Read El estanque de fuego Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (8 page)

Fritz fue de gran ayuda, tanto porque me calmaba como porque hacía las cosas él, cuando era posible. Otro tanto ocurría con Larguirucho, con quien hablaba mucho los ratos que no tenía obligaciones. Y disponía de otra fuente de interés que me permitía evadirme de las cosas hasta cierto punto. Se trataba de nuestro prisionero, el Amo: Ruki.

Llevó muy bien lo que debió de ser una experiencia angustiosa y dolorosa. La habitación que le prepararon era una de las mazmorras del castillo y allí le atendíamos Fritz y yo; pasábamos por una recámara de aire y llevábamos mascarilla cuando estábamos en el interior. Era una habitación grande, de más de veinte pies cuadrados; una buena parte estaba excavada en roca viva. Basándose en nuestros informes los científicos habían hecho todo lo posible por que estuviera lo más cómodo posible, llegando incluso a disponer un agujero circular en el suelo, el cual llenábamos de agua caliente a fin de que se sumergiera. Cuando llegábamos allí, llevándola en cubos, no creo que estuviera tan caliente como a él le hubiera gustado y no se renovaba con la frecuencia suficiente como para satisfacer el deseo que todos los Amos tenían de mantener constantemente húmeda su piel, que recordaba la de los lagartos; pero era mejor que nada. Otro tanto podría decirse de la comida, que fue elaborada, al igual que el aire, sobre la base de unas cuantas muestras pequeñas que Fritz había conseguido sacar de la Ciudad.

Se pasó los primeros dos días levemente conmocionado y después le sobrevino algo que pude reconocer: la Enfermedad, la maldición de Skloodzi, como la llamaba mi antiguo Amo. En su piel verde aparecieron manchas marrones, los tentáculos le temblaban sin cesar; él se mostraba apático y no respondía a los estímulos. No teníamos modo de tratarlo, ni siquiera con las burbujas de gas que usaban los Amos en la Ciudad para aliviar el dolor o la incomodidad, así que tuvo que sobrellevarlo como mejor pudo. Afortunadamente, pasó. Fui a su celda una semana después de su captura y vi que había recuperado un saludable tono verde y que se mostraba inequívocamente interesado por la comida.

Anteriormente no había respondido a ninguna de las preguntas que le formulamos en distintos idiomas. Seguía sin hacerlo y empezábamos a preguntarnos, desanimados, si no habríamos cogido a uno de los pocos Amos que no poseían tales conocimientos. Sin embargo, unos pocos días después, y puesto que era evidente que había recobrado plenamente la salud, uno de los científicos sospechó que era una ignorancia fingida, no real. Nos dijeron que a la mañana siguiente no le lleváramos agua caliente a su estanque. Rápidamente dio muestras de incomodidad e incluso se expresó por gestos, dirigiéndose al agujero vacío y señalándolo con los tentáculos. No le hicimos caso. Cuando nos disponíamos a salir de la habitación por fin habló con aquella voz grave y resonante que tenían. Dijo en alemán:

—Traedme agua. Necesito bañarme.

Miré a aquel monstruo deforme y arrugado, dos veces más alto que yo.

—Di por favor, —le dije.

Pero aquélla era una palabra que desconocían en todos nuestros idiomas. Se limitó a repetir:

—Traedme agua.

—Espera, —dije—. Veré qué dicen los científicos.

Una vez bajada la guardia no intentó volver al silencio. Y, por otra parte, tampoco se mostró especialmente comunicativo. Contestó algunas preguntas que le hicieron y frente a otras observó un silencio empecinado. No siempre resultaba fácil saber en qué se basaba para responder o quedarse callado. Había silencios elocuentes cuando las preguntas se referían a una posible defensa de la Ciudad, pero resultaba difícil, por ejemplo, saber por qué, después de hablar libremente sobre el papel de los esclavos humanos y de la oposición que al respecto ofrecían algunos Amos, se negaba a decir nada sobre la Persecución de la Esfera. Era éste un deporte que a todos los Amos parecía gustarles con pasión y que se jugaba en un campo triangular en el centro de la Ciudad. Se podría decir que se parecía remotamente al baloncesto, exceptuando que había siete «canastas», que los jugadores eran Trípodes en miniatura y que la pelota era una rutilante esfera dorada que parecía surgir en medio del aire enrarecido. Ruki se negó a responder una sola pregunta sobre aquel tema.

Durante los largos meses de mi cautiverio jamás supe el nombre de mi Amo, ni siquiera si tenía nombre: yo siempre le llamaba «Amo» y él a mí «chico». Resultaba difícil emplear aquel título con nuestro prisionero. Le preguntamos su nombre y nos dijo que se llamaba Ruki. Al cabo de muy poco tiempo me di cuenta de que pensaba en él como eso, como individuo; es decir, aparte de como un representante del enemigo que tenía sometido a nuestro mundo y al cual debíamos destruir. Yo ya sabía que los Amos no eran una masa indiferenciada de monstruos idénticos. Mi propio Amo era relativamente amable, si se le comparaba con el de Fritz, que era brutal. También tenían distintos intereses. Pero todas las distinciones que hice entre ellos en la Ciudad eran de orden estrictamente práctico; las buscaba para explotarlas. Al alterarse la situación se veían las cosas desde un punto de vista ligeramente distinto.

