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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (59 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Acto seguido observó cómo el portaestandarte tensaba el arco y apuntaba al blanco.

—Los hombros firmes y la cuerda hasta las orejas
[13]
—murmuró Sejemjet divertido—. ¿No es así, viejo amigo?

Apenas acabó de decir aquellas palabras cuando la flecha salió disparada para clavarse en el blanco. El príncipe salió corriendo para ver si había acertado.

—¡Reshep me proteja! ¡Ha atravesado el blanco! ¡La flecha ha salido por el otro lado! —exclamaba el niño dando saltos—. Desde ahora será a Set a quien invoque —señaló presa de la excitación—. Algún día yo también haré lo mismo; seré el más fuerte.

* * *

Durante el breve tiempo que pasó en Menfis, Sejemjet pudo constatar cómo las miradas huidizas e incluso el temor se daban la mano ante su mera presencia. Muchos lo evitaban para no verse comprometidos, pues como él mismo bien había señalado una vez, estaba marcado para siempre. Recordó el célebre pasaje de la
Sátira de los oficios
, que tantas veces le había dictado Hor cuando le enseñó a leer y que decía: «No te asocies con un alborotador. Es malo para ti que eso se oiga.»
[14]
Era una cita bien conocida, y en la Escuela de Oficiales de Menfis, al parecer todos la tenían en cuenta. Él no se molestó en absoluto por este particular, aunque se sintiera incómodo entre los que consideraba más funcionarios que soldados. Que él recordara, no había visto a casi ninguno de aquellos oficiales subir a las murallas para tomar una plaza. Claro que allí arriba la
Sátira de los oficios
de poco valía. Había que pelear por la vida.

No obstante, el joven Amenhotep demostró que a él tampoco le influían ese tipo de admoniciones. El niño no perdía detalle de cuanto hacía el famoso guerrero, y atendía a sus explicaciones con inusitado interés. El príncipe formaba pareja con Amenemopet, hijo del oficial al cargo de su instrucción, Ahmose Humay, y ambos eran grandes amigos. Los dos chiquillos eran espabilados, aunque Amenhotep aventajara a su compañero en todas las disciplinas. Sejemjet llegó a tener una buena relación con ellos, y los dos niños lo trataban con gran respeto.

—¿Crees que alguna vez podré ser como tú? Dime la verdad, oh, gran Sejemjet —solía preguntarle el príncipe continuamente.

—Me sobrepasarás en poco tiempo —le contestaba Sejemjet divertido, pues le gustaban mucho los niños.

—Ja, ¿has oído, Amenemopet? Mis hazañas serán legendarias —apuntaba Amenhotep exultante.

Sejemjet también les enseñó a pelear con los bastones, e hizo algunas exhibiciones que los dejaron boquiabiertos. Una tarde, después de haber partido las tres planchas que formaban el escudo por la mitad, ante la mirada impresionada del príncipe, Mini lo llevó a un aparte. Parecía feliz, pues mostraba una franca sonrisa.

—Creo que hoy te sentirás satisfecho con las noticias que te traigo —le dijo en tanto se refugiaban en la sombra—. Por fin tienes un nuevo destino en el que espero que puedas encontrar la paz para tu corazón.

Sejemjet no ocultó su sorpresa.

—Sin duda Menfis hubiera significado el lugar que mereces. El príncipe, como tú mismo has podido comprobar, no disimula el afecto que te tiene, pero tú mejor que nadie sabes que no puedes quedarte aquí.

—Significaría un anacronismo, ¿no es así?

—Me temo que sí, amigo mío. La Escuela de Oficiales supone un gran honor, y tu nombramiento aquí no sería posible en este momento. Ni el príncipe puede cambiar eso.

Sejemjet hizo una extraña mueca, y su vista se perdió por el patio de armas.

—Francamente, no esperaba otra cosa —dijo con su mirada aún perdida—. En realidad ya sabes lo poco que me importa adonde vaya.

—Debes alegrarte, ya que has sido destinado al Cuartel General de Tebas. El general Thutiy, en persona, ha firmado la orden. Por fin regresarás a tu casa, allí podrás esperar en paz tu retiro.

Sejemjet puso una mano sobre el hombro de su amigo y le sonrió.

—Sé que has sido tú quien ha hecho posible todo esto; aunque liberar a mi corazón de las cadenas que lo atenazan me parece una tarea que va más allá de mis fuerzas.

—Es tiempo de paz. Las guerras en Retenu se han terminado. La política de rehenes y compromisos llevada a cabo por el dios, a la postre, parece dar los frutos apetecidos. Ahora el Toro Poderoso se dedicará a embellecer Kemet con los más grandiosos monumentos jamás erigidos.

—Después de diecisiete guerras, Tutmosis está cansado —musitó Sejemjet.

—Ya no tiene contra quién pelear —señaló Mini, divertido—. El señor de Egipto es temido en toda la Tierra.

—Siempre hay alguien contra quien pelear —contestó Sejemjet—. Y si no existe nadie, ya se encargarán de preparar la próxima guerra.

Mini lo miró sin comprender, y su amigo lanzó una pequeña carcajada.

