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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (34 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—Yo iba haciendo cálculos aproximados de todas aquellas mercancías, que eran muchas, ya que mi naturaleza es muy dada a tales prácticas, por eso me extrañaron las tasas que iba imponiendo el escriba a cada comerciante, ya que resultaban aleatorias, y diferían de lo que en realidad debería corresponder. No dije nada, pues en estas cuestiones y tratándose de tantas mercancías podía ser que me equivocara, mas cuando llegamos al final de la caravana, el escriba terminó de garabatear con su cálamo las últimas cifras, y luego me dio el papiro para que lo guardara en el zurrón. En ese mismo momento, el
sesh mes
se volvió para hablar con uno de los mercaderes, y yo no pude evitar echar un vistazo a lo que había escrito.

Otra vez se detuvo Hor en su relato, y ahora sus dos compañeros lo miraban con verdadera ansiedad.

—Al ver las cifras me quedé estupefacto —continuó el sacerdote—. De las ciento cuatro bestias de carga que había en la caravana, el escriba había contado tres de menos, y los impuestos que les había aplicado sobrepasaban a los que había apuntado, que eran los correctos, y los que reflejaba el papiro. Yo me quedé sorprendido, hasta el punto de que casi se me cayó el documento de las manos mientras lo enrollaba. En ese instante el escriba se volvió hacia mí y me miró inquisitivamente, luego me dio un sopapo, de muy mala manera, que levantó algunas risas entre los caravaneros. «Estos ignorantes no valen ni para enrollar un papiro», señaló pretencioso. «Su analfabetismo llega hasta esos extremos.» Luego me dio un puntapié y me ordenó que dejara el zurrón en su tienda y avisara al
tay srit,
pues quería verlo.

Senu volvió a dar otro silbidito, pues le encantaban las buenas historias, sobre todo las que resultaban algo sórdidas, y ésta prometía serlo.

—Continúa —le animó Sejemjet, que le escuchaba con gran atención.

—Puedes imaginarte, oh, gran guerrero, las emociones que me embargaban mientras me encaminaba a su tienda. Yo, que siempre he tenido a la diosa Maat como fiel de la balanza en la que se pesan mis actos, había sido pateado por un
sesh mes
que parecía esconder arteros propósitos. ¡Nunca hubiera soñado que tendría que pasar por semejante trance! —exclamó Hor, indignado—. Pero eso no fue lo peor. Lo malo, lo verdaderamente perverso, lo encontré cuando entré en la tienda de tan corrupto individuo. No hay Enéada ni incluso Ogdoada con todos los dioses creadores, «Padres y Madres que crearon la luz», que puedan apiadarse del
ba
de ese canalla.

Senu parecía hipnotizado con aquel relato, y hasta le costaba tragar saliva con lo que estaba escuchando.

—Como podréis comprender, en cuanto llegué a la tienda de aquel escriba corrompido no pude evitar la tentación de examinar el escrito con mayor detenimiento. ¡No había ninguna duda respecto a mis sospechas! Aquel tipo robaba a los mercaderes una parte de sus mercancías impunemente, y lo peor era que parecía existir un acuerdo velado entre las partes.

Ahora fue Sejemjet el que se escandalizó, aunque Senu esbozara una sonrisa picara.

—Examinando con cuidado el papiro, saltaba a la vista que las tasas aplicadas no se correspondían con todo lo que se transportaba. El muy bribón se llevaba una comisión sustanciosa de aquellos productos, por supuesto con la aquiescencia de los comerciantes que, estoy convencido, han de transportar más productos de los que declaran. Este individuo, artero y vil, debe de haber instaurado un entramado de consideración.

—¡Qué bárbaro! —resopló Senu—. Ese hombre es un genio.

Hor lo miró sin comprender, pero enseguida Sejemjet lo hizo callar sin miramientos.

—Mas por si esto no fuera suficiente —prosiguió Hor—, mi natural curiosidad burocrática me hizo husmear por entre los archivos que ese monstruo guardaba en unas estanterías. Allí había copias de documentos que atestiguaban el paso de otras caravanas, y en las que supongo que habrá operado de la misma manera. Y lo peor no era eso, sino que semejante granuja debía de llevar muchos años ejerciendo prácticas de extorsión y robo descarado a sus propios compañeros.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sejemjet, frunciendo el ceño.

—Muy sencillo. Este hombre lleva robándoos durante años, sin que podáis hacer nada al respecto.

Ahora fue Senu el que se escandalizó, pues no había cosa peor para sus oídos que escuchar que otro le robaba.

—Aprovechando que los soldados no saben leer ni escribir, el escriba ha estado manipulando los informes oficiales en los que constan los trofeos y acciones de cada combatiente. Muchos de los que pude leer carecían de la especificación de la autoría, y en otros predominaba un nombre sobre todos los demás de forma extraña. A mí me llamó la atención, especialmente porque no se refería a ti, noble Sejemjet, que tienes fama de cortar más manos que nadie.

