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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (28 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Mas con todo, lo verdaderamente importante era el vasallaje. Los tributos seguirían fluyendo hacia las Dos Tierras, enriqueciendo el país un poco más cada día. El general se imaginó el rostro de satisfacción del dios al recibir las buenas nuevas en su palacio de Tebas, y también el del primer profeta de Amón al ser informado del número de esclavos que correspondían a su clero. Pasarían a engrosar la lista de las posesiones del templo, como el ganado o los campos, y serían marcados a fuego tal y como era habitual.

El heredero tendría el honor de presentarse en Tebas con los prisioneros atados a su carro, en un desfile triunfal que llenaría de gozo a su augusto padre. Amenemhat había nacido para ser faraón, y toda la corte se desharía en halagos tras la nueva victoria que el príncipe había conseguido ante la chusma asiática. Se leerían proclamas, se celebrarían fiestas, y todo el Estado se frotaría las manos de contento ante el río de tributos que fluiría desde Oriente.

En realidad aquello era lo que importaba. Egipto nunca volvería a ser el mismo, y eso lo sabía Djehuty perfectamente. La expansión del poder del Toro Poderoso era inevitable, y los cuantiosos impuestos recaudados que ello reportaba, una fuente de ingresos que enriquecería al país y a la que éste ya nunca podría renunciar.

«¡Gloria al Egipto y a sus dioses inmortales!», se dijo mientras brindaba consigo mismo en el interior de su tienda. Por supuesto que él se beneficiaría de todo aquello. Según su opinión, si alguien se lo merecía era él, y no veía la hora de hallarse sentado a la sombra que le procuraría su jardín, dedicado al sencillo arte de disfrutar tranquilamente de su familia y, cómo no, del buen vino de su terruño.

Sin pretenderlo, le vino la imagen de Mehu, el oficial asistente del faraón. Djehuty no pudo por menos que sonreír, y también experimentó un íntimo regocijo ante la última victoria que había conseguido contra él hacía ya casi un año. No le cabía duda de que, desde Tebas, Mehu observaría con envidia cómo el general al que tanto aborrecía se llenaba otra vez de honores a los ojos de su pueblo. El no haber podido participar en semejante victoria era un bocado difícil de digerir para un soldado como Mehu, que ansiaba distinguirse sobre todos los demás. Resultaba evidente que el futuro estaba de su lado, pero al menos Djehuty se retiraría con la satisfacción de no haber tenido igual dentro de los ejércitos del dios. Sería recordado durante generaciones, estaba convencido, y la conquista de Joppa representaría un hito del cual hablarían mucho miles de
hentis
después de que él se presentara ante el Tribunal de Osiris.

Aquel hecho le recordó el ardid de los cestos, y al joven Sejemjet saliendo de uno de ellos para abrir las puertas de la ciudad. Sejemjet... Todos sus pensamientos se obstinaban en confluir en el guerrero, sin entender muy bien por qué. Tal vez en el fondo de su corazón el general le tuviera en gran afecto, o simplemente fuera una especie de compasión por su persona. Él, que tan poco dado era a semejantes emociones, no podía evitar el preocuparse en cierta forma de lo que el devenir de lo días tuviera destinado al joven. Seguramente era debido a que presentía la fragilidad de su alma, o puede que intuyera que aquel poder descomunal que derrochaba en la batalla escondía una melancólica naturaleza que le hacía vulnerable. Su fuerza y prodigiosa destreza con las armas de nada le valdrían contra la astucia de los poderosos.

Ese desequilibrio de su personalidad quizá fuera la causa de su desconcierto, aunque eso debería averiguarlo él. El general suspiró resignado y mientras se escanciaba otra copa de vino un paje le recordó que tenía un invitado.

—Pasa, pasa, noble hijo de Montu. Me haces un honor con tu visita —dijo ofreciéndole acomodo.

—Tú eres quien me hace el honor, general.

—Dejémonos de cumplidos, Sejemjet. Entre hombres de armas no son necesarios. ¿Te apetece un poco de vino? —El joven hizo un gesto con el que declinaba el ofrecimiento y el
mer mes
siguió hablando—: No te culpo, aunque para no ser egipcio tampoco está tan mal. Es del valle del Orontes, ¿sabes?, y está mezclado con un tercio de agua y un poco de miel y pimienta. Es la única manera como se puede beber.

El grande de los cincuenta hizo una mueca con la que se daba por enterado.

—Otra vez te distinguiste en la batalla, Sejemjet, aunque no es por ese motivo por el que te he hecho llamar. Tus victorias ya no resultan ninguna novedad; incluso podríamos englobarlas dentro de lo habitual. A eso hemos llegado. —Sejemjet lo miró impertérrito, ya que no era capaz de juzgar sus proezas—. Te advierto que tu nombre es conocido desde Karkemish hasta Kurgus —señaló el general después de beber un trago de su copa—. En fin, los dioses te brindan su protección y eso es suficiente dados los tiempos que corren.

Ambos se miraron fijamente un momento, y acto seguido Djehuty prosiguió.

—Te digo esto porque, en cierto modo, yo también te he brindado mi favor, aunque no sea comparable al de los dioses con los que te codeas. Grandes son tus hazañas, y mayores podrán llegar a ser conforme pasen los años; no tengo ninguna duda de eso. Sin embargo, tus proezas nacerán y morirán contigo. En los tiempos futuros nadie se acordará de cómo venciste a tus enemigos en lo alto de las murallas. Los anales harán referencia al dios como el gran conquistador de Ullaza, y él se encargará de grabarlo en los muros de sus templos para que sus victorias sean eternas.

Sejemjet se encogió de hombros.

—No pretendo que mi nombre sea inmortalizado en la piedra —respondió—. Ni tengo interés en que algún día canten mis gestas. Si el faraón inscribe sus conquistas, lo hará porque tal es su privilegio.

—Sin duda —se apresuró a decir el general—. Aun así, si consigues situarte cerca de él, su grandeza te favorecerá y él sabrá recompensarte. Mírame a mí, si no; mi nombre será recordado gracias a las conquistas que hice para el dios.

Sejemjet hizo un gesto de impotencia.

—Yo sirvo al dios lo mejor que puedo —dijo lacónico.

—De una u otra forma todos lo hacemos, pero es necesario aprovechar el talento que los dioses nos dan. Sobrevivir en el ejército, aunque sea como oficial, es duro. La mayoría llegan a la vejez enfermos, suplicando algunos codos de tierra feraz donde poder acabar sus días.

—Entre los dones de los que hablas no está en mí el de hacer política. Me temo que los dioses no hayan sido generosos conmigo en eso.

Djehuty lo observó unos instantes y un sentimiento de pena lo embargó sin poder evitarlo. Lamentaba mucho escuchar aquellas palabras, aunque se ufanara íntimamente por su buena vista. Pocas veces se equivocaba al juzgar a las personas.

—En fin —dijo suspirando—. No quiero que pienses que te he hecho venir para aburrirte con mis admoniciones, je, je. Sólo quería prevenirte de tu fama, y también adelantarte que nuestra división quedará acantonada en Retenu. Me temo que de momento no podremos regresar a Egipto.

Sejemjet no pudo disimular su disgusto. Si había algo que ansiaba era volver a Kemet para estrechar a su amada, pues su recuerdo no se apartaba de él.

—Seguramente eres capaz de entender esta medida —señaló el general al observar su gesto de pesar—. Los levantamientos de los pueblos que habitan estas tierras son constantes. Cada año nos vemos obligados a intervenir en uno u otro lugar. Es como un avispero en el que parece que la paz nunca será posible. A menudo los tributos no llegan como debieran y yo, como gobernador de estos territorios, debo garantizar que algo así no ocurra.

Sejemjet asintió en un acto reflejo mientras parecía regresar de sus pensamientos.

—Conozco a los pueblos contra los que combatimos —dijo alzando su mirada hacia el general—. Sus disputas no tienen fin; parece que luchen entre sí desde el principio de los tiempos.

—Bueno, eso nos favorece —indicó Djehuty—. No habría nada peor para Egipto que el que estos pueblos se unieran por una vez. Sin embargo, es necesario terminar con las revueltas para siempre. En realidad nuestro verdadero enemigo se encuentra al norte del río Éufrates. Ellos son los que instigan a todas las tribus contra Egipto.

—El país de Mitanni —murmuró Sejemjet.

—Exacto, y debemos prepararnos para ocuparnos de ellos.

Sejemjet hizo una mueca de desprecio.

—Se esconden tras el Éufrates —dijo—. Antes o después habrá que ir a visitarlos.

A Djehuty, el tono del joven le erizó el vello.

—Quizá yo no esté presente cuando estos gloriosos hechos ocurran —señaló el general—. La hora de mi retiro está próxima, como ya te adelanté, aunque de momento seguiré gobernando Retenu desde la ciudad de Gaza.

—Entonces aquí nos separamos,
mer mes
—dijo Sejemjet sin poder ocultar su sorpresa.

—Puede. Ése es el verdadero motivo por el que te he hecho llamar. Quiero hacerte un obsequio.

Sejemjet no supo qué responder, pero enseguida vio que el general le hacía un gesto para que permaneciera en silencio mientras se dirigía a un arcón del que sacó una hermosa caja de ébano. Al aproximarse de nuevo a él, pudo ver como Djehuty le sonreía.

—Toma —dijo entregándole la caja—. No creo que exista nada mejor que pueda ofrecerte.