—No me hagas caso, Mini. No hay nada que pueda desear más que regresar a Tebas, aunque sea para instruir reclutas. Eres mi mejor amigo, y deseo que los dioses hagan que tu nombre perdure para siempre.

Ambos soldados se abrazaron, y aquella misma noche cenaron en casa de Mini. Éste había emparentado con el general Thutiy, al haberse desposado con una sobrina suya, y vivía en una bonita casa rodeada de palmerales en los barrios altos, desde donde se veía el Nilo fluir a lo lejos. La pareja tenía dos niños, Senty y Sobekmose, y eran muy felices.

—El viejo Ahmose se sentiría dichoso de ver todo esto —le dijo Mini al finalizar la cena—. Lástima que Osiris lo llamara a su presencia hace ya cuatro años.

—Él te estará observando desde los Campos del Ialú, y seguro que brindará por ti cada noche.

—Sé que lo hará por los dos. Escucha, hermano —dijo sin poder ocultar su emoción—. Eres el más grande de los guerreros que ha dado esta tierra. Eso todo el mundo lo sabe. Pero los designios de los dioses nos superan, y contra eso no se puede luchar. Las cosas no salieron como esperábamos. El camino que escogiste era difícil, pero ahora éste quedó atrás. Deseo que en Tebas encuentres por fin la paz que nunca has conocido. Además, allí están mi madre y mi hermana, y espero que las visites.

—¿Abandonaron su casa en Madu? —preguntó Sejemjet, sorprendido.

—Mi hermana se casó hace tiempo, y al morir mi padre, mi madre se fue a vivir con ella. Isis hizo una buena boda, ahora estamos emparentados con la alta sociedad tebana.

—Vaya, eso no lo sabía. Emparentados con los prebostes.

—Nada menos que con el visir.

—¿Te refieres a Rajmire?

—Al mismo. Un hombre recto y cabal donde los haya. Como seguramente sabrás, Rajmire es nieto e hijo de visires, el gran Ahmose fue su abuelo y toda su familia detenta altos cargos o está estrechamente ligada al clero de Amón. Su mismo padre, Neferwebeh, fue sacerdote
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y antes de ocupar su actual cargo hace nueve años, Rajmire era el responsable de los graneros.

—Llegarás a
mer mes
en poco tiempo, amigo mío. Brindo por eso.

—No te burles, Sejemjet. Te advierto que mi hermana se ha convertido en una belleza. No me extraña que Merymaat perdiera la cabeza por ella. Todo Tebas andaba detrás de conseguir sus favores.

—¿Merymaat? ¿Es ése el nombre del afortunado?

—Es primo del visir, y ocupa un cargo muy importante dentro de Karnak. Es inspector del catastro, y además adjunto al administrador del templo.

Sejemjet lanzó un silbido.

—La dama Say estará satisfecha. Recuerdo que ella no quería oír nada acerca de que algún soldado pudiera llegar a cortejarla.

Mini asintió divertido.

—Mi madre siempre quiso lo mejor para nosotros. Ahora, en su vejez, se siente bendecida por los dioses.

—Te prometo que iré a visitarlas.

—Viven cerca de Karnak, en un pequeño palacete que da al río. Un lugar idílico aunque, en mi opinión, le falte la risa de los niños.

—¿Isis no tiene hijos? —preguntó Sejemjet, incrédulo.

—Hathor así lo ha dispuesto. Su vientre no ha podido ser fecundado —se lamentó Mini.

Se hizo un incómodo silencio, y Mini y su esposa se miraron un instante con indisimulada complicidad, mas Sejemjet no dijo nada.

Cuando el portaestandarte abandonó la casa de su amigo, un vago sentimiento de nostalgia lo invadió sin pretenderlo. Mientras recorría las solitarias callejas, pensó en los viejos sueños de la niñez, y en las expectativas que todos albergan de una u otra manera. Éstas resultan irrealizables en no pocas ocasiones, aunque siempre se mantengan como paradigma de lo que debería ocurrir en la vida para llegar a ser feliz.

Como bien sabía, las reglas que regían la existencia del hombre no podían ser manejadas. Daba igual que las entendiéramos o no. Seguramente la dama Say había colmado sus expectativas, pero no así su hija. En Egipto los niños eran como el sol que salía cada mañana. No era posible imaginar el país sin ellos.

A Mini la fortuna le sonreía, pero su amigo era capaz de vislumbrar la sorda lucha que se vería obligado a dirimir cada día contra enemigos que no existían en la época en la que aquellos sueños se habían fraguado. Los suyos, simplemente, habían desaparecido, y ésa era su gran esperanza, poder vivir libre de ellos. Eso era cuanto ambicionaba; sin embargo, los dioses no parecían dispuestos a escucharle.

