El fantasma de un hombre joven con un corte profundo sobre el pecho asintió con la cabeza, confirmando a las palabras de Satu. «No caigas, niña», dijo con voz triste.
—Pero a ti no te olvidaremos. Voy a buscar refuerzos. Tú puedes mostrarte terca ante una de las brujas de la Congregación, pero no ante las tres. Eso mismo ocurrió con tus padres.
Siguió agarrándome con fuerza a medida que volábamos más de veinte metros hacia abajo, hasta el fondo de la mazmorra sin más salida que la del techo. Las paredes de roca cambiaban de color y de consistencia mientras nos hundíamos más en la montaña.
—Por favor —imploré cuando Satu me dejó caer al suelo—, no me dejes aquí. No tengo ningún secreto. No sé cómo usar mi magia ni cómo recuperar el manuscrito.
—Eres la hija de Rebecca Bishop —dijo Satu—. Tienes poder, puedo sentirlo, y nos aseguraremos de que se libere. Si tu madre estuviera aquí, simplemente saldría volando. —Satu miró hacia la negrura que se elevaba por encima de nosotras, luego miró mi tobillo—. Pero tú no eres realmente una hija digna de tu madre, ¿verdad? Por lo menos en nada de lo que importa.
La bruja dobló las rodillas, levantó los brazos y dio un suave empujón contra el suelo de piedra de la mazmorra. Voló hacia arriba y se convirtió en una mancha blanca y azul antes de desaparecer. Muy lejos, por encima de mí, la puerta de madera se cerró.
Matthew nunca me encontraría en aquel lugar. Cualquier rastro que pudiera haber quedado ya habría desaparecido, nuestros olores dispersados a los cuatro vientos. La única manera de escapar de allí, aparte de ser sacada por Satu, Peter Knox y una tercera bruja desconocida, era salir por mis propios medios.
Levantada, con el peso del cuerpo sobre un solo pie, doblé las rodillas, alcé los brazos y empujé contra el suelo como había hecho Satu. No ocurrió nada. Cerré los ojos y traté de concentrarme en lo que había sentido al bailar en el salón, con la esperanza de que me hiciera flotar otra vez. Pero lo único que logré fue pensar en Matthew y los secretos que me había ocultado. Mi respiración se convirtió en un sollozo, y cuando el aire frío y húmedo de la mazmorra sin salida pasó a mis pulmones, me provocó tos, lo cual me hizo caer de rodillas.
Dormí un poco, pero me resultó difícil ignorar a los fantasmas cuando empezaron a parlotear. Por lo menos daban algo de luz en aquella oscuridad. Cada vez que se movían, una ligera fosforescencia manchaba el aire, uniendo el lugar que acababan de dejar con aquel al que se desplazaban. Una mujer joven y andrajosa estaba sentada delante de mí, tarareando en silencio para sí misma y mirándome con ojos ausentes. En el centro de la habitación, un monje, un caballero totalmente armado y un mosquetero miraban con atención hacia el interior de un hoyo todavía más profundo que emitía una sensación de pérdida tal que no pude soportar acercarme a él. El monje farfullaba una oración fúnebre y el mosquetero metía una y otra vez la mano en el hoyo como si buscara algo que había perdido.
Mi mente se deslizó hacia la inconsciencia después de haber perdido su lucha contra aquella mezcla de miedo, dolor y frío. Con el ceño fruncido, me concentré y recordé los últimos pasajes que había leído en el
Aurora Consurgens
y los repetí en voz alta con la esperanza de que me ayudaran a conservar la cordura.
—«Soy yo quien media con los elementos, haciendo que haya acuerdo entre ellos —mascullé a través de mis labios rígidos—. Hago que lo que es húmedo vuelva a ser seco otra vez, y lo que está seco lo convierto en húmedo. Hago que lo que es duro sea blando otra vez, y ablando lo duro. Tal como yo soy el final, mi amante es el principio. Abarco todo el trabajo de la creación, y todo conocimiento está escondido en mí».
Algo brilló sobre la pared cercana. Era otro fantasma que venía a saludar, pero cerré los ojos, demasiado exhausta como para que me importara, y volví a recitar:
—«¿Quién se atreverá a separarme de mi amor? Nadie, pues nuestro amor es tan fuerte como la muerte».
Mi madre me interrumpió: «¿No vas a tratar de dormir, brujita?».
Detrás de mis ojos cerrados, vi mi dormitorio de Madison en el ático. Era apenas unos pocos días antes del viaje final de mis padres a África, y me habían llevado para que me quedara con Sarah mientras ellos estuvieran ausentes.
—No tengo sueño —respondí. Mi voz era terca e infantil. Abrí los ojos. Los fantasmas se acercaban cada vez más al reflejo trémulo en las sombras a mi derecha.
Mi madre estaba sentada allí, apoyada contra las húmedas paredes de piedra de la mazmorra sin salida, con los brazos abiertos. Avancé lentamente hacia ella, conteniendo la respiración por temor a que desapareciera. Me sonrió dándome la bienvenida, sus ojos oscuros brillaban con lágrimas no derramadas. Mi madre movió sus fantasmales brazos y dedos a un lado y a otro cuando me acurruqué cerca de su cuerpo, que yo pude reconocer.
«¿Te cuento un cuento?».
—Fueron tus manos las que vi cuando Satu hizo su magia.
Su risa como respuesta era amable e hizo que las piedras frías debajo de mí fueran menos dolorosas.
«Fuiste muy valiente».
—Estoy tan cansada… —Suspiré.
«Ha llegado la hora de tu cuento, entonces. Había una vez —empezó— una brujita llamada Diana. Cuando era muy pequeña, su hada madrina la envolvió en cintas invisibles que eran de todos los colores del arco iris».
Yo recordaba este cuento de mi infancia, cuando mi pijama era morado y rosa con estrellas en él y mi pelo estaba recogido en dos largas trenzas que bajaban serpenteando por mi espalda. Una oleada de recuerdos inundó espacios de mi mente que habían permanecido vacíos desde la muerte de mis padres.
—¿Por qué el hada madrina la envolvió? —pregunté con mi voz de niña.
«Porque Diana adoraba hacer magia, y además era muy hábil haciéndola. Pero su hada madrina sabía que otras brujas iban a estar celosas de su poder. ―Cuando estés lista —le dijo el hada madrina—, te desharás de estas cintas. Hasta entonces no podrás volar ni hacer magia.
—Eso no es justo —protesté, como les gusta hacer a las niñas de siete años—. ¡Castiga a las otras brujas, no a mí!
«El mundo no es justo, ¿verdad?», dijo mi madre.
Sacudí la cabeza con tristeza.
«Por mucho que Diana lo intentó, no pudo deshacerse de sus cintas. Con el tiempo, ella olvidó todo esto. Y olvidó su magia también».
—Nunca voy a olvidar mi magia —dije con fuerza.
Mi madre frunció el ceño.
«Pero la has olvidado —replicó con su suave susurro. Continuó con su cuento—: Un día, al cabo de mucho tiempo, Diana conoció a un príncipe apuesto que vivía en las sombras entre la puesta de sol y la salida de la luna».
Ésta había sido mi parte favorita. Me inundaron recuerdos de otras noches. A veces había preguntado por su nombre, otras veces había proclamado mi falta de interés por un estúpido príncipe. Sobre todo me preguntaba por qué querría alguien estar con una bruja inútil.
«El príncipe amaba a Diana, a pesar de que ella parecía no poder volar. Él podía ver las cintas que la ataban, aunque nadie más era capaz de apreciarlas. Se preguntaba para qué servían y qué ocurriría si la bruja se las quitaba. Pero el príncipe pensó que no era correcto mencionarlas, por si Diana se sentía avergonzada de ellas. —Asentí con mi cabeza de niña de siete años, impresionada por tanta delicadeza por parte del príncipe, y mi cabeza mucho mayor también se movió sobre las paredes de piedra—. Pero no dejó de preguntarse por qué una bruja no querría volar, si pudiