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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (2 page)

Pierre dijo:

—Hablas de consentimiento, Julius, ¿pero en qué se apoya tu autoridad? En el Consejo. ¿Y quién nombra el Consejo? El mismo Consejo, bajo tu control. ¿Dónde está la libertad?

—Llegará el día, —dijo Julius—, en que habremos de discutir sobre el modo de gobernarnos. Ese día llegará cuando hayamos destruido a los que gobiernan ahora a la humanidad en todo el mundo. Hasta entonces no podemos permitirnos riñas ni discusiones.

Pierre empezó a decir algo, pero Julius alzó una mano y le hizo callar.

—Ni tampoco podemos permitirnos que haya disensiones ni que se sospeche que las hay. Tal vez valía la pena que dijeras lo que has dicho, cualquiera que sea el motivo por el que lo has dicho.

Entre los hombres libres el consentimiento se otorga y se puede retirar. También puede confirmarse. Así que yo digo: Que se ponga en pie todo aquel que ponga en cuestión la autoridad del Consejo y su derecho a hablar en nombre de esta comunidad.

Se interrumpió. En la cueva reinaba el silencio, excepción hecha de un pie que rozó el suelo y del lejano e incesante fragor del agua. Aguardamos, atentos por si un segundo hombre se ponía en pie. Nadie lo hizo. Cuando hubo transcurrido el tiempo suficiente, Julius dijo:

—Te falta apoyo, Pierre.

—Hoy. Pero tal vez no mañana.

Julius asintió.

—Haces bien en recordármelo. Entonces voy a pedir otra cosa.

Ahora os pido que aprobéis a este Consejo como vuestro gobierno hasta que aquellos que se llaman a sí mismos Amos hayan sido totalmente derrotados, —hizo una pausa—. Los que estén a favor que se levanten.

Esta vez se levantaron todos. Otro hombre, un italiano llamado Marco, dijo:

—Voto la expulsión de Pierre, por oponerse a la voluntad de la comunidad.

Julius negó con la cabeza.

—No. Nada de expulsiones. Necesitamos a todos los hombres que tenemos, a todos los hombres que podamos conseguir.

Pierre cumplirá con su parte lealmente, eso me consta. Escuchad. Os diré qué planeamos. Pero antes quisiera que Will os dijera cómo es el interior de la Ciudad de nuestros enemigos. Habla, Will. Cuando referí mi historia al Consejo, ellos me pidieron que de momento mantuviera silencio de cara a los demás. Esto no habría resultado fácil en condiciones normales. Soy hablador por naturaleza y tenía la cabeza llena de las maravillas que había visto dentro de la Ciudad (las maravillas y los horrores). Sin embargo, la dificultad y la incertidumbre del viaje absorbieron mis energías: hubo poco tiempo para pensar. Pero después de llegar a las cuevas fue distinto. En este mundo nocturno, perpetuamente iluminado por luz artificial, donde se oía el eco del silencio, pude pensar, recordar y sentir remordimiento. Descubrí que no tenía ningún deseo de contar a los demás lo que había visto ni lo que había sucedido.

Ahora que Julius me decía que hablara me sentía confuso. Hablé torpemente, interrumpiéndome y repitiéndome muchas veces, en ocasiones casi incoherentemente. Pero poco a poco, mientras proseguía con mi relato, me fui percatando de lo atentamente que todos lo seguían. Además, al continuar, me sentí transportado por mis recuerdos de aquella época terrible (cómo luchaba bajo el peso intolerable que tenía la poderosa gravedad de los Amos, sudando en medio del calor y la humedad invariables, viendo cómo mis compañeros esclavos se debilitaban y sucumbían al esfuerzo, sabiendo casi con total seguridad que aquél sería también mi destino. Como le ocurrió a Fritz). Más tarde Larguirucho me dijo que hablé apasionadamente y con una soltura que normalmente no poseía. Cuando terminé y me senté se había apoderado de la audiencia un silencio que indicaba cuán profundamente les había afectado el relato.