* * *

La ciudad de Tebas se había enriquecido como pocas en el país de Kemet. El oro entraba a raudales, como impulsado por la incontenible fuerza de las aguas del río, y las más valiosas mercancías procedentes del misterioso sur abarrotaban los mercados y daban lustre a las villas de las clases adineradas. El ébano, el marfil, los animales exóticos o el preciado lapislázuli eran moneda de cambio en las grandes transacciones, a la vez que se convertían en sinónimo de buen gusto y distinción. Los tributos del lejano Retenu llegaban con regularidad, y la capital se sumergió en la abundancia, como un preámbulo de la edad de oro que viviría medio siglo más tarde. Amón, el divino padre, velaba por su pueblo rodeándolo de esplendor, y el templo de Karnak se hacía inmensamente rico.

Tenía razón Mini. Ya no había contra quién guerrear, y el faraón se dedicó a engrandecer a las Dos Tierras levantando monumentos que desafiarían a los tiempos. Edificó su templo funerario en la orilla occidental del Nilo, muy próximo al que Hatshepsut construyera en Deir-el-Bahari, y estrechó aún más su compromiso con el clero de Amón. En los muros que rodeaban el sanctasanctórum de Ipet-isut, «el más selecto de los lugares», hizo grabar los anales de sus guerras compilados por Tjanuny, y en los pasillos de los pilonos sexto y séptimo dejó escritos los nombres de las ciento veinte ciudades que conquistó. También inscribió la fauna y la flora de los países que había sojuzgado para que la posteridad recordara el gran interés que el dios sentía por las ciencias naturales. Para ello construyó el Akh-Mehu, «brillante de monumentos», un hermoso templo situado dentro del complejo de Karnak en el que el faraón celebraría sus fiestas Sed.

Tutmosis levantó estelas para que quedara constancia de su poder y gloria, y construyó obeliscos que le acercaran a Ra, el padre de los dioses, para así fundirse con él por toda la eternidad. El duro granito se transformó en el símbolo solar por excelencia, y en él grabó su nombre: Menjeperre, señor de las Dos Tierras.

Sejemjet fue testigo directo de aquella febril actividad desatada en Waset, la capital del
nomo
IV del Alto Egipto. Al puerto arribaban barcos procedentes de todo el país, como nunca antes se había visto, repletos de todo lo bueno que se pudiera desear, y a él le gustaba observar cómo los trabajadores cargaban y descargaban las mercancías, satisfechos por la abundancia que el dios les proporcionaba.

Como solía ocurrir en tiempos de paz, los soldados eran requeridos para formar parte de las expediciones responsables de traer piedra para la construcción de los monumentos, y a veces cumplían funciones de policía, o se encargaban de la búsqueda de fugitivos. Sejemjet aborrecía este tipo de misiones, y se le permitió quedarse al cargo de los reclutas que ingresaban a filas. Este sería su nuevo cometido, al menos hasta que hubiera otra guerra.

El guerrero fue a visitar a Senu a la cercana ciudad de Madu, pero no lo encontró. Según le dijeron los vecinos, aquel hombrecillo resultó ser un alborotador incapaz de tomar esposa, y al poco tiempo de vivir allí desapareció para no volver más. Al parecer se justificaba ante sus vecinos repitiéndoles que él era un hombre de los oasis, que aquel lugar no estaba hecho para él, y que cualquier día regresaría a su tierra.

Sejemjet se entristeció mucho al oír aquello, pues ansiaba abrazar al que había sido durante tantos años su compañero inseparable. Se le ocurrió que debía de haber vuelto a Kharga, tal y como recordaba haberle escuchado decir alguna vez, seguramente para regentar una casa de la cerveza, ya que era el único negocio que conocía. Senu nunca podría dejar de crear problemas, aunque Sejemjet sabía que, de una u otra forma, saldría adelante.

También visitó a Hor, que lloró de alegría al verlo, abrazándolo como si fuera su hijo.

—Todo tiende al equilibrio con el que fueron creadas las cosas —aseguraba mientras lo estrechaba—. Dejemos que la vida fluya con arreglo a los designios del cosmos.

A Sejemjet siempre le impresionaban las admoniciones del sacerdote. Éste era una buena persona, pero mientras todos los hombres no fueran como él, sus palabras no serían sino una declaración de intenciones. Él tenía su propia opinión sobre cómo eran las cosas.

—Verás que tengo razón —trataba de convencerlo el sacerdote—, algún día el gran secreto que hay en ti se revelará, y encontrarás una explicación a tu propia existencia.

Aquellas palabras las había oído tantas veces de sus labios, que Sejemjet asentía mecánicamente al escucharlas, como si formaran parte de una retahíla.

Hor se había convertido en una persona muy respetada, pues había ascendido en la pirámide del poder del clero de Mut hasta convertirse en su segundo profeta. La vinculación de la diosa con el poderoso Amón, del que era esposa, había llegado a conferir a su clero un papel determinante que jamás hubiera soñado poseer. A la sombra de los sacerdotes de Karnak, los servidores de Mut aumentaron sus riquezas, y su templo, unido al recinto de Amón por una vía procesional cuya construcción había comenzado la reina Hatshepsut, era un lugar muy visitado por sus devotos, que elevaban preces a la diosa en busca de sus aspectos más maternales para que los protegiera; incluso había quien la invocaba para evitar la descomposición de los cadáveres, pronunciando una oración a una de sus estatuas.

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