El Cantal era el lugar donde Gerberto de Aurillac había nacido. Era su territorio natal, y si los De Clermont entraban sin autorización, las brujas no serían la única fuerza que se enfrentaría a ellos.
—Si ésta fuera una partida de ajedrez, llevarla al Cantal nos pondría en jaque —intervino Matthew sombríamente—. Es demasiado pronto para eso.
Baldwin movió la cabeza en señal de aprobación.
—Entonces se nos está escapando algo, entre este lugar y aquél.
—Sólo hay ruinas —informó Ysabeau.
Baldwin dejó escapar un suspiro de frustración.
—¿Por qué la bruja de Matthew no puede defenderse a sí misma?
Marthe entró en la habitación secándose las manos con una toalla. Ella e Ysabeau intercambiaron miradas.
—Elle est enchantée —respondió Marthe bruscamente.
—La niña está hechizada —estuvo de acuerdo con reticencia Ysabeau—. Estamos seguras de ello.
—¿Hechizada? —Matthew frunció el ceño. Un hechizo ponía esposas invisibles a una bruja. Aquello era algo tan imperdonable entre las brujas como entrar sin autorización en territorio ajeno lo era entre los vampiros.
—Sí. No es que ella rechace su magia. Ha sido apartada de ella… deliberadamente. —Ysabeau frunció el ceño ante semejante idea.
—¿Por qué? —se preguntó su hijo—. Es como quitarle los colmillos y las uñas a un tigre para luego devolverlo a la selva. ¿Por qué iba alguien a dejarla sin ningún medio para defenderse?
Ysabeau se encogió de hombros.
—Puedo pensar en muchas personas que pueden querer hacer tal cosa, y en muchas razones también…, pero no conozco bien a esta bruja. Llama a su familia. Pregúntales.
Matthew metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono. Baldwin se dio cuenta de que tenía la casa de Madison en la lista de marcación rápida. Las brujas en el otro extremo respondieron al primer tono.
—¿Matthew? —La bruja estaba desesperada—. ¿Dónde está? Está sufriendo un dolor terrible, puedo sentirlo.
—Sabemos dónde buscarla, Sarah. —Matthew trataba de calmarla hablando con voz serena—. Pero tengo que preguntarte algo primero. Diana no usa su magia.
—No lo ha hecho desde que su madre y su padre murieron. ¿Qué tiene que ver con todo esto? —Sarah estaba gritando en ese momento. Ysabeau cerró los ojos ante tan áspero sonido.
—Sarah, ¿existe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que Diana esté hechizada?
El silencio al otro lado fue total.
—¿Hechizada? —dijo finalmente Sarah, horrorizada—. ¡Por supuesto que no!
Los De Clermont escucharon un suave clic.
—Fue Rebecca —informó la otra bruja con voz mucho más suave—. Le prometí que nunca se lo diría a nadie. Y no sé lo que hizo ni cómo lo hizo, de modo que no me preguntéis. Rebecca sabía que ella y Stephen no iban a regresar de África. Ella vio o supo algo que la asustó terriblemente. Lo único que me dijo fue que iba a poner a salvo a Diana.
—¿A salvo de qué? —Sarah estaba horrorizada.
—No «a salvo de qué»: a salvo hasta el momento adecuado. —La voz de Em bajó más todavía—: Rebecca dijo que se aseguraría de que Diana estuviera a salvo hasta que su hija estuviera con su hombre de las sombras.
—¿Su hombre de las sombras? —repitió Matthew.
—Sí —susurró Em—. En cuanto Diana me dijo que estaba acompañada por un vampiro, me pregunté si serías tú el de la visión de Rebecca. Pero todo ha ocurrido muy rápido.
—Ves algo, Emily…, cualquier cosa…, algo que pueda ayudarnos? —quiso saber Matthew.
