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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (40 page)

—Por una vez veo que has usado tus ideas para algo diferente del fornicio que tanto veneras.

—Soy otro hombre, lo juro, oh, gran Montu redivivo. El tiempo que pasé entre rejas me hizo darme cuenta de mis errores. Ya no volveré al mal camino, lo juro por Anubis, aquel con el que hacemos tratos.

—Ya —contestó Sejemjet.

—Sólo me queda demostrarte cuanto digo, gran guerrero, y hacerte una pregunta que me reconcome. —Sejemjet lo observó divertido y lo animó a continuar—. ¿Se mata bien con esa espada que posees?

El portaestandarte arrugó el entrecejo al momento; estaba claro que Senu era incorregible.

—Te sorprendería ver lo fácil que resulta segar vidas con ella —le dijo malicioso.

—Me lo imaginaba —contestó Senu relamiéndose—. ¿Me dejarías usarla alguna vez?

* * *

Para ayudar al gobernador de Upi a combatir a tan terrible horda, Djehuty envió una compañía de arqueros desde la cercana Simira. Doscientos cincuenta hombres con los que pensaba se podía poner término a las razias de aquellas tribus indómitas. Sejemjet se sentía contento por el hecho de que su petición hubiera sido atendida, y más aún al enterarse de que entre los arqueros se encontraba su gran amigo Mini.

—¡Set nos proteja, cuánta alegría! —exclamó al verlo con su arco colgado del hombro.

—Al parecer, el señor de los desiertos necesita de nuestro concurso. Cazaremos bandidos y disfrutaremos de este valle maravilloso. Está claro que tu vida aquí no ha podido ser mejor; como te predije, ya eres
tay srit.

—Circunstancias de la vida, y nada más. Djehuty todavía no me ha confirmado en el puesto.

—Lo hará, no te preocupes. Eres su criatura predilecta —dijo Mini lanzando una carcajada.

Ambos amigos se instalaron juntos, y para ellos no había mejor premio que los dioses de la guerra les pudieran ofrecer que el haberles hecho coincidir en una nueva aventura.

—Mañana partiremos hacia el norte para que veas el valle que Atum, el creador, regaló a los habitantes de esta tierra. Aquí hay abundancia, aunque me acuerde de nuestra añorada Kemet todos los días.

El arquero se mostró encantado de todo lo que vio, e incluso hizo buenas migas con Senu, el terrible hombrecillo, que acabó por conquistar su corazón en muy poco tiempo.

—Ya veo que tienes buenos soldados —dijo Mini, burlón—. Este Senu es todo un ejemplo. Un
menefyt
de los de antes. Recuérdame que le hable a mi padre de él.

Sejemjet organizó las unidades de tal forma que con ellas cubrió casi la totalidad del valle de La Bekaa. Mini y sus arqueros lo acompañaron en sus labores de patrulla, y ya durante el primer día tuvieron enfrentamientos con los apiru. Enseguida se demostró lo acertado que había sido el traer a aquellos hombres para que los ayudaran.

—¡No ha quedado ni uno! —exclamó Senu, eufórico—. Qué barbaridad, cuánta precisión. Es como cazar patos en el río.

Mini y su sección extraían las flechas de los cadáveres con los que habían sembrado aquella parte del valle.

—Si lo deseas, puedo cortar las manos por ti, y llevártelas tal y como hago con el gran Sejemjet —se apresuró a decir Senu—. Así podrás despreocuparte; no te quitaré ninguna.

—En eso es en lo único que resulta formal —replicó Sejemjet—. Puedes confiar en él.

Senu se hinchó orgulloso, y se pavoneó tal y como si fuera el rey de los mandriles.

—Soy un profesional íntegro, sin duda —apuntó pretencioso—. ¿Me enseñarás a tirar con el arco, noble Mini?

Lanzo una carcajada, ya que su arco era casi tan alto como aquel hombrecillo, y difícilmente podría manejarlo.