El joven la tomó con reverencia, y cuando la abrió su rostro se iluminó tal y como si estuviera contemplando el mayor de los tesoros que un hombre pudiera conseguir.

—Pero... ¡Es una
jepesb!
—exclamó alborozado al extraer la formidable espada de la caja—. Pero... —volvió a balbucear—. ¡Nadie posee este tipo de arma en Kemet!

—Ni en ninguna otra parte. Nació de las manos de los mejores orfebres de Retenu, los únicos que pueden hacer algo así. Es el arma del futuro.

—Y digna del faraón —añadió Sejemjet mientras la contemplaba.

—Si te fijas —explicó el general—, la primera parte de la hoja es recta, corta y algo estrecha, y luego se transforma en una espada larga, ancha y curva, hasta alcanzar una longitud de tres palmos. Está fabricada en una sola pieza de bronce —le dijo al tiempo que acariciaba la hoja, festoneada por unas acanaladuras rematadas en su unión junto a la empuñadura, formando una flor de loto—. Además, el guardamanos está adornado con lapislázuli y, como podrás observar, es corto y un poco ovalado, con un acabado en forma de pomo, para que resulte más fácil su sujeción.

Sejemjet se había quedado sin palabras. Visiblemente emocionado, blandía la espada curva moviéndola de un lado a otro con entusiasmo.

—¡Es ligera y muy manejable! —exclamó admirado al contemplar una joya como aquélla.

Al girar la espada, la luz incidió sobre ella para arrancar reflejos dorados de un fulgor sorprendente. En uno de aquellos movimientos, Sejemjet reparó en unos signos grabados en la hoja.

—Es nuestra escritura — dijo al reconocer los símbolos jeroglíficos.

Mas al momento se sintió azorado, pues no sabía leer. Djehuty se dio cuenta de inmediato.

—Es el
ba
de la espada, su alma —señaló en tono enigmático.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Sejemjet sin poder aguantar más.

—Ni wi Montu.
«Pertenezco a Montu.»

* * *

Antes de regresar a Egipto, el príncipe Amenemhat hizo llamar a Sejemjet. Éste creyó que el corazón se le saldría del pecho por la emoción que le causaba el poder tener alguna noticia de Nefertiry. Mas como ocurriera la última vez que se vieron en el palacio de Tebas, el príncipe se encontraba acompañado por sus inseparables amigos: el escriba Tjanuny y el general Thutiy.

—¡Convendréis conmigo en que existen pocas dudas sobre la naturaleza semidivina de este hombre! —exclamó Amenemhat alborozado al ver entrar a Sejemjet en su tienda—. Creo que haríamos bien si consideráramos la posibilidad de que sirviera a Montu como uno de sus profetas. No habría mayor satisfacción para el dios de la guerra que el encontrar a su hijo predilecto dentro de su templo.

Sejemjet se sintió turbado, como de costumbre, pues no era capaz de aceptar aquel tipo de halagos con naturalidad. El general allí presente asintió esbozando una media sonrisa, pero Tjanuny lo miró con evidente desdén; en su opinión, un bárbaro analfabeto como aquél era lo último que necesitaba el clero del dios tebano de la guerra. Como ocurría con la mayoría de los escribas, Tjanuny despreciaba a los soldados, aunque en su caso, él mismo estuviera ligado al ejército.

—Espero que incluyas en tus anales las hazañas de este hijo del tempestuoso Set —añadió Amenemhat en tanto ofrecía un asiento al joven.

—Me temo que ésta sea una misión tan delicada que ni mis manos puedan llegar a controlarla —dijo Tjanuny con su habitual tono engolado—. Algún día el dios hará grabar en la piedra todas sus conquistas, para que los tiempos futuros queden maravillados por su poder. Serán acciones que nos hablarán de su propia divinidad, tan ajena a nosotros. Como bien sabéis, Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, está interesado en conocer cuanto le rodea, por ello desea recabar información sobre toda la fauna y la flora de los países conquistados a fin de dar fe de ello a la posteridad grabándolo sobre la piedra de sus templos.

Sejemjet se sintió incómodo. Sobre todo porque a él no le importaba en absoluto el hecho de ser inmortalizado en la piedra. Además, aquel escriba le parecía insufrible.

—La esencia de la divinidad a la que me refiero —continuó Tjanuny— se encuentra en la capacidad del señor de las Dos Tierras, Menjeperre, para valerse de los brazos de cuantos le sirven a la hora de alcanzar sus propósitos. Él es quien se glorifica ante los dioses, y el que velará por nosotros un día cuando se halle entre ellos tras ser justificado por el Tribunal de Osiris. Tú mismo, oh, príncipe, posees esa esencia, y cuando el actual Horus haya volado cumplirás la misma función, y te convertirás en el nexo de unión entre tu pueblo y los dioses milenarios. Entonces también serás inmortalizado en la piedra.

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