Obviamente, Sitiah no podía prohibir al faraón que se casara cuantas veces quisiera, ni que disfrutara de su harén, algo que por otra parte hacía regularmente, mas sí debía velar por su posición y, sobre todo, por la de sus hijos. Aunque Tutmosis ya no visitara su lecho, ella le había dado cuatro hijos y se habían querido toda la vida. El llegar a ser gran esposa real no había resultado nada fácil, y había sido necesaria toda su habilidad y un control férreo sobre el harén para conservar su sitio. Su hijo Amenemhat era el primogénito, y a él le correspondería el trono de Horus.
No cabía duda de que ésa era su mejor baza, pues le aseguraría un puesto prominente en la corte el día en que su marido fuera llamado a rendir cuentas ante el Tribunal de Osiris. Entonces ella se convertiría en
mwt-nesw,
madre del rey, un título de gran influencia, que le haría estar por encima de las intrigas del harén y de las que traían las aventuras de alcoba. Su vejez estaría así asegurada.
Pero estos planes podían resultar tan frágiles como las copas de loza de Mesopotamia. El faraón podía vivir aún muchos años, y su querido hijo Amenemhat morir antes que él, algo que ocurría muchas veces, como ella bien sabía. En tal supuesto su situación se volvería sumamente precaria. Vieja y sin hijos que pudieran suceder a Tutmosis, su título cambiaría de manos, hacia otra esposa que le hubiera dado vástagos para sucederle.
Si el faraón se enamoraba perdidamente de Meritre y ella se encontraba sola, la situación podría ser muy comprometida. Aquella lagarta había conseguido acaparar la atención del dios, y eso era lo más difícil de conseguir. La prudencia le decía que era hora de trazar nuevos planes, y sobre este particular había estado pensando durante los últimos tiempos largo y tendido.
Un día había hecho llamar a Nefertiry a su presencia. Su hija pronto cumpliría diecinueve años, y ya era hora de que fuera de alguna utilidad.
La princesa entró en los aposentos de su madre, y enseguida se dio cuenta de que su humor era tan malo que lo más prudente sería mantenerse alejada de él.
—Siéntate —dijo la reina haciendo un ademán con la mano—. Supongo que no hará falta que te explique la gravedad de la situación.
La princesa hizo uno de sus característicos gestos de desconocimiento, aunque ya supiera lo que ocurría.
—Hoy no estoy para bromas, Nefertiry, así que espero que no me exasperes como acostumbras.
Nefertiry la observó en silencio, aunque de buena gana se hubiera levantado para marcharse. Últimamente su madre le resultaba insoportable.
—Ya te habrás dado cuenta del elixir de amor que Meritre ha dado a beber a tu padre. Un filtro potente donde los haya, y hasta no me extrañaría que hubiera hecho brujería para conseguirlo. El dios la sigue como si fuera un verraco; parece que tiene de nuevo veinte años.
—Pues yo no había reparado en eso —replicó Nefertiry, tranquilamente.
Sitiah la fulminó con la mirada.
—Tú, como siempre, vives en tu mundo de princesita malcriada. Aunque ya te prevengo que eso se va a acabar.
—Como tú digas, madre —contestó la princesa, que no sentía deseos de discutir.
—Creo que he dejado ir esto demasiado lejos; en realidad no sé por qué no me he dado cuenta antes.
—Cuenta de qué.
—De lo que nos conviene a todos.
—Creo que exageras, mamá; y además, dramatizas una situación que es de práctica habitual.
Sitiah se encendió como una fiera.
—Cómo te atreves, niña caprichosa. Qué sabrás tú de lo que es o no habitual. Con asistir a fiestas y diversiones tienes tu vida resuelta; ése es tu cometido en la corte: divertirte sin hacer nada de provecho.
—Mira, mamá, hoy me duele la cabeza, así que no me tortures con tus presentimientos.
—Y más que te va a doler como no me prestes atención. Te advierto que estoy dispuesta a llegar hasta el final en este asunto, tanto si quieres colaborar como si no.
—¿Colaborar? Yo siempre he colaborado. No sé por qué me dices eso.
—Tanto mejor entonces, puesto que tu papel es fundamental en mis planes.
Nefertiry frunció el entrecejo, ya que conocía lo enrevesadas que podían llegar a ser las intrigas de su madre.
—¿Y qué es lo que habías pensado que hiciera? —quiso saber la princesa.
—Quiero que te cases. —Nefertiry dio un respingo al escuchar aquello, y se quedó sin palabras—. No me mires así, caprichosa insolente. Ya va siendo hora de que un hombre te meta en vereda. Así que te casarás.
—Desde luego que eres increíble, mamá. Me haces venir a tus habitaciones para que presencie cómo la furia de Sejmet se ha apoderado de ti, y para escuchar lo que has decidido hacer conmigo.
—Así es. Y tú me obedecerás.
—Perfecto; y supongo que ya habrás pensado quién va a ser mi marido, ¿verdad? —dijo la princesa sin ocultar ya la cólera que sentía.