Por ejemplo, un día le llevé la cena con retraso porque Ulf me mandó hacer algo. Pasé por la recámara de aire y me lo encontré sentado en medio de la habitación; dije que sentía el retraso.

Efectuó un leve giro con el tentáculo y dijo con voz estentórea:

—No tiene importancia, habiendo tantas cosas que ver y que hacer.

A su alrededor sólo estaban las paredes blancas y lisas de la habitación y dos lámparas pequeñas, de color verde para conveniencia suya, que proporcionaban luz. Sólo rompían la monotonía la puerta y el agujero del suelo. (Le servía de lecho y de baño, y tenía algas en lugar de aquella sustancia musgosa que se usaba en la Ciudad). No era posible detectar la expresión de aquellos rasgos completamente ajenos (la cabeza sin cuello, con los tres ojos y orificios para respirar y comer, conectados por arrugas que conformaban un extraño dibujo), pero en aquel momento tenía, de un modo singular, aspecto lúgubre y apesadumbrado. En todo caso me di cuenta de una cosa: ¡Había hecho un chiste! Malo, de acuerdo, pero un chiste. Era el primer indicio que detectaba de que tal vez tuvieran incluso un rudimentario sentido del humor.

Tenía instrucciones de hablar con él tanto como fuera posible, al igual que Fritz. Los científicos lo examinaban en sesiones más formales, pero se pensó que a lo mejor también nosotros sacábamos algo. Informábamos a uno de los examinadores cada vez que salíamos de la celda, repitiendo lo que se había dicho palabra por palabra, en la medida de lo posible. Empecé a encontrar esto interesante en sí mismo, y más fácil. No siempre hablaba mucho cuando yo le incitaba, pero a veces sí.

Sobre la cuestión de los esclavos de la Ciudad, por ejemplo, era bastante voluble. Resultó que él era de los que se oponían a esto. Según había descubierto yo, el fundamento de dicha oposición no consistía normalmente en ninguna clase de consideración hacia los pobres desgraciados cuyas vidas se veían brutalmente acortadas por el calor, el enorme peso y el mal trato recibido, sino que obedecía a la idea de que el depender de los esclavos podría debilitar la fuerza de los Amos y, a la larga, tal vez su determinación de sobrevivir y proseguir extendiendo sus conquistas por el universo. En el caso de Ruki, sin embargo, parecía darse un sentimiento, —de poca entidad—, más genuino de simpatía hacia los hombres. No aceptaba que los Amos hubieran obrado mal al conquistar la tierra y emplear las Placas para mantener a los hombres sometidos. Creía que en aquel estado los hombres eran más felices que antes de la llegada de los Amos. Ahora había menos enfermedad y menos hambre, y los hombres estaban libres de la maldición de la guerra. Era cierto que seguían empleando la violencia unos contra otros cuando surgía una disputa, y esto resultaba bastante horripilante desde el punto de vista de los Amos; pero, al menos, todo quedaba ahí. Se había puesto fin a aquel espantoso estado de cosas en el que se podía sacar a los hombres de sus casas y enviarlos a tierras lejanas, para allí matar o morir a manos de desconocidos con los que no tenían ninguna rivalidad directa ni personal. A mí también me parecía un estado de cosas espantoso, pero me daba cuenta de que la desaprobación de Ruki era mucho más fuerte —casi diría que más apasionada—, que la mía.

A sus ojos, esto justificaba de por sí la conquista y la inserción de Placas. Los hombres y mujeres que tenían la Placa disfrutaban de la vida. Ni siquiera los Vagabundos parecían sentirse especialmente desdichados, y una mayoría abrumadora llevaba una vida pacífica y fructífera, llena de ceremonias y celebraciones.

Me acordé de un hombre que estaba al frente de un circo itinerante, siendo yo niño. Hablaba de sus animales de modo muy parecido a como lo hacía Ruki al referirse a los hombres. Decía que los animales salvajes estaban a merced de las enfermedades y se pasaban los días y las noches cazando o siendo cazados, pero en cualquiera de los dos casos luchando por conseguir suficiente comida para no morir de hambre. Los de su circo, sin embargo, estaban gordos y lustrosos. Lo que dijo, entonces parecía razonable, pero ahora no tenía fuerza.

En todo caso Ruki, si bien aprobaba que los Amos controlaran el planeta y a las indisciplinadas y belicosas criaturas que lo habían gobernado anteriormente, pensaba que era un error llevarlos al interior de la Ciudad. Naturalmente, su punto de vista se vio confirmado cuando descubrió que, de algún modo, a pesar de las Placas, uno o más esclavos nos habían pasado información a los sublevados. (Nosotros no le dijimos ni eso ni ninguna otra cosa que pudiera ser de utilidad a los Amos, pero no le resultó difícil deducir que tenía que haberse producido alguna filtración, ya que nosotros sabíamos reproducir su aire y su comida). Se podía advertir que, pese a estar en cautividad, le proporcionaba una especie de satisfacción comprobar que su punto de vista era acertado.