—Habría que fabricar uno especial para ti —dijo sonriente—. Pero te mostraré cómo hay que usarlo.

Sejemjet también sintió interés por el manejo de aquella arma, y aprovechó la presencia de su amigo para practicar con ella.

—Así debe ser la posición —explicó éste, muy serio—. Los hombros rectos, las piernas firmes, y al tensar, la cuerda llévala hasta las orejas. Muy bien —afirmó al ver el lanzamiento de su amigo—. En cuanto practiques un poco serás un buen tirador. Piensa que los grandes arqueros creen que cada flecha es una extensión de su propio
ka
que los acompaña hasta su destino. Por eso la hacen llegar certera a su objetivo. Es un arma temible; con una sección de arqueros bien entrenada no hay batalla que no pueda ganarse.

—Las batallas las gana la infantería —replicó Sejemjet, mientras disparaba un proyectil a una distancia asombrosa.

—¡Qué barbaridad! —exclamó de nuevo Senu, que no perdía detalle de cuanto ocurría.

—Los arcos compuestos son insuperables —le explicó Mini—. Éste tiene un núcleo de asta de antílope y madera, y tendones de este mismo animal, y su flexibilidad es portentosa.

—Es cierto —confirmó Sejemjet, tensándolo sin dificultad.

—Como verás, utilizamos flechas con puntas triangulares de bronce, con pronunciados espolones laterales y un largo pedúnculo, lo que facilita que las extraigamos de la víctima sin esfuerzo alguno. —Con un arco como ése, el proyectil saldría disparado a una velocidad de noventa metros por segundo, y Mini podría hacer puntería con facilidad a ciento cincuenta metros—. No hay nada que pueda igualársele, ni tan siquiera tu famosa
jepesh.

Durante varios meses las unidades se dedicaron a perseguir a las bandas de apiru, que ocasionalmente recibían la ayuda de los shasu, otra tribu muy beligerante a la que los egipcios conocían bien. La eficacia de los arqueros nubios resultó devastadora, y se consiguió diezmar a los terribles hombres de las estepas del este.

—Hoy hemos hecho una gran matanza entre esa chusma —dijo un día Senu, alborozado al ver el poder destructivo de aquella arma—. Mi señor, el gran Sejemjet, se ha convertido en un consumado arquero. Posee una destreza sin igual.

Semejantes comentarios hacían reír a Mini indefectiblemente. Aquel hombrecillo le resultaba muy simpático, e incluso tuvo que reconocer que era un soldado valeroso, y muy hábil en el uso del cuchillo.

—Esto es mejor que cazar en los oasis —aseguraba Senu—. Da gusto ver cómo cae esa gentuza. Son sucios, irreverentes y casi todos están incircuncisos. Desde luego yo prefiero emascularlos a amputarles una mano. Así andarán desorientados cuando alcancen la otra vida. ¡Imaginaos lo que puede suponer el vagar por el Paraíso sin miembro durante toda la eternidad! No creo que haya un castigo peor, aunque bien pensado, dudo que esa chusma tenga paraíso alguno adonde ir —concluyó al tiempo que se golpeaba los muslos con las manos, doblado por la risa.

Cuando por fin la región se pacificó, Penhat lo celebró con otra fiesta de agradecimiento a los dioses que tanto lo protegían. Ni que decir tiene que a ésta no acudió Senu; no porque no fuera invitado, que lo fue, sino porque Hor se encargó de ponerlo entre rejas al arrestarlo por algo sin importancia.

—Es la única garantía que tenemos de que no se presente en la fiesta por sorpresa —apuntó el sacerdote muy serio—. Ya sabemos todos de lo que es capaz este degenerado.

—Es hora de regresar a Simira —le dijo Mini a su amigo antes de partir—. Aquí ya no nos necesitáis, aunque dentro de muy poco volveremos a vernos. El dios prepara una nueva campaña que hará palidecer a cualquier otra que haya realizado el hombre. —Sejemjet interrogó a su amigo con la mirada—. No se hablaba de otra cosa entre la oficialidad antes de venir aquí. Se avecinan nuevos tiempos; el mundo ya no volverá a ser como antes.

