirad! —oyó que decían—. Levantan el campamento para retirarse.

Y así era. Las tiendas del campamento egipcio estaban siendo desmontadas en medio de un ignominioso silencio, tan sólo roto por la algarabía de Joppa.

—¡Idos y no volváis más, infames rebanadores de prepucios! —gritaban las mujeres.

Tras el auriga, la larga comitiva caminaba pesarosa, hundiendo sus pies en el polvo, con la cabeza baja y la vista clavada en el suelo. Blanco de insultos y burlas, los porteadores apretaban los dientes y hacían oídos sordos a las imprecaciones que les dirigían. Sus corazones se cargaron de odio y, cuando desde las ya cercanas almenas recibieron el impacto de algún que otro pedrusco, lo aguantaron impertérritos, tal y como se suponía que debían hacerlo.

—Deteneos —gritó el auriga muy en su papel de salvador de su pueblo—. Y vosotros —dijo, dirigiéndose hacia los altos muros— no descarguéis vuestra ira sobre ellos. El príncipe ha cerrado un trato con los egipcios y debemos respetar sus vidas.

Se escucharon murmullos, y acto seguido volvieron los insultos y las chanzas.

—Estos hombres no pueden ser atacados, ¿entendéis? —exclamó el auriga con un vozarrón que a todos sorprendió—. Vienen desarmados y cargados de tesoros, así que los recibiremos con cortesía.

Se oyeron algunos abucheos, mas enseguida la inconfundible música de las flautas llenó el aire de la ciudad con su música festiva, y las gentes comenzaron a danzar por las calles en tanto éstas se cubrían de pétalos de flores.

La noche caía ya sobre Joppa cuando el séquito se detuvo ante sus puertas.

—¡Abrid las puertas al tributo de los vencidos! —gritó el auriga, altivo, en tanto echaba una mirada con desprecio al heraldo egipcio que le seguía.

Éste puso cara de circunstancias, mas evitó cruzar su mirada con la del cananeo.

—¡Abrid os digo! La princesa espera en el palacio para recibir estos magníficos regalos.

Entonces se escuchó un sonido quejumbroso y un estridente chirrido. Las enormes puertas comenzaron a abrirse lentamente entre agudos quejidos y lastimeros signos de indolencia, pues eran muy pesadas.

A la luz de las antorchas que ya iluminaban las calles, la procesión entró en la ciudad al mando de un auriga que se presentaba como si fuera un conquistador. Una vez dentro, depositaron los cestos en el suelo, y el heraldo egipcio se apresuró hacia el auriga subiéndose a su carro para hacerse oír.

—¡Noble pueblo de Joppa! —gritó con fuerza—. Éste es nuestro tributo; aceptadlo. Mas en esta hora os pido que respetéis a estos hombres, que vienen hasta vosotros desarmados.

Acto seguido bajó de la biga, y dirigiéndose hacia el primer canasto lo abrió para mostrar las joyas que transportaba.

—¡Magnífico! —gritó la muchedumbre, que ante la visión del oro pareció volverse loca, pues comenzaron a bailar como posesos atropellándose unos a otros en su afán de beber más vino.

—¡Bebed, bebed sin mesura! —gritaban—. Pues no hay ocasión mejor que la de hoy para hacerlo.

La euforia que se había desatado en la ciudad era tal que nadie fue consciente de lo que ocurrió a continuación hasta que fue demasiado tarde.

De repente, los grandes canastos se abrieron como por ensalmo, y de su interior surgieron los demonios del Amenti. Cada uno portaba tres espadas, una para cada porteador que lo había transportado y otra para bañarla en la sangre por su propia mano. Antes de que los ciudadanos pudieran comprender lo que ocurría, los fieros guerreros habían corrido hacia las puertas de la ciudad para reducir a los centinelas que las guardaban. Curiosamente, éstas permanecían todavía abiertas, pues era tan larga la comitiva que los últimos cestos acababan de ser depositados en el suelo. Entonces una figura imponente salió de su escondite de mimbre para desatar la destrucción.

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