—No. Hay oscuridad. Y Diana está en ella. No está muerta —dijo apresuradamente cuando Matthew aspiró con fuerza—, pero está sufriendo y de algún modo no del todo en este mundo.
Al escuchar esto, Baldwin entrecerró los ojos mirando a Ysabeau. Las preguntas de ella, aunque exasperantes, habían sido sumamente esclarecedoras. Descruzó los brazos y metió la mano en el bolsillo buscando su teléfono. Se volvió, marcó y murmuró algo en el aparato. Baldwin miró luego a Matthew y se pasó el dedo por la garganta.
—Voy a buscarla ahora —dijo Matthew—. Cuando tengamos noticias, os llamaremos. —Cortó antes de que Sarah o Em pudieran acosarlo con preguntas.
—¿Dónde están mis llaves? —gritó Matthew, yendo hacia la puerta.
Baldwin estaba delante de él, impidiéndole avanzar.
—Serénate y piensa —dijo bruscamente, pateando un taburete en dirección a su hermano—. ¿Cuáles eran los castillos entre este lugar y el Cantal? Sólo tenemos que saber cuáles son las antiguas fortalezas, aquellas que Gerberto puede conocer mejor.
—Por Dios, Baldwin, no puedo recordar. ¡Déjame pasar!
—No. Tienes que ser listo para esto. Las brujas seguramente no la han llevado a territorio de Gerberto…, o al menos no lo harían si estuvieran en su sano juicio. Si Diana está hechizada, entonces ella es también un misterio para ellas. Tardarán algún tiempo en resolverlo. Querrán tener privacidad y no vampiros que las estén interrumpiendo. —Era la primera vez que Baldwin había logrado pronunciar el nombre de la bruja—. En el Cantal las brujas tendrían que obedecer a Gerbert, de modo que deben de estar en algún lugar cerca de la frontera. Piensa. —La última gota de paciencia de Baldwin desapareció—. Por todos los dioses, Matthew, tú diseñaste o construiste la mayoría de ellos.
La mente de Matthew recorrió veloz todas las posibilidades, descartando algunos porque estaban demasiado cerca, otros porque estaban demasiado destruidos. Levantó la mirada en estado de shock.
—La Pierre.
Ysabeau tensó su boca y Marthe se mostró preocupada. La Pierre había sido el castillo más imponente de la región. Estaba construido sobre cimientos de basalto que no podían ser atravesados por túneles y tenía murallas lo suficientemente altas como para resistir cualquier asedio.
Por encima de sus cabezas se escuchó un ruido rasgando el aire.
—Un helicóptero —informó Baldwin—. Estaba esperando en Clermont-Ferrand para llevarme de regreso a Lyon. Tu jardín necesitará reparaciones, Ysabeau, pero seguramente te das cuenta de que ése es un daño menor.
Los dos vampiros salieron como rayos del
château
hacia el helicóptero. Subieron de un salto y pronto estuvieron volando a gran altura por encima de Auvernia. No había otra cosa que negrura debajo de ellos, salpicada aquí y allá con el suave brillo de la luz de la ventana de alguna granja. Tardaron más de treinta minutos en llegar al castillo, y aunque los hermanos sabían dónde estaba, el piloto descubrió su contorno con dificultad.
—¡No hay ningún sitio para aterrizar! —gritó el piloto.
Matthew señaló un antiguo camino que se alejaba del castillo.
—¿Qué te parece allí? —replicó a gritos. Ya estaba recorriendo con la mirada las murallas en busca de señales de luz o de movimiento.
Baldwin le dijo al piloto que bajara donde había señalado Matthew, y recibió una mirada de incertidumbre como respuesta.
Cuando todavía estaban a más de seis metros del suelo, Matthew saltó al suelo e inició una carrera desesperada hacia la puerta del castillo. Baldwin suspiró y saltó detrás de él, no sin antes ordenarle al piloto que no se moviera hasta que ambos regresaran.
