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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (3 page)

Henry se fue antes que yo. Se fue muy animado, con un grupo en el que estaba Tonio, que fue mi pareja de entrenamiento y mi rival antes de que partiéramos para los Juegos del norte. Estaban todos muy contentos. Al parecer todos los de las cuevas lo estaban menos yo. Larguirucho trató de animarme, mas sin éxito. Entonces Julius me mandó llamar. Me echó un sermón sobre la futilidad de la autorrecriminación y lo importante que era que yo comprendiese que la única lección válida que se podía extraer del pasado era dar con el modo de evitar errores similares en el futuro. Yo escuché y asentí cortésmente, pero aquel oscuro estado de ánimo no desaparecía. Entonces dijo:

—Will, estás llevando esto equivocadamente. Eres una persona que no soporta con facilidad las críticas, y tal vez las que tú mismo te haces menos que las de los demás. Pero al mantenerte en un estado de ánimo así estás menos capacitado para hacer lo que el Consejo quiere que hagas.

—Yo realizaré mi tarea, señor, —dije—. Y esta vez lo haré bien, lo prometo.

Hizo un gesto negativo con la cabeza:

—No estoy seguro de que esa promesa sirva de algo. Sería distinto si tuvieras el carácter de Fritz. Sí, hablaré de él, aunque te duela. Fritz era melancólico por naturaleza y era capaz de sobrellevar su propia pesadumbre. No creo que ocurra otro tanto contigo, que eres sanguíneo e impaciente. En tu caso el remordimiento y el desánimo podrían ser un estorbo.

—Haré cuanto pueda.

—Ya lo sé. ¿Pero bastará con lo que puedas? —me miró, escrutándome lentamente—. Tenías que salir de viaje dentro de tres días. Creo que debemos retrasarlo.

—Pero, señor…

—No hay peros, Will. Ya lo he decidido.

Dije:

—Estoy preparado ya, señor. Y no podemos perder tiempo.

—Eso encierra un cierto desafío, así que no se ha perdido todo. Pero ya se te está olvidando lo que dije en la última asamblea. No podemos permitirnos movimientos en falso, ni planes ni gente insuficientemente preparados. Te quedarás aquí un tiempo más, muchacho.

Creo que en aquel momento odié a Julius. Incluso cuando superé esto, me sentía amargamente resentido. Veía marchar a otros y me consumía en medio de la inactividad. Los días pasaban, oscuros, sin sol, cansinamente. Sabía que tenía que cambiar de actitud, pero no podía. Lo intenté, procurando revestirme de una falsa alegría, aunque sabía que no engañaba a nadie y menos a Julius. Sin embargo, por fin, Julius volvió a mandarme llamar.

Dijo:

—He estado pensando en ti, Will. Creo que he encontrado una respuesta.

—¿Puedo irme, señor?

—¡Espera, espera! Como sabes, algunos vendedores ambulantes viajan por parejas, para tener compañía y para proteger mejor sus mercancías de los ladrones. Podría ser una buena idea que tuvieras un compañero.

Estaba sonriendo. Nuevamente irritado, dije:

—Estoy bastante bien a solas, señor.

—Pero si se tratara de ir con otro o de quedarse, ¿qué escogerías?

Era mortificante pensar que no me consideraba apto para salir solo. Pero no había más que una respuesta posible. Dije, no exento de mal humor:

—Lo que usted decida, señor.

—Eso está bien, Will. El que se va contigo… ¿quieres conocerlo ahora?

Lo vi sonreír a la luz de la lámpara. Dije, muy estirado:

—Supongo que sí, señor.

—En ese caso… —su mirada se dirigió hacia las sombras oscuras del límite de la cueva, donde una hilera de columnas de caliza formaban una cortina de piedra. Dijo—: Puedes salir.

Se acercó una figura. Me quedé mirando fijamente, pensando que me debía engañar la oscuridad. Era más fácil no dar crédito a mis ojos que aceptar que alguien hubiera regresado de entre los muertos.

Porque era Fritz.

Después me contó todo lo que pasó. Cuando me vio zambullirme en el río que salía de la Ciudad por debajo de la Muralla de Oro, regresó y borró mis huellas, como dijo que haría, difundiendo la historia de que yo había encontrado a mi Amo flotando en el estanque y me había ido directamente al lugar de la Liberación Feliz, no deseando vivir después de la muerte de mi Amo. Creyeron aquello y él se dispuso a intentar seguirme y salir. Pero las penalidades que había padecido, junto con los esfuerzos extraordinarios de la noche que habíamos pasado buscando el río, causaron estragos. Tuvo un segundo desfallecimiento y por segunda vez lo llevaron al hospital de esclavos.

