Read El estanque de fuego Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (10 page)

Se quedó callado unos instantes y yo me sentía más incómodo que nunca bajo el escrutinio de sus hundidos ojos azules. Dijo:

—Esta expedición que se está planeando… ¿Quieres tomar parte en ella?

Dije, con rapidez y convicción:

—¡Sí, señor!

—La razón me dice que rechace tu solicitud. Has actuado bien, pero no has aprendido a dominar tu impremeditación. No estoy seguro de que llegues a conseguirlo jamás.

—Las cosas han salido bien, señor. Lo ha dicho usted.

—Sí, porque has tenido suerte. Así que voy a ser irracional y te voy a enviar. Por otra parte está el hecho de que conoces la Ciudad y serás de utilidad por tal razón. Pero creo con toda franqueza que tu suerte es lo que más me impresiona. Para nosotros eres una especie de mascota, Will.

Dije, fervorosamente:

—Haré todo lo que pueda, señor.

—Sí, ya lo sé. Ahora puedes irte.

Cuando llegué junto a la puerta me volvió a llamar.

—Una cosa, Will.

—¿Sí, señor?

—Acuérdate de vez en cuando de aquellos a quienes no les acompaña la suerte. En especial de Ulf.

VOLUMEN II
CAPÍTULO 5
SEIS CONTRA LA CIUDAD

La expedición no se envió en la primavera del año siguiente, sino del otro.

Entretanto hubo que hacer y que preparar muchísimas cosas: elaboración de planes, fabricación de equipos, ensayos de acciones, mil veces repetidos. También hubo que mantener el contacto con los que se habían ido para formar centros de resistencia en las regiones donde se enclavaban las otras dos Ciudades. Las cosas habrían resultado más fáciles si hubiéramos tenido posibilidades de enviar mensajes por aire, utilizando rayos invisibles, como antaño hicieron nuestros antepasados y hacían ahora los Amos. Nuestros científicos hubieran podido construir las máquinas necesarias, pero se decidió no hacerlo. Los Amos debían seguir en la misma situación de falsa seguridad. Si utilizábamos aquella cosa llamada radio, la detectarían y, tanto si localizaban nuestros transmisores como si no, averiguarían que se estaba tramando una rebelión a gran escala.

De modo que nos vimos forzados a confiar en los primitivos medios de que disponíamos. Desplegamos una red de palomas mensajeras y para lo demás utilizamos veloces caballos y esforzados jinetes, recurriendo al relevo tanto de unos como de otros en la medida de lo posible. Se coordinaban los planes con mucha antelación y los hombres destacados en los centros alejados regresaban para recibir instrucciones sobre los mismos.

Uno de los que volvieron fue Henry. No lo reconocí fácilmente; estaba más alto y más delgado; la larga exposición al tórrido sol tropical lo había bronceado. Se le veía muy confiado y estaba muy contento de cómo habían ido las cosas. Se habían encontrado con que existía un movimiento de resistencia bastante parecido al nuestro al norte del istmo en el que se hallaba la segunda Ciudad de los Amos y habían sumado sus fuerzas. El intercambio de información resultó útil y regresaba con uno de sus líderes. Se trataba de un hombre alto, delgado, de tez morena, llamado Walt, que hablaba poco y cuando lo hacía era con una extraña voz gangosa.

Nos pasamos una tarde entera (Henry, Larguirucho y yo) hablando de los viejos tiempos y del tiempo por venir. En medio de la charla presenciamos una exhibición preparada por los científicos. Era a finales de verano y desde la muralla del castillo contemplábamos un mar azul y en calma, levísimamente encrespado en la lejanía del horizonte. Había una gran paz por todas partes; resultaba fácil imaginarse que en aquel mundo no había nada parecido a los Trípodes ni a los Amos. (De hecho, los Trípodes nunca se aproximaban a aquella zona desolada de la costa. Ésta fue una de las razones por las que elegimos el castillo).Justamente debajo de nosotros había un grupo de personas que rodeaban a dos personajes vestidos con unos pantalones cortos, como los que yo llevaba en mi época de esclavo en la Ciudad. Pero la similitud no acababa ahí, porque también llevaban cubriéndoles la cabeza y los hombros, una máscara parecida a la que yo utilizaba para protegerme del aire venenoso de los Amos. Con una diferencia: en lugar del receptáculo que contenía el filtro había un tubo conectado a una especie de estuche grande que iba atado a la espalda.

Alguien dio una señal. Los dos personajes avanzaron por entre las rocas y después por el agua. Les fue cubriendo las rodillas, los muslos, el pecho. Entonces, a la vez, se zambulleron y desaparecieron bajo la superficie. Durante unos segundos pudimos ver borrosamente cómo sus siluetas se alejaban a nado del castillo. Después los perdimos; nos quedamos mirando, esperando que aparecieran.

Esperamos mucho rato. Los segundos se convirtieron en minutos. Aunque me habían advertido lo que iba a suceder, me entró miedo. Estaba convencido de que algo había salido mal, de que se habían ahogado en la serenidad de aquel azul sin límites. Nadaban en contra de la marea, que estaba subiendo. Por aquella zona había extrañas corrientes submarinas y arrecifes sumergidos. El tiempo discurría lenta pero inexorablemente.