Matthew ya estaba en el interior, llamando a gritos a Diana.
—Dios mío, debe de estar aterrorizada —susurró y se pasó los dedos por el pelo cuando los ecos se desvanecieron.
Baldwin alcanzó a su hermano y lo cogió del brazo.
—Hay dos maneras de hacer esto, Matthew. Podemos separarnos y registrar el sitio de arriba abajo o puedes detenerte durante cinco segundos e imaginar dónde esconderías tú algo en La Pierre.
—Suéltame —protestó Matthew, mostrando los dientes y tratando de liberar el brazo de la férrea mano de su hermano. Pero Baldwin se limitó a intensificar la presión.
—Piensa —ordenó—. Será más rápido, te lo prometo.
Matthew repasó mentalmente el plano del castillo. Empezó en la entrada, subiendo por las habitaciones del castillo, por la torre, los apartamentos privados, las salas de audiencia y el gran salón. Luego siguió desde la entrada hacia abajo por las cocinas, los sótanos y los calabozos. Miró a su hermano horrorizado.
—La mazmorra sin salida. —Comenzó a moverse en dirección a las cocinas.
El rostro de Baldwin se congeló.
—
Dieu
—susurró, mirando la espalda de su hermano, que se alejaba. ¿Qué tenía esta bruja que había hecho que su propia gente la arrojara a un agujero de más de veinte metros de profundidad?
Y si era tan valiosa, quien hubiera puesto a Diana en la mazmorra ciega iba a regresar.
Baldwin se precipitó detrás de Matthew con la esperanza de que no fuera ya demasiado tarde para detenerlo y evitar que las brujas capturaran no sólo a uno, sino a dos rehenes.
31
D
iana, es hora de despertarse». La voz de mi madre era baja pero insistente.
Demasiado exhausta como para responder, tiré de la colcha de retales de brillantes colores para cubrirme la cabeza, esperando que ella no pudiera encontrarme. Mi cuerpo se enroscó para formar una apretada pelota, y me pregunté por qué todo me dolía tanto.
«Arriba, dormilona». Los ásperos dedos de mi padre agarraron la tela. Un estremecimiento de alegría alejó momentáneamente el dolor. Fingió ser un oso y gruñó. Chillando de felicidad, cerré los puños y me reí tontamente, pero cuando quitó las mantas, me envolvió el aire frío.
Algo no iba bien. Abrí un ojo, esperando ver los brillantes carteles y los animales de peluche que llenaban mi habitación en Cambridge. Pero mi dormitorio no tenía paredes húmedas y grises.
Mi padre me sonreía abriendo y cerrando los ojos. Como de costumbre, su pelo estaba rizado en los extremos y necesitaba ser peinado, y tenía el cuello torcido. Me gustaba de todos modos y traté de echarle mis brazos al cuello, pero éstos se negaron a funcionar adecuadamente. En lugar de eso, me arrastró suavemente hacia él y su forma insustancial me cubrió como un escudo.
«¡Quién iba a imaginar que la vería aquí, señorita Bishop!». Eso era lo que él me decía siempre cuando entraba a hurtadillas en su despacho en casa o me deslizaba abajo, por la noche, buscando que me leyera un cuento más a la hora de dormir.
—Estoy tan cansada… —Aunque su camisa era transparente, de alguna manera conservaba el olor a humo de cigarrillo rancio y a los caramelos de chocolate que guardaba en sus bolsillos.
«Lo sé —dijo mi padre. Sus ojos ya no hacían guiños—. Pero ya no puedes dormir más».
«Tienes que despertarte». Las manos de mi madre estaban sobre mí en ese momento, tratando de sacarme del regazo de mi padre.
—Cuéntame el resto del cuento primero —le pedí—, y olvida las partes malas.
«Las cosas no funcionan así». Mi madre sacudió la cabeza, y mi padre me puso en manos de ella con tristeza.