—Por supuesto que sí. Pero veo que tu estupidez es tal que no eres capaz de darte cuenta de cuál es la situación.
—Ya veo que regresamos al principio de la conversación —dijo Nefertiry con desdén.
—Exacto, puesto que esto nos incumbe a todos, incluso a ti. —La princesa movió la cabeza sin ocultar su desacuerdo, pero su madre ni se inmutó—. Te casarás con tu hermano.
Nefertiry no daba crédito a lo que decía su madre.
—¿Con Amenemhat?
—Claro —señaló Sitiah riendo con suavidad—, con quién si no.
Nefertiry estaba encendida.
—Cómo se te ha ocurrido eso. Mi hermano será rey por derecho propio, y no necesita de mi concurso para que mi sangre le dé la realeza
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—A veces pienso que en realidad sólo sirves para dar categoría a las fiestas a las que acudes. No tienes la más mínima visión política de lo que te rodea. Si no espabilas, serás víctima de las intrigas de la primera concubina que se acueste con tu esposo. Recuerda que siempre habrá una capaz de hacerle gozar más que tú.
—Yo no tengo marido, y cuando me case no habrá concubinas de por medio.
—Te equivocas. Como te he dicho antes, te casarás con tu hermano, y te aseguro que un día habrás de competir con rivales más hermosas que tú. Amenemhat está llamado a ser dios en Kemet, no lo olvides.
Nefertiry era incapaz de asimilar las palabras de su madre, y trataba de pensar con rapidez para salir con bien de aquella trampa que le había preparado.
—Me gustaría que fueras más explícita conmigo, querida madre. Seguro que no me has contado todo lo que tramas.
—No se trata de ninguna intriga —replicó la reina con desdén—, y me decepcionas al no darte cuenta del alcance de lo que supondría el que tu hermano y tú os casarais.
—Comprendo perfectamente el alcance al que te refieres. Amenemhat y yo nos casaríamos con el fin de tener hijos lo antes posible, ¿no es así?
—Es un alivio comprobar que no eres tan torpe como me temía —replicó Sitiah.
—Es el modo en el que asegurarías tu linaje —continuó Nefertiry—, aunque parece ser que olvidas que yo soy portadora de él.
—No podríamos encontrar una unión más adecuada.
—Y de este modo tú mantendrías tu posición de influencia. Daría igual que el dios tuviera descendencia con Meritre. Sus caricias tendrían los días contados.
—Yo no lo habría expuesto mejor —dijo la reina forzando una sonrisa.
—Lo malo de todo este plan que has tramado tan arteramente es que no tengo intención de yacer con mi hermano.
—Pues tendrás que hacerlo, quieras o no. Debemos dar ejemplo ante nuestro pueblo, y mostrarles que nuestra línea de sangre se mantiene pura ante los dioses. No se me ocurre una oportunidad mejor que ésta para demostrarlo. En realidad sois de los pocos príncipes que a vuestra edad aún permanecéis solteros. Pocas veces en Egipto se han dado casos parecidos. El dios ya era padre a los dieciséis años, y yo a los quince.
—Aún no entiendo por qué debo ser yo quien se sacrifique para calmar tus temores.
La reina pareció escandalizarse.
—No creerás que voy a proponer algo así a tu hermana mayor, ¿verdad?
—No veo por qué no.
—¡Sejmet aleje de mí su cólera! —exclamó la reina—. Ella es una mujer santa. Posee un misticismo del que tú careces. Beketamón está llamada a ejercer otras funciones; no olvides que es divina adoratriz de Amón. Ella no puede verse mezclada en esto. Su concurso puede ser necesario para otras cosas.
—No puedo creer lo que me dices. Desde luego que eres taimada. Pero esta vez me temo que no esté dispuesta a complacerte.
—Ja, ja, ja —rió Sitiah con desprecio—. Querida, todo está dispuesto. —Nefertiry la miró desorientada—. Tu hermano ya está informado de lo que deseo. Él aceptará el matrimonio sin oponerse. Además, así terminaremos de una vez con las esperanzas de tu héroe.
La princesa sintió una punzada en el corazón, y notó cómo la cólera se apoderaba de ella.
—No sé a qué te refieres, madre. Siempre estás viendo enemigos por doquier. En verdad que me resultas insufrible.
—¿En serio? No creerías que podrías engañarme con tus pantomimas, ¿verdad? Olvidas que soy una reina de Egipto, y que poco se me escapa. Tus cartas de amor son propias de una estudiante del
kap,
no de una princesa heredera ¡Enamorarse de un vulgar
meshaw!
Qué disparate.
—Tienes el
ba
podrido, madre. Siempre andas en busca del lado oscuro del alma. Entiendo que mi padre pretenda otras compañías.
Sitiah la atravesó con la mirada, y su ira explotó como si en verdad Sejmet se hubiese presentado de improviso.
—Se acabaron las concesiones, ¿comprendes? —estalló la reina—. No tengo ni el tiempo ni los deseos de explicarte lo que más nos conviene. Tú obedecerás porque ése es mi privilegio. Te casarás con Amenemhat, o acabarás recluida en el harén, en El Fayum, tejiendo lino hasta que tu vista no sea capaz de hilar más. No volverás a salir de allí; será como si estuvieras enterrada en vida.