—Doy fe de ello —interrumpió Senu—. Al fin y al cabo, yo soy el encargado de cortarlas.

—Ya. Pues como os decía, el nombre que allí preponderaba sobre el resto no era el tuyo, Sejemjet, sino el de Meketre.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Su nombre se halla en casi todos los documentos que revisé, por eso me causó extrañeza.

—¡Valiente cabrón! —exclamó Senu con una expresión que bien podía recordar a la de los papiones rabiosos—. Ahora mismo le corto el cuello.

Sejemjet levantó una mano a la vez que lanzaba una mirada furibunda al hombrecillo para que se callara. Luego animó a Hor para que continuara.

—Gracias, gracias, noble guerrero. Al hilo de lo que os decía, los papiros se encontraban profusamente decorados con ese nombre —indicó Hor haciéndose el gracioso—, y también había otros en los que no aparecía ninguno. Espacios en blanco que con toda probabilidad el escriba dejó a propósito para rellenarlos más adelante; cuando se cumplieran sus objetivos.

Sejemjet endureció su gesto aún más mientras se paraba a pensar.

—Es evidente que ese individuo esperaba a que los soldados murieran en acto de servicio para adjudicar gran parte de sus acciones en combate al tal Meketre. Como es lógico, luego se lo repartirían, y al ser el escriba la única ley en tales casos, nadie podría protestar. Deben de llevar muchos años con este negocio; sin duda han tenido que sacar un buen beneficio del oficio de las armas.

—Entonces... —balbuceó Senu—. Es seguro que nos habrán robado cuanto hayan querido. ¡Después de todos estos años, y tan pobre como el primer día! —se lamentó el hombrecillo—. Ammit se apiade de mi alma.

—No blasfemes —le dijo Hor con severidad—. No hay motivo para que la Devoradora te cierre el paso al Paraíso.

—Y bien pobre que llegaré a él. De seguir así no tendré de qué disfrutar si convenzo al Tribunal para que me deje pasar, que ése es otro problema —aseguró Senu.

—Calla de una vez o te enviaré allí antes de lo que crees —le advirtió Sejemjet, molesto.

Senu pareció considerar aquellas palabras y al punto se recogió en una especie de silencio, como para sosegar su espíritu.

—Merka, que así se llama el escriba, habrá hecho una fortuna a costa de los que murieron por el dios. Ahora entiendo que algunos soldados fueran enviados a una muerte segura en tantas ocasiones. Meketre pasaba a ser el beneficiario de sus botines —masculló Sejemjet.

—No hay duda respecto a eso, y seguramente habrá más irregularidades, aunque no me fue posible indagar más, ya que tampoco era cosa de que me descubrieran. Imaginaos lo que sería de mí; mañana mismo moriría empalado en los lindes de cualquier camino.

—Es necesario denunciar todo esto —dijo Sejemjet, indignado.

—¿Denunciar? ¿Ya quién? —preguntó Hor.

—¿Cómo que a quién? El comandante de la región debe saber cuanto aquí ocurre —señaló el joven algo acalorado ante el cuadro que le habían dibujado.

—La cólera no debe nunca privarnos de los buenos juicios —indicó Hor levantando el dedo índice, como en él era costumbre—. De momento no podemos hacer tal cosa, ya que no sabemos con seguridad el alcance del asunto ni quiénes están involucrados en él. Puede que el
seshena-ta
se encuentre al cabo de la cuestión, o que el escriba adscrito a su cargo sepa lo que está pasando. Si diéramos un paso en falso, es fácil imaginar lo que nos ocurriría.

—Yo sé cómo se arregla esto —juraba Senu por lo bajo—. Y no hay otra cosa que hacer.

—Como podéis comprender, tras mi inspección apresurada dejé el zurrón sobre una mesa y abandoné la tienda del escriba como si me persiguiera la serpiente Apofis. Acto seguido fui a buscar a Meketre, al que encontré al poco, para darle el recado tal y como me habían ordenado. —Sejemjet se acariciaba el mentón mientras Senu parecía haberse convertido en una estatua de sal; silencioso y con los ojos muy abiertos—. El problema es más complejo de lo que podemos suponer. Además, si Merka se entera de que soy un sacerdote de Mut, no doy ni un
quite
por mi vida.

—No sabemos hasta dónde se extienden las raíces del caso, ¿verdad? —señaló Sejemjet quedamente.

—Me temo que así sea. Es necesario extremar nuestra prudencia —confirmó Hor.

—Ya. En ese caso, resolveremos el asunto a mi manera.

* * *

La noche era oscura y fría, pues el invierno había resultado más riguroso que de costumbre. Los cercanos montes teñían sus cimas, cubiertas de nieve, y el viento soplaba desapacible con ráfagas y chubascos que invitaban a guarecerse de los elementos. Los soldados permanecían en el interior de las tiendas dando gracias a los dioses por haberles permitido levantarlas para poder pasar el invierno. Acostumbrados a dormir al raso, aquello era toda una bendición, y elevaban sus preces al acostarse por no estar a la intemperie, sobre todo en una noche como aquélla. Sólo los soldados que permanecían de guardia soportaban las inclemencias del tiempo. Envueltos en sus mantas se abrigaban como mejor podían, a la espera de que llegara la hora en que los relevaran. Mientras, el viento parecía arreciar a la vez que llenaba el campamento con su ulular; un sonido desagradable que a los soldados llenaba de temor, ya que se imaginaban en él a los coros de las ánimas perdidas que quizá deambularan por el cercano valle en busca de descanso.