—Pero no me encuentro bien. —Mi voz de niña imploraba un trato especial.
El suspiro de mi madre chocó contra las paredes de piedra.
«No puedo pasar por alto las partes malas. Tienes que enfrentarte a ellas. ¿Puedes hacerlo, brujita?».
Después de considerar qué era lo que se requería, asentí con la cabeza.
«¿Dónde estábamos?», preguntó mi madre, sentada junto al monje fantasmal en el centro de la mazmorra sin salida. Él se mostró horrorizado y se apartó unos centímetros. Mi padre ahogó una sonrisa con el dorso de su mano, mirando a mi madre de la misma manera que yo miraba a Matthew.
«Ya me acuerdo —dijo ella—. Diana estaba encerrada en una habitación oscura, completamente sola. Sentada allí hora tras hora, se preguntaba cómo podría salir de ese lugar. Entonces escuchó un golpeteo en la ventana. Era el príncipe. ―Me han encerrado aquí dentro las brujas!‖, gritó Diana. El príncipe trató de romper la ventana, pero estaba hecha de cristal mágico y no podía siquiera resquebrajarlo. Entonces el príncipe corrió hacia la puerta y trató de abrirla, pero estaba cerrada firmemente con un cerrojo encantado. Sacudió la puerta en el marco, pero la madera era demasiado gruesa y no se movió».
—¿El príncipe no era fuerte? —pregunté, ligeramente molesta porque él no estuviera a la altura de las circunstancias.
«Muy fuerte —dijo la madre con solemnidad—, pero no era un mago. Así que Diana buscó a su alrededor otra cosa para que el príncipe probara. Descubrió un agujero diminuto en el techo. Era del tamaño justo para que una bruja como ella pasara a través de él. Diana le dijo al príncipe que volara y la sacara de allí. Pero el príncipe no podía volar».
—Porque no era un brujo —repetí. El monje se persignaba cada vez que la magia o un brujo eran mencionados.
«Así es —dijo mi madre—. Pero Diana recordó que una vez había volado. Bajó la vista y encontró el borde de una cinta plateada. Estaba atada con fuerza alrededor de ella, pero cuando tiró de un extremo, la cinta se soltó. Diana la arrojó muy alto por encima de su cabeza. Entonces su cuerpo se limitó a seguirla hacia el cielo. Cuando llegó cerca del agujero en el techo, juntó los brazos, los estiró hacia delante y entró en el aire de la noche. ―Sabía que podías hacerlo‖, exclamó el príncipe».
—Y fueron felices para siempre —añadí con firmeza.
La sonrisa de mi madre era agridulce.
«Sí, Diana». Le dirigió a mi padre una larga mirada, ese tipo de mirada que los niños no comprenden hasta que no son mayores.
Suspiré con felicidad, y no importaba tanto que mi espalda estuviera abrasada o que ése fuera un lugar extraño con gente a través de la cual uno podía ver.
«Es la hora», le dijo mi madre a mi padre. Él asintió con la cabeza.
Por encima de mí, la pesada madera chocó contra la piedra antigua con un ruido ensordecedor.
—¿Diana? —Era Matthew. Parecía desesperado. Su ansiedad envió una oleada simultánea de alivio y de adrenalina por todo mi cuerpo.
—¡Matthew! —Mi llamada salió como un opaco graznido.
—Voy a bajar. —La respuesta de Matthew, resonando por entre la piedra, golpeó mi cabeza. Estaba latiendo y había algo pegajoso en mi mejilla. Froté un poco de aquella viscosidad con un dedo, pero estaba demasiado oscuro como para ver qué era.
—No —exclamó una voz más profunda y más áspera—. Puedes bajar ahí, pero yo no podré sacarte. Y tenemos que hacer esto rápido, Matthew. Volverá a por ella.
Miré hacia arriba para ver quién estaba hablando, pero lo único que se podía ver era un anillo blanco pálido.