Entonces Julius volvió a hablar.

—Quería que escucharais a Will por varias razones. Una es que lo que dice es el testimonio de alguien que ha presenciado de hecho las cosas de las que habla. Le habéis oído y sabéis qué quiero decir: lo que os ha descrito lo ha visto. Otra razón es daros ánimos. Los Amos están investidos de un poder y una fuerza desmesurados. Han recorrido las distancias inimaginables que separan las estrellas. Sus vidas son tan largas que las nuestras son, comparativamente, como la danza de un insecto sobre un río tumultuoso, que dura un breve día. Y sin embargo… —hizo una pausa y me miró con una leve sonrisa—. Y sin embargo, Will, un chico normal, no más brillante que la mayoría, alguien insignificante, de poca envergadura, Will ha golpeado a uno de estos monstruos y lo ha visto desplomarse y morir. Tuvo suerte, por supuesto. Tienen un lugar vulnerable a los golpes y él tuvo la suerte de descubrirlo y golpear allí. Ha matado a uno de ellos: el hecho está ahí. No son todopoderosos. Eso nos debe infundir ánimo. Lo que Will logró por suerte nosotros podemos lograrlo haciendo planes y con una actitud resuelta.

»Esto me lleva al tercer punto, la tercera razón por la que quería que oyerais el relato de Will. Se trata de que, esencialmente, es la historia de un fracaso, —me estaba mirando y yo noté que me ruborizaba. Él prosiguió pausadamente, sin apresurarse—. El Amo se volvió suspicaz cuando encontró en la habitación de Will las notas que había tomado sobre la Ciudad y sus habitantes. Will no pensó que el Amo fuera a entrar en su habitación, donde tendría que ponerse una máscara para poder respirar; pero pensó a la ligera. Después de todo, él sabía que su Amo se preocupaba por los esclavos más que la mayoría, y sabía que, antes de su llegada, había dispuesto la instalación de pequeñas comodidades adicionales en la habitación de refugio. Era razonable pensar que podría volver a hacerlo y encontrar el libro con las notas.

Su tono era uniforme, más analítico que crítico, pero resultaba más condenatorio precisamente por eso.

Mi vergüenza y mi azoramiento iban en aumento a medida que le escuchaba.

—Will logró, con la ayuda de Fritz, salvar la situación en gran medida. Huyó de la Ciudad y regresó con una información cuyo valor es incalculable. Pero se hubiera podido ganar aún más, —su mirada se había posado nuevamente en mí—. Con tiempo para planificar las cosas mejor, Fritz también hubiera vuelto. Le pasó a Will cuanta información pudo sobre lo que había averiguado, pero habría sido mejor si hubiera podido dar su testimonio personalmente. Porque el menor detalle cuenta para la lucha.

Entonces Julius habló del poco tiempo que teníamos; de que la nave ya estaba en camino, dirigiéndose hacia nosotros a través de las lejanas profundidades del espacio; y de la muerte definitiva que acarrearía a todas las cosas terrenales. Y nos dijo lo que había decidido el Consejo.

Lo más importante era multiplicar (por diez, por cien, al final por mil) nuestros esfuerzos por ganarnos a los jóvenes por todo el mundo. Había que formar células de resistencia que a su vez debían crear otras células. El Consejo disponía de mapas y daría instrucciones sobre dónde ir. Debíamos, en particular, intentar establecer grupos de oposición en las cercanías de las otras dos Ciudades de los Amos (una a miles de millas, hacia el este, por tierra; la otra al oeste, en la orilla opuesta del gran océano).

Sería necesario superar problemas de lenguaje. Había otros problemas (de supervivencia, de organización) que a primera vista podrían parecer insuperables. No eran insuperables, porque no debían serlo. No había lugar para el desfallecimiento ni para la desesperación, solamente para la determinación de entregar hasta la última onza de energía y fuerza en aras de la causa.