El objeto de todo esto era ayudarnos a entrar en las Ciudades. No podíamos emplear el método previamente utilizado; había que dar con algo más seguro e inmediato. Evidentemente la solución consistía en invertir el proceso que seguimos Fritz y yo para huir, entrando a través del río, por el desagüe. Las tres Ciudades se hallaban emplazadas junto a cauces de agua, de modo que el método valía para los tres casos. La dificultad estribaba en que, aun habiendo ido a favor de la corriente, la travesía nos obligó a forzar nuestra resistencia física hasta el límite de nuestras posibilidades y, en mi caso, más allá del mismo. Nadar contra corriente sería completamente imposible sin contar con su ayuda.

Por fin estallé:

—¡No ha salido bien! Es imposible que sigan vivos ahí abajo.

Larguirucho dijo:

—Espera.

—Si han debido de pasar más de diez minutos…

—Casi quince.

Henry dijo de repente:

—Por allí. ¡Mirad!

Miré hacia donde señalaba. A lo lejos, en medio del azul cristalino apareció primero un puntito y después otro. Dos cabezas.

Henry dijo:

—Ha dado resultado, pero no entiendo cómo.

Larguirucho hizo lo posible por explicárnoslo. Era algo relacionado con el aire, que para mí siempre había sido una especie de nada invisible. Estaba compuesto por dos nadas distintas, dos gases, y la parte que había en menor proporción era la que nosotros necesitábamos para mantenernos vivos. Los científicos habían aprendido a separarlas y habían envasado la parte útil en los estuches que llevaban los nadadores a la espalda. Unos objetos denominados válvulas regulaban su entrada en las mascarillas. Se podía permanecer sumergido mucho tiempo. Unas aletas que se fijaban a los pies permitían nadar con fuerza en contra de la corriente. Habíamos dado con el modo de entrar en las Ciudades.

A la mañana siguiente se fue Henry. Se llevó consigo al enjuto y taciturno extranjero. También se llevó una remesa de mascarillas, así como los tubos y los estuches complementarios.

Desde un escondrijo excavado en la orilla del río volví a contemplar la Ciudad de Oro y Plomo y no pude impedir que un estremecimiento me recorriera el cuerpo. El muro de oro, rematado por la burbuja esmeralda de la cúpula protectora, se extendía por las tierras situadas a ambas márgenes del río; era algo inmenso, macizo y parecía inexpugnable. Resultaba ridículo suponer que la media docena de personas allí reunidas pudiéramos salir victoriosas.

Nadie que tuviera Placa se atrevería a acercarse tanto a la Ciudad; les infundía un inmenso temor, de modo que estábamos a salvo de cualquier posible interferencia. Por supuesto, vimos montones de Trípodes que entraban y salían de la Ciudad dando grandes zancadas, recortados contra el cielo; pero no estábamos cerca de ninguna de las rutas que transitaban. Llevábamos tres días allí y ya era el último. Cuando se desvaneció la luz de aquel cielo tormentoso se cumplió la última hora que antecedía al momento de la decisión.

No fue fácil sincronizar los ataques a las tres Ciudades. De hecho, la entrada no se efectuaba simultáneamente, pues la caída de la noche tenía lugar a horas distintas en las distintas partes del mundo. Henry entraba seis horas después que nosotros. En el este lo estarían haciendo justo en aquel momento, cuando para ellos era medianoche. Todos sabíamos que aquella Ciudad entrañaba el mayor riesgo de la empresa. La base que teníamos allí era la más pequeña y la más débil de las tres. Se encontraba en un país donde los hombres que llevaban Placa eran totalmente diferentes a nosotros y hablaban un idioma incomprensible. Habíamos reclutado a pocos. Los que debían llevar a cabo el ataque vinieron al castillo el otoño pasado; eran chicos delgados, de piel amarilla, que hablaban poco y sonreían menos. Habían aprendido un poco de alemán y Fritz y yo les informamos sobre lo que encontrarían en el interior de la Ciudad (suponíamos que las tres Ciudades serían muy parecidas); ellos escuchaban y asentían, pero nosotros no sabíamos bien hasta qué punto nos entendían.

En cualquier caso ya no se podía hacer nada al respecto. Había que concentrarse en el trabajo que nos esperaba allí. La oscuridad se iba adueñando de la Ciudad, del río, de la llanura que nos rodeaba y del montículo formado por las ruinas de una gran ciudad de antaño. Tomamos al aire libre nuestra última comida hecha con alimentos normales, humanos. Después era cuestión de confiar en lo que pudiéramos encontrar en la Ciudad (habría que comer la insípida comida de los esclavos, ocultándonos en los refugios).

Contemplé a mis compañeros bajo la luz última. Iban vestidos igual que los esclavos y se disponían a ponerse las máscaras. Tenían la piel muy pálida, igual que yo, después de haber pasado todo un invierno a cubierto del sol. Llevábamos Placas falsas, muy ajustadas al cráneo; a través de las mismas nos sobresalía el pelo. Pero no les veía aspecto de esclavos y me preguntaba si tendría éxito el engaño. Seguramente el primer Amo que nos viera se daría cuenta y daría la voz de alarma.