Estaba acordado que, si yo salía, debía esperarle tres días. Transcurrió un tiempo superior antes de que se encontrara en condiciones siquiera de levantarse de la cama, y consecuentemente pensó que me habría ido. (De hecho, Larguirucho y yo esperamos doce días antes de que la desesperación y la llegada de la nieve nos obligaran a partir, pero Fritz no podía saberlo). Al creer esto empezó, como era típico en él, a pensar de nuevo en todo el asunto, lenta y lógicamente. Calculó que sumergirse en el agua para salir por el desagüe de la Ciudad debía de ser difícil (yo hubiera muerto de no encontrarse Larguirucho a mano para rescatarme del río), y conocía lo débil de su condición. Necesitaba reunir fuerzas, y el hospital le ofrecía la mejor oportunidad para hacerlo. Mientras estuviera allí, podría evitar las palizas y las duras tareas que normalmente le imponían. Por supuesto debía tener cuidado de no levantar la sospecha de que pensaba de modo distinto a los demás esclavos, lo cual significaba que debía calcular cuidadosamente el tiempo que podía quedarse. Lo alargó una quincena, fingiendo, cara a los demás, una debilidad que aumentaba en lugar de disminuir a medida que pasaban los días; y entonces, apesadumbrado, dijo comprender que ya no podía seguir sirviendo a su Amo como es debido, y por tanto debía morir. Abandonó el hospital avanzado el día, dirigiéndose hacia el Lugar de la Liberación Feliz; halló un lugar donde ocultarse hasta la caída de la noche y después se encaminó hacia la Muralla y hacia la libertad.

Al principio todo fue bien. Emergió del río una noche oscura, nadó cansadamente hasta la orilla y se fue hacia el sur, siguiendo la ruta que habíamos tomado nosotros. Pero le llevábamos una ventaja de dos días y se retrasó aún mas cuando un resfriado febril le obligó a estar echado varios días, sudando y sin comer, en un granero. Seguía encontrándose desesperadamente débil cuando reemprendió el camino y no mucho después una enfermedad más seria le obligó a detenerse. Esta vez, afortunadamente, lo encontraron y cuidaron de él, pues tenía pulmonía; habría muerto de no recibir atención. Lo acogió una señora. Unos años antes su hijo se convirtió en Vagabundo cuando le insertaron la Placa. Por eso se ocupó de Fritz.

Por fin, cuando se sintió bien y con fuerzas, se escapó y continuó el viaje. Encontró las Montañas Blancas azotadas por las ventiscas y se vio obligado a esconderse algún tiempo cerca de los pueblos de los valles antes de poder abrirse camino penosamente por entre la espesa nieve. En el Túnel le dio el alto el único vigía que Julius dejó por si acaso. El vigía lo condujo a las cuevas aquella mañana.

Todo esto me lo dijo él después. En el momento de nuestro encuentro yo me limité a mirarlo, incrédulo.

Julius dijo:

—Espero que tú y tu compañero os llevéis bien. ¿Qué te parece, Will?

De pronto me di cuenta de que estaba sonriendo como un idiota.

CAPÍTULO 2
LA CACERÍA

Íbamos en dirección sudeste, alejándonos del invierno que envolvía la tierra. El paso montañoso que llevaba al país de los italianos era una subida empinada, azotada por ventiscas de nieve, pero después avanzar era más fácil. Atravesamos una fértil llanura y alcanzamos un mar oscuro y sin mareas que batía contra costas rocosas y pueblecitos de pescadores. Seguimos hacia el sur; a nuestra derecha había colinas y, más lejos, montañas, hasta que llegó el momento de atravesar las alturas, de nuevo en dirección oeste.

Como buhoneros se nos recibía bien en casi todas partes, no sólo por las cosas que llevábamos, sino porque éramos caras nuevas en pequeñas comunidades en las que la gente conocía a la perfección a sus vecinos, tanto si les gustaban como si no. Inicialmente nuestras mercancías fueron piezas de tela, así como tallas y pequeños relojes de madera procedentes de la Selva Negra: nuestros hombres habían capturado un par de gabarras que traficaban por el gran río, huyendo con el cargamento.

Esto lo vendimos de camino y compramos otras cosas para venderlas en una etapa posterior de nuestro viaje. El comercio iba bien; la mayoría eran ricas tierras de cultivo y las mujeres y los niños estaban deseosos de novedades. Aparte de lo necesario para comprar comida, acumulábamos los beneficios en forma de monedas de oro y plata. En la mayor parte de los sitios nos daban comida y alojamiento. A cambio de la hospitalidad que nos brindaban nosotros les robábamos a sus hijos.

Esto era algo que jamás logré resolver adecuadamente en mi fuero interno. Para Fritz era sencillo y evidente: teníamos una obligación y había que cumplirla. Aun sin tener esto en cuenta, estábamos contribuyendo a salvar a aquella gente de la destrucción que tenían prevista los Amos. Reconocía que era lógico y le envidiaba por su resolución, pero seguía sintiéndome incómodo. Creo que, en parte, la dificultad estribaba en que recaía más sobre mí que sobre él la función de entablar amistad con ellos. Fritz, ahora lo sabía sobradamente, era afable en el fondo, pero aparentaba ser taciturno y reservado. Su dominio de los idiomas era superior al mío, pero yo hablaba más; y me reía mucho más. En seguida establecía buenas relaciones con cada nueva comunidad que visitábamos, y en muchos casos, me marchaba con verdadero pesar.

Porque, como aprendí durante mi estancia en el Château de la Tour Rouge, el hecho de que un hombre o una mujer llevaran una Placa y pensaran que los Trípodes eran grandes semidioses metálicos no les impedía ser, en todos los demás aspectos, seres humanos capaces de resultar agradables o incluso encantadores. Mi tarea consistía en lograr que nos aceptaran y participaran en nuestros trueques. Lo hacía lo mejor que podía, pero no me era posible permanecer, al mismo tiempo, enteramente indiferente. Yo siempre me he entregado al hacer las cosas, incapaz de contenerme, y con esto ocurría lo mismo. No era fácil tomarles simpatía, reconocer su amabilidad para con nosotros y al mismo tiempo cumplir nuestro objetivo. El cual, tal como lo hubieran visto ellos, consistía en ganarse su confianza con el único fin de traicionarles. Muchas veces me sentía avergonzado de lo que hacíamos.

Pues nos ocupábamos de los jóvenes, los chicos a quienes dentro de un año o así se les insertaría la Placa. La primera vez nos ganamos su interés recurriendo al soborno, haciéndoles pequeños regalos, como navajas, silbatos, cinturones de cuero y cosas así. Se apiñaron a nuestro alrededor y nosotros les hablamos ingeniosamente, haciendo observaciones y planteando interrogantes destinados a descubrir quiénes de entre ellos habían empezado a poner en tela de juicio el derecho que tenían los Trípodes a gobernar a la humanidad y en qué medida. Rápidamente adquirimos destreza en esto, y en seguida tuvimos buen ojo para detectar a los rebeldes, o a los rebeldes en potencia.

Y había muchos más de los que cabía imaginarse. Al principio me sorprendió que Henry, al que conocía y con quien me había peleado desde que aprendimos a andar, se sintiera tan deseoso como yo por liberarse del fastidioso confinamiento que era la vida que nosotros conocíamos y albergara los mismos recelos sobre lo que nos contaban nuestros mayores de la dicha maravillosa que era recibir la Placa. Mi ignorancia obedecía a que de estas cosas no se hablaba. Formular dudas era algo impensable, pero eso no significaba que las dudas no existieran. Vimos claramente que había alguna clase de duda en las cabezas de todos aquéllos sobre cuyas vidas se cernía la ceremonia de la Placa. Era para ellos una sensación embriagante y liberadora hallarse en presencia de dos personas que aparentemente llevaban Placa y sin embargo, a diferencia de sus padres, no trataban el asunto como un misterio del que jamás se debía hablar, sino que les animaban a hacerlo y escuchaban lo que ellos decían.

Naturalmente, teníamos que ser muy cuidadosos. Al principio hacíamos alusiones veladas, preguntas, —aparentemente inocentes— cuyo efecto dependía de la mirada de que iban acompañadas. Nuestro procedimiento consistía en descubrir en cada pueblo a aquél o aquéllos en quienes se diera la mejor combinación de independencia de criterio y fiabilidad. Entonces, poco antes de proseguir, los llevábamos aparte y les dábamos información y consejos.

Les contábamos la verdad sobre los Trípodes y sobre el mundo, y les hablábamos del papel que debían desempeñar en la organización de la resistencia. Ahora no se trataba de enviarlos a uno de nuestros cuarteles generales. En lugar de ello debían formar un grupo de resistencia elegido entre los demás chicos de su pueblo o ciudad y preparar un plan para huir antes de la Ceremonia de la Placa, que tendría lugar en primavera. (Esto sería mucho después de nuestra visita para que no hubiera ninguna sospecha de que estábamos implicados en ello). Tenían que encontrar lugares donde vivir, alejados de quienes llevaban Placa, pero desde donde pudieran efectuar incursiones en sus tierras, en busca de alimentos y de jóvenes que reclutar. Y donde pudieran aguardar nuevas instrucciones.

Era poco lo que se podía establecer firmemente: el éxito dependería de la habilidad individual a la hora de improvisar y actuar. Nosotros podíamos ofrecer una pequeña ayuda por medio de las comunicaciones. Llevábamos palomas con nosotros, enjauladas por parejas, y de vez en cuando dejábamos una pareja con uno de nuestros partidarios. Se trataba de aves que podían regresar, cubriendo vastas distancias, al nido del que habían venido, llevando mensajes escritos con letra muy pequeña sobre papel fino, atados a las patas. Tenían que criar y sus descendientes serían empleados para mantener el contacto entre los diversos centros y con el grupo del cuartel general, bajo cuya responsabilidad estaban.

También les indicamos signos de identificación: un lazo atado a la crin de un caballo; un tipo especial de sombrero que había que llevar formando un ángulo determinado; cierta forma de saludar con la mano; la imitación de los gritos de algunos pájaros. Y lugares cercanos donde se pudiesen dejar mensajes que volviesen a guiarnos a nosotros o a nuestros sucesores hasta cualquier escondrijo que hubiesen encontrado. El resto teníamos que dejarlo en manos de la providencia; y seguir nuestro camino, cada vez más lejos, siguiendo la ruta que Julius nos indicara.

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