Esto no quería decir que albergara ningún miedo de que nuestros intentos de rebelión contra los Amos fueran a tener éxito. Parecía impresionado por nuestra ingenuidad al haber llevado a cabo el ataque contra el Trípode en el que viajaba él; pero era como si un hombre se sintiera impresionado porque un sabueso siguiera un rastro o porque un perro pastor regresara al redil con las ovejas a su cargo después de correr numerosos riesgos. Todo esto era interesante e inteligente, aunque para él personalmente resultaba molesto. No podía cambiar en nada el verdadero estado de cosas. A los Amos no los iba a derrocar un puñado de pigmeos descarados.

Nuestros científicos estudiaron su organismo de diversos modos, aparte de las sesiones en que se le formulaban preguntas. Yo estuve presente algunas veces. Jamás daba muestras de resistencia, ni siquiera de disgusto (aunque cabe dudar que en él hubiéramos podido reconocer el disgusto mejor que sus demás emociones); antes bien, se sometía a las pruebas, extracciones de sangre e inspecciones por medio de lentes de aumento como si en lugar de a él se lo estuvieran haciendo a otro. De hecho, de lo único que se quejaba era de que el agua o la misma habitación no estaban suficientemente calientes. Los científicos improvisaron para él un sistema de calefacción, utilizando eso que se llama electricidad, y yo encontraba la habitación agobiante, aunque para él estaba fría.

Su comida y su bebida también estaban desnaturalizadas. El fin era ver qué efecto podrían causarle determinadas sustancias, pero el experimento no tuvo éxito. Parecía dotado de algún medio para detectar la presencia de cualquier cosa que pudiera resultar dañina y, en ese caso, simplemente se negaba a tocar lo que le ponían delante. En una ocasión, después de que esto sucediera tres veces consecutivas, hablé con Larguirucho de ello.

Le pregunté:

—¿Es necesario hacer estas cosas? A nosotros, por lo menos, nos daban comida y agua, aun siendo esclavos en la Ciudad. Ruki lleva casi dos días sin tomar nada. Me parece innecesariamente cruel.

Larguirucho dijo:

—Es cruel el hecho de tenerlo ahí, si se quiere ver de ese modo. La celda es demasiado pequeña y no tiene la temperatura adecuada; le falta la pesada gravedad a que está habituado.

—Esas cosas no se pueden evitar. Mezclarle cosas con la comida y hacerle pasar sin nada cuando se niega a comerla no es lo mismo.

—Tenemos que hacer todo lo posible a fin de dar con un punto flaco. Tú mismo encontraste uno: la zona intermedia entre la boca y la nariz, donde, si se les da un golpe, mueren. Pero no nos sirve de mucho porque no hay posibilidad de golpearlos a todos en ese punto al mismo tiempo. Necesitamos encontrar otra cosa. Algo que podamos utilizar.

Lo entendía, pero no me quedé convencido del todo.

—Siento que tenga que ser él. Preferiría que fuera uno como el Amo de Fritz, o incluso el mío. Ruki no parece tan malo como la mayoría. Por lo menos se oponía a que los hombres fueran usados como esclavos.

—Eso es lo que él te dice.

—Pero ellos no mienten. No pueden. Eso lo aprendí en la Ciudad. Mi Amo nunca logró entender la diferencia entre los relatos novelescos y las mentiras, para él eran lo mismo.

—Puede que no mientan, —dijo Larguirucho—, pero tampoco dicen siempre toda la verdad. Él dijo que estaba en contra de que hubiera esclavos. ¿Y qué hay del plan para transformar nuestro aire en el asfixiante gas verde que respiran ellos? ¿Ha dicho que está en contra de eso?

—Nunca ha dicho nada al respecto.

—Pero está al tanto: todos lo están. No ha hablado de eso porque no sabe que nosotros lo sabemos. Puede que no sea tan malo como algunos de los otros, pero es uno de ellos. Jamás han tenido guerras. La lealtad que observan hacia su propia clase es algo que probablemente no entendamos mejor de lo que ellos entienden el modo en que luchamos entre nosotros mismos. Pero aunque no lo entendamos tenemos que contar con ello.

Y tenemos que emplear todas las armas que podamos para combatirlo. Si eso implica causarle ciertas incomodidades, si implica matarlo, no es tan importante. Sólo hay una cosa importante: ganar la batalla.

Dije:

—No hace falta que me lo recuerdes.

Larguirucho sonrió:

—Ya lo sé. De todos modos, la próxima vez su comida será normal. No queremos matarlo, si lo podemos evitar. Hay más posibilidades de que nos sea útil si sigue vivo.

—Hasta ahora no ha dado muchas muestras de ello.

—Debemos seguir intentándolo.

Other books

Waiting for Always by Ava Claire
A Man to Die for by Eileen Dreyer
Nagasaki by Éric Faye, Emily Boyce
The Frost Fair by Elizabeth Mansfield
Melting Iron by Laurann Dohner


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024