Nefertiry la miró muy seria aunque mantuvo la calma. Su querida madre se creía la mujer más lista de Egipto, y eso estaba por ver.
—Yo no tengo ningún héroe. Soy leal a mis amigos, eso es todo. Porque has de saber que a diferencia de ti yo creo en la amistad.
—Amistad...
Una palabra bonita, sin duda, aunque su significado no resulte siempre tan claro... No existe nadie capaz de resistirse a la traición cuando con ella puede tomar el poder.
—Prefiero no continuar escuchándote —replicó la princesa haciendo ademán de marcharse.
—Prepararemos tu boda para la próxima inundación.
Ajet
es una buena estación para celebrar estas ceremonias. El mes de
thot
resultaría muy adecuado —señaló la reina, al ver que su hija se levantaba para irse.
Ésta salió de las dependencias reales sin despedirse, y con la ira agolpándose contra sus sienes.
—Shai decidió ya tu destino, y de nada te valdrán tus caprichos —oyó la princesa que le decía su madre mientras se iba.
Durante los siguientes días, Nefertiry apenas había salido de sus habitaciones. El llanto la había dejado sin ánimos para nada, y la desesperación la reconcomía de la manera más miserable. De poco le valía ser hija del gran Tutmosis, y en aquellos momentos se hubiera cambiado de buena gana con el más pobre de los habitantes de Kemet. Al menos así podría ser dueña de su destino y, aunque humilde, habría conseguido la felicidad. Ella deseaba despertar cada mañana junto a su amado, y que sus ojos fuesen lo primero que viera cuando Ra-Khepri se alzara en el horizonte, y lo último que divisaran antes de cerrarlos por la noche para dormir.
Ella ya sabía que su padre había puesto los ojos en una mujer mucho más joven que la reina, aunque nunca se le hubiera ocurrido que a su madre le diera semejante ataque de celos. Sitiah era capaz de poner en juego todas sus armas con tal de hacer valer sus derechos, aunque se tratara del mismísimo faraón, el señor absoluto de Egipto, de quien se estuviera hablando.
Nefertiry se dio perfecta cuenta de que su madre había estado jugando con su ingenuidad. Ella había resultado ser una joven cándida y demasiado confiada en sus ardides. Sitiah tenía razón: ser reina de Egipto no era cualquier cosa, y así se lo había demostrado. Ahora sabía que la gran esposa real no se había dejado engañar por sus disimulos pueriles, y que había permanecido informada de sus devaneos con Sejemjet. Su hermano debió de contarle lo del papiro, ya que estaba muy influenciado por ella. Él haría cuanto le pidiera.
Su primera reacción fue la de encerrarse en sí misma; una actitud lógica pero poco provechosa si quería resolver aquel problema que se le planteaba. Luego su corazón comenzó a darle vueltas al asunto y a pensar en lo que debería hacer para salir con bien de todo aquello. A su padre no podía acudir, pues más allá de los miedos de la reina, al faraón le hubiera parecido bien que sus dos hijos se casaran —una práctica corriente, por otra parte, y que le hubiera garantizado una pureza de sangre real en los vástagos que nacieran de aquella unión—. La sangre de los dioses era el patrimonio más preciado, por lo que Tutmosis se habría sentido muy satisfecho. Así pues, pensó que lo mejor sería seguir como hasta entonces. Continuaría haciendo su vida habitual y se abstendría de volver a hacer ningún comentario a su hermano, que obviamente la estaba traicionando.
Pensó en Sejemjet y en la posibilidad de que éste hiciera algún tipo de confidencia a Amenemhat, allá en las tierras de Canaán donde ambos se encontraban, y notó cómo la sangre se le agolpaba por la impotencia. Luego llegaron las noticias de la gran victoria, y que los ejércitos regresarían a Egipto en breve para ser recibidos triunfalmente en Tebas. Su corazón dio un vuelco al oír aquello, pero se cuidó de demostrar lo que sentía. Si su madre se vanagloriaba de su perspicacia, ella la superaría.
Ése fue el motivo por el cual la princesa no asistió al desfile que se había celebrado por las calles de la ciudad. Si la reina pensaba que iba a acudir a ver a su amado pasar ante ella, con las lágrimas porfiando en salir de sus ojos, estaba equivocada. Nefertiry se quedó en sus habitaciones, como acostumbraba a hacer en los últimos meses cuando sólo las abandonaba a la caída de la tarde. Desde allí oyó el sonido lejano de las trompetas, y los tambores batir entre vítores entusiastas. Tebas salía a recibir a sus hijos predilectos, a los altivos conquistadores, mientras ella debía permanecer encerrada en su jaula de oro. Se imaginó a Sejemjet desfilando entre las aclamaciones, poderoso y espléndido. Ya era
tay srit,
y su corazón dibujó las insignias que le adornarían en aquella hora. Tenía que resultar todo un espectáculo verle marchar, sobresaliendo entre todos los demás.