* * *

El monstruo de la guerra se vistió con sus mejores galas para esclavizar de nuevo al hombre a su yugo. Esta vez su aliento era más nauseabundo que nunca, y sus maneras exhibían todo lo que podía resultar abominable a la razón y a la poca sensatez que, a la postre, solían demostrar los pueblos. Semejante animal nunca se saciaba, lo cual era particularmente grato a aquellos que le servían, que eran muchos, y desastroso para las personas de bien, que también las había, y que al final sufrirían sus funestas consecuencias. La guerra se abría paso de nuevo, como había hecho antes y seguiría haciendo después hasta que no hubiera hombres que caminaran sobre la Tierra. La misma esencia de éstos era su mejor aliado, pues siempre existiría un pretexto, una ambición oculta, un odio irracional que demandaría su presencia para cabalgar a sus lomos, rumbo al sufrimiento y la eterna agonía. Porque eso era, en definitiva, lo que escondía la bestia; una agonía que nunca acabaría para el ser humano, pues la guerra es capaz de autoalimentarse sin fin. La victoria en sí escondía una derrota para el raciocinio de los hombres que habían empuñado las armas, y los vencidos acabarían por convertirse en fuente inagotable de venganzas, y en cobradores de cuentas pendientes.

Sólo hacía falta un acólito capaz de poner en marcha la terrible maquinaria. Un sumo sacerdote que despertara al monstruo de su letargo, que le mostrara lo que estaba dispuesto a ofrecerle en sacrificio.

El país de las Dos Tierras contaba con el profeta perfecto para llevar a efecto tal locura. Él sería el primero de los servidores de la insaciable bestia durante la milenaria historia que tendría su pueblo. Siglos después, un gran faraón, Ramsés II, pretendería seguir sus pasos, pero no sería más que un espejismo de pretenciosa banalidad. Nadie en la historia de Egipto sería como él. La guerra era su vida, y convivió con ella durante más de veinte años, sin cesar de alimentarla. Quería conquistar el mundo, como otros muchos después de él anhelaron.

Menjeperre, señor de la Tierra Negra, «el del junco y la abeja», que nació como Tutmosis, había decidido que era el momento de que la Tierra toda supiera de su poder. El mundo conocido temblaría ante la sola mención de su nombre, pues Kemet extendería sus fronteras hasta donde nadie antes había llegado.

El reino de Mitanni tenía sus días contados. Ellos eran su verdadero enemigo, y Tutmosis estaba firmemente decidido a conquistarlos.

Todos los guerreros fueron llamados a la celebración, al gran festival de la sangre, y allí se dirigió Sejemjet a rendir pleitesía, como el primero de sus seguidores, empujado por lo peor que había en él, aquella parte de sí mismo que nunca parecía estar saciada.

En su undécimo año de reinado —trigésimo tercero desde que Hatshepsut iniciara la regencia—, el Toro Poderoso inició una gran ofensiva contra el reino de Mitanni. Todos los ejércitos del dios fueron movilizados en aquella hora al combate, pues los esperaba la gloriosa tarea de engrandecer su país y dignificar a los dioses de Egipto. Amón-Ra, el Todopoderoso, llamaba a la guerra y daba su bendición a todos los que le siguieran. Él permanecería junto a ellos, y los protegería contra el vil asiático.

Una flota, inmensa como ningún otro dios había utilizado antes, salió de Per Nefer, «el buen viaje», puerto de la ciudad de Menfis, con destino a Biblos. Los barcos halcón, repletos de tropas y armamento, desembarcaron en el litoral para prepararse a marchar contra Karkemish, una plaza estratégica situada junto al Éufrates. Una vez desembarcadas las tropas, Tutmosis ordenó talar numerosos cedros de los bosques del Líbano para construir barcos con los que su ejército pudiera cruzar el río Éufrates. Las naves se transportarían desmontadas en carros tirados por bueyes que recorrerían los trescientos cincuenta kilómetros que los separaban de la ciudad mitannia por una ruta en la que tendrían que hacer frente a las habituales insurrecciones de los príncipes locales. Por ello, el faraón ordenó a su ejército acantonado en Siria que se dirigiera hacia el norte, para unírseles en Aleppo.