Pero ya no había tiempo para dudas ni reflexiones. Por el oeste brillaba una estrella que se había asomado tras el horizonte.

Fritz, el jefe de nuestras fuerzas, miró su reloj. Era el único que lo llevaba; tenía que mantenerlo oculto bajo el cinturón. Marcaba la hora a la perfección y funcionaba incluso sumergido en agua; no lo habían fabricado nuestros científicos, sino los estupendos artesanos que vivieron antes de la llegada de los Amos. Me hizo recordar el que me encontré en las ruinas de la primera gran Ciudad que vimos, el que perdí yendo en bote por el río con Eloise, en el Château, de la Tour Rouge. ¡Qué lejano me parecía ahora todo aquello!

—Es la hora, —dijo Fritz—. Vamos dentro.

Previamente nuestros espías habían explorado la configuración subacuática de los desagües que debíamos atravesar a nado. Por fortuna eran espaciosos; había cuatro y, presumiblemente, cada uno de ellos se remontaba hasta un estanque como el que nosotros utilizamos para escapar. La salida estaba a veinte pies de profundidad. Uno a uno nos fuimos sumergiendo, abriéndonos paso contra la corriente, guiados por unas luces pequeñas fijadas a unas cintas que llevábamos en la cabeza: otra maravilla de los antiguos, esta vez recreada por Larguirucho y sus colegas. Larguirucho se tuvo que quedar en el cuartel general, pese a sus súplicas para que le dejaran venir con nosotros. No se trataba sólo de que fuera demasiado valioso como para prescindir de él. También contaba la debilidad de su vista. Bajo el agua las gafas no servían y además lo diferenciarían de modo indiscutible del resto de los esclavos de la Ciudad.

Las luces se movían delante de mí. Vi desaparecer una. Debía de ser el desagüe. Seguía ganando profundidad; vi un borde de metal curvo y vislumbré vagamente el interior de un túnel. Me di impulso con las aletas y entré.

El túnel parecía no tener fin. Me precedía el parpadeo de una luz; después mi propia lámpara me iba marcando débilmente el rumbo. Tenía que luchar incesantemente contra la presión del agua para abrirse paso.

Hubo un momento en que me pregunté si llegaríamos a alguna parte, si no sería posible que la corriente tuviera demasiada fuerza, de modo que nuestra impresión de avanzar fuera una nueva ilusión. ¿No estaríamos acaso manteniéndonos siempre en la misma posición, suspendidos en medio de aquel inmenso tubo liso? ¿No acabaría el cansancio por vencernos y, empujándonos, nos devolvería nuevamente al río? Me dio la impresión de que el agua estaba un poco más tibia, pero bien pudiera tratarse de otra ilusión. Sin embargo, en aquel momento, desapareció la luz que me precedía y obligué a mis cansadas extremidades a efectuar un esfuerzo mayor. De vez en cuando estiraba una mano y tocaba el techo del túnel. Volví a intentarlo y no encontré nada sólido. Hacia arriba, muy hacia arriba, se apreciaba un brillo verdoso.

Empecé a subir hasta que al fin saqué la cabeza del agua. Según estaba previamente convenido, nos hicimos a un lado, quedando ocultos tras la pared que rodeaba el estanque. El que me había precedido estaba allí. También, caminando por entre las aguas: en silencio, hicimos un gesto afirmativo con la cabeza. Una tras otra fueron apareciendo las demás cabezas hasta que, con inmenso alivio, vi la de Fritz.

La última vez no había nadie en el estanque por la noche, pero no podíamos correr riesgos. Fritz se apoyó cuidadosamente en el borde de la pared y se asomó. Nos hizo señas a los demás, que trepamos, saltando a tierra firme. Y nos enfrentamos al peso aplastante que tenía la gravedad de la Ciudad. Vi cómo mis compañeros, pese a estar sobre aviso, sufrían una conmoción; el súbito esfuerzo les hizo tambalearse. No podían mantener erguidos los hombros. Sabía que habían perdido la elasticidad de sus miembros, al igual que ocurría con los míos. Comprendí que, después de todo, tal vez no tuviéramos un aspecto tan distinto al de los esclavos.

Con rapidez, hicimos algo que era necesario: quitarnos los tubos de las máscaras y desatarnos de la espalda los tanques de oxígeno. De ese modo nos quedamos sólo con las mascarillas normales, con filtros de esponja en las bolsas del cuello, los cuales renovaríamos más adelante en alguno de los lugares comunales que utilizaban los esclavos. Perforamos los tanques y los atamos junto con los tubos. Después uno de nosotros volvió un momento al estanque y esperó a que se llenaran de agua. Se hundieron. La corriente los arrastraría hasta el río. Aunque algún hombre que tuviera Placa los encontrase mañana o al otro día, no podría averiguar nada. Pensaría que era un misterio más de los Trípodes; nosotros sabíamos que de vez en cuando salían de la Ciudad residuos sólidos.

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