En tan intempestiva hora, Sejemjet resolvió que había llegado el momento de rendir visita al escriba. Ante el desacuerdo de Hor para hacer tal cosa, el joven le había lanzado una manta a la cara para que se abrigase con ella, conminándolo a seguirle.

—Observa y calla hasta que te diga —le había ordenado, sin dejar lugar a la réplica.

Protegidos por la oscuridad y acompañados por las frías ráfagas de lluvia, ambos se dirigieron a la tienda de Merka, seguidos por el omnipresente Senu que, justo es reconocerlo, tenía legítimos intereses. Eran tres figuras que bien pudieran haber sido tomadas por espectros de la noche, o demonios guardianes de las puertas del Duat, a los que era preferible no importunar. Las frazadas empapadas se adherían a sus cuerpos, y el viento enmascaraba sus pisadas, como si en cierta forma quisiera también participar de la misma empresa, aunque ésta ocultara oscuros motivos.

Cuando las tres figuras llegaron a la tienda permanecieron unos instantes agazapadas, alertas a cualquier imprevisto, mas sólo el viento continuaba junto a ellas, un viento que parecía invitarlos a entrar a los acordes de los lamentos producidos por las cuerdas que sujetaban la jaima. No debían demorar más su visita.

Una vez en su interior, los tres hombres se quedaron quietos durante un tiempo, escudriñando en la oscuridad absoluta que los rodeaba, aunque nada se veía pues la noche era tan cerrada allí como la que envolvía al resto del campamento. Al poco el sonido de una respiración acompasada les hizo tomar conciencia de dónde se encontraban. La escucharon hacerse más profunda, y a no mucho tardar oyeron los primeros ronquidos, que fueron subiendo de tono hasta hacer compañía al gemido del viento que azotaba el valle de La Bekaa aquella noche.

A una orden, Senu encendió un pequeño candil y los tres extraños se aproximaron hasta la figura postrada al otro lado de la tienda. Se acomodaron junto a ella, y la observaron un instante. Merka, el escriba, parecía sumido en el más profundo de los sueños, y con una expresión de satisfacción que podía invitar a pensar que se hallaba en el mejor de los paraísos. Entonces una mano se deslizó hasta su boca, y alguien paseó la tímida luz de la bujía por sus ojos, lentamente, pues el tiempo carecía ya de importancia.

Merka parpadeó con evidente pereza, como si le costara volver del lugar en el que se encontraba, pero enseguida abrió los ojos y, en ese momento, una mano ahogó el grito que se escapó de su garganta.

—Si vuelves a gritar te corto el cuello —oyó el escriba que le decían.

Hizo gestos evidentes de que no gritaría, aunque sus ojos, abiertos como platos, miraban de un lado a otro intentando comprender qué significaba todo aquello.

—Cuesta regresar del paraíso de los sueños, ¿verdad? —preguntó Sejemjet, burlón.

—Seguramente estaría disfrutando de los bienes ajenos —señaló Senu con una risita.

—Humm... —El
sesh mes
trató de articular algunas palabras, pero aquella mano se lo impedía.

—Ya has oído lo que te ha dicho mi amigo. Te advierto que es capaz de rebanar pescuezos con la misma facilidad que tú tienes para robar —dijo Sejemjet.

Merka cerró unos instantes los ojos y volvió a abrirlos, como si quisiera convencerse de que aquello no era sino una pesadilla. No comprendía nada de lo que ocurría, y que él recordara no tenía ninguna cuenta pendiente con aquellos hombres.

—Ahora voy a ser generoso contigo y permitiré que respondas a algunas preguntas. Pero recuerda que si levantas la voz eres hombre muerto —le advirtió Sejemjet.

Merka movió la cabeza en señal de conformidad, y a continuación Senu apartó la mano de su boca.

—Pero... —balbuceó a la vez que se incorporaba—. Pero... ¿qué significa esto? ¿A qué habéis venido? No entiendo qué pretendéis de mí.

—Bueno, es muy sencillo. Sólo quiero que nos muestres los archivos donde apuntaste nuestros botines —dijo Sejemjet.

—¿Los archivos? —inquirió el escriba sacudiendo la cabeza como quien no entiende nada—. ¿Y para qué queréis vosotros los archivos, si no sabéis leer?

—Eso es cosa nuestra. Ahora muéstranoslos.

—Me temo que eso va a ser imposible. Aquí no dispongo de esos documentos. En su día los entregué al
imira sesh.
Es a él a quien debéis pedírselos —aseguró Merka recuperando su habitual todo desabrido.

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