La envergadura de la operación era de tal calibre que al extenderse la noticia por todo Retenu, los enemigos de Egipto se llenaron de temor. Mas la voluntad de Tutmosis se encontraba lejos de las meras apariencias. Hizo marchar a sus divisiones junto a los enormes carros tirados por bueyes, separadas diez kilómetros unas de otras, para poder reaccionar en caso de alguna emboscada, y se dirigió hacia la ciudad de Katna, al noreste de Kadesh, a la que conquistó a sangre y fuego.

Por su parte, la división Set marchó desde el sur por el valle de La Bekaa para encontrarse con Tutmosis y proteger su flanco derecho. Así, Sejemjet y su unidad se encaminaron a la ciudad de Aleppo, el punto de reunión. A su paso daba la sensación de que la vida en aquel valle tan prolífico se había detenido para ver avanzar a los soldados egipcios.

—No se ve ni un alma —decía Senu visiblemente regocijado—. En cuanto los apiru han olido nuestra presencia, han salido corriendo como liebres, ji, ji, ji. Claro que también es posible que no queden muchos; hicimos un buen escarmiento con ellos.

—Calla, enano sodomita, y guarda tus fuerzas para más adelante —le contestaba Sejemjet.

—Anubis estará encantado de vernos de nuevo camino al trabajo —reía una vez más el hombrecillo—. ¿Crees que le habrá gustado la idea de pintar un chacal en nuestros escudos como signo de respeto hacia él? —preguntó Senu, que se sentía ingenioso aquel día.

—Pronto lo veremos. Quién sabe, hasta puede que venga a por ti un día de éstos.

—Eso sí que es bueno, después de tantos años. En fin, algún día tenía que ocurrir. Pero dame tu palabra de semidiós de que si el vil asiático acaba conmigo, me enterrarás con dignidad y dejarás la bolsita con mis ahorros junto a mí. Quizá la necesite en la otra vida.

—Me llevaré la bolsa y cambiaré todos tus dientes de oro por vino y mujeres —le indicó Sejemjet.

—No te creo capaz de algo así. Eres un ser elevado. Un guerrero místico, diría yo.

—Entonces ¿para qué me preguntas eso?

—Es que me gusta oír de tus labios ese tipo de cosas. Que el hijo de Montu se preocupe por uno siempre es un gran consuelo.

—Espero que no pretendas torturarme durante toda la marcha con tus historias, enano del demonio. Si no te callas, te prometo que te envío con la sección de corredores.

—No, no, por favor, no hagas eso. No me mandes allí. Ya estuve una vez y casi me atropella un carro. Además, yo no les gusto a los caballos; cada vez que me huelen me tiran unas coces terribles.

—Entonces cállate.

Por fin llegaron a las proximidades de Aleppo, la plaza más avanzada del enemigo. Obviamente, lo hicieron antes que el grueso del ejército, que al tener que acompañar a los carros que transportaban los barcos desmontados, se movía con mayor lentitud. No obstante, la división cavó fosos y levantó empalizadas alrededor del campamento, mientras esperaban a que llegara el dios. En aquella ocasión, Djehuty se había quedado en Gaza para organizar la retaguardia y garantizar los suministros adecuadamente. El general había sido clarividente cuando se despidiera de Sejemjet en su tienda. Él sabía mejor que nadie cómo estaban las cosas, y ahora era Thutiy quien mandaba la división Set, conocida en el ejército como la de «los arcos valerosos». Poco tenía que ver este
mer mes
con Djehuty, pues era un individuo gris y sumamente taimado, que se movía mejor entre los círculos del poder que entre las tropas.

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