Este plan, evidentemente, entrañaba el riesgo de alertar a los Amos sobre la oposición que se generaba. Cabía la posibilidad de que no se tomaran muchas molestias, pues su proyecto de exterminio estaba muy avanzado. No debíamos tener un cuartel general, sino una docena, un centenar, cada uno de ellos capaz de seguir adelante por sí mismo.

El Consejo se dividiría, sus miembros viajarían de un lugar a otro, reuniéndose sólo de vez en cuando y con la debida precaución.

Todo esto en lo tocante a la primera parte del plan (la urgente necesidad de movilizar a todas las fuerzas disponibles para la lucha, efectuar reconocimientos y establecer colonias cerca de las tres Ciudades enemigas). Había otra parte, quizá más importante todavía. Había que idear medios para destruirlas y esto entrañaría mucho trabajo duro y mucha experimentación. Había que establecer una base aparte, pero sólo los que estuvieran destinados en ella conocerían su emplazamiento. Ahí se apoyaba nuestra esperanza final. No podíamos arriesgarnos a que la descubrieran los Amos.

—Ya os he dicho, —indicó Julius—, cuanto puedo decir. Más adelante recibiréis instrucciones individuales, así como las cosas que podáis necesitar para cumplir con ellas, como por ejemplo mapas. ¿Hay alguna pregunta o sugerencia?

No habló nadie, ni siquiera Pierre. Julius dijo:

—Entonces podéis iros, —hizo una pausa—. Ésta ha sido la última vez que nos reunimos todos, constituyendo una asamblea así, hasta que hayamos completado nuestra labor. Lo único que diría para acabar ya lo he dicho. Que nos enfrentamos a algo tremendo y temible, pero no debemos permitir que nos asuste. Podemos conseguirlo. Sin embargo, sólo lo podemos conseguir si cada uno da todo cuanto tiene. Ahora id y que Dios sea con vosotros.

Mis instrucciones me las dio Julius en persona. Tenía que viajar hacia el sudeste, haciéndome pasar por comerciante; llevaría un caballo de carga, tenía que ganar adeptos, sembrar la resistencia y volver a presentarme en este centro.

Julius preguntó:

—¿Está claro para ti, Will?

—Sí, señor.

—Mírame, Will, —alcé la vista. Él dijo—: Creo que aún estás dolido, muchacho, por algunas cosas que dije después de que refirieras tu relato a la asamblea.

—Me doy cuenta de que lo que usted dijo es cierto, señor.

—Pero eso no hace más llevadero ver que, después de haber hecho un relato lleno de valor, habilidad y grandes esfuerzos, alguien lo pinta de un color algo distinto.

No respondí.

—Escucha, Will. Lo que hice lo hice con un objetivo. Las metas que nos impongamos han de ser ambiciosas, hasta rozar lo imposible. Así que utilicé tu historia para extraer una moraleja: que el descuido de un solo hombre puede destruirnos a todos; que lo suficiente no es nunca suficiente; que no hay lugar para la complacencia por mucho que se haya logrado, porque siempre queda algo por lograr. Pero ahora puedo decirte que lo que hicisteis tú y Fritz fue de un enorme valor para todos nosotros.

Dije:

—Fritz hizo más. Y no regresó.

Julius asintió:

—Es algo que has de sobrellevar. Pero lo que cuenta es que uno de vosotros ha vuelto, que no hemos perdido un año del escaso tiempo que tenemos. Todos hemos de aprender a vivir con nuestras pérdidas y a convertir nuestras lamentaciones en acicates de cara al futuro, —me puso la mano en el hombro—. Porque te conozco puedo decir que obraste bien. Lo recordarás, pero recordarás mis críticas con más claridad y durante más tiempo. ¿No es verdad, Will?

—Sí, señor, —dije—. Así lo creo.

Nosotros tres (Henry, Larguirucho y yo) nos reuníamos en un lugar que habíamos encontrado y que tenía una fisura en la parte alta de la roca, a través de la cual se filtraba una débil luz diurna, lo justo para que pudiéramos distinguir nuestros rostros sin necesidad de luces. Estaba un tanto alejado de las zonas de las cuevas destinadas a uso general, pero nos gustaba ir allí porque nos recordaba que el mundo exterior, que normalmente sólo se entreveía cuando estábamos de guardia en un punto determinado, existía de verdad; que en algún lugar había luz, viento y cambios atmosféricos en lugar de la oscuridad estática y el rumor, murmullo o goteo del agua subterránea. Un día en que debía haberse desatado en el exterior una violenta tormenta, atravesó la grieta un poco de agua, filtrándose hasta nuestra cueva. Volvimos los rostros hacia allí, disfrutando de la fría humedad y creyendo reconocer el olor de los árboles y la hierba.

Henry dijo:

—Tengo que atravesar el océano occidental. Nos lleva el capitán Curtis, en el «Orión». Despedirá a su tripulación en Inglaterra, exceptuando al que lleva Placa falsa, como él: ellos dos navegarán hasta un puerto situado en el occidente francés, donde nos uniremos a ellos. Somos seis. La tierra a la que nos dirigimos se llama América y allí la gente habla la lengua inglesa.

¿Y tú, Will?

Les conté brevemente. Henry asintió; era evidente que pensaba que la suya era una misión mejor y más interesante. Yo estaba de acuerdo con él en eso; pero tampoco me importaba mucho.

Henry dijo:

—¿Y tú, Larguirucho?

—No sé dónde iré.

—Pero seguramente te habrán destinado.

Asintió.

—A la base de investigación.

Era lo que cabía esperar. Evidentemente necesitaban que gente como Larguirucho experimentara para preparar el ataque contra los Amos. Pensé que esta vez se disgregaba de verdad el trío original. No parecía importar mucho.

Mi pensamiento estaba puesto en Fritz. Julius tenía toda la razón: de lo que dijo yo recordaba sus críticas y, al recordarlas, me sentía avergonzado. De haber tenido una semana o así para prepararnos, podríamos haber escapado los dos. Fue mi falta de cuidado lo que precipitó las cosas, haciendo que Fritz quedara atrapado. Era un pensamiento amargo, pero ineludible.

Los otros dos hablaban y yo me conformaba con que así lo hicieran. Al cabo lo advirtieron. Henry dijo:

—Estás muy callado, Will. ¿Algo va mal?

—No.

Insistió:

—Últimamente siempre estás callado.

Larguirucho dijo:

—Una vez leí un libro sobre esos americanos a cuya tierra te diriges, Henry. Al parecer tienen la piel roja, van adornados con plumas, llevan una especie de hacha, tocan el tambor cuando van a la guerra y fuman en pipa cuando quieren estar en paz.

Generalmente Larguirucho estaba demasiado interesado por los objetos (cómo funcionaban o cómo se les podía hacer funcionar) como para prestar mucha atención a la gente. Pero comprendí que se había percatado de mi pesadumbre y averiguado la causa de la misma (después de todo había compartido conmigo la vana espera en las afueras de la Ciudad y el viaje de vuelta), y estaba haciendo lo posible por evitar que Henry hiciera preguntas y que yo pensara. Me sentí agradecido por eso y por las tonterías que decía.

Antes de poder irme tenía que hacer muchas cosas. Me instruyeron sobre las actividades de un vendedor ambulante, me enseñaron algo de los idiomas que se hablaban en los países que iba a visitar, me dieron consejos sobre cómo establecer células de resistencia y lo que tenía que decirles cuando me marchara. Todo lo registraba escrupulosamente, decidido a no cometer fallos esta vez. Pero mi melancolía no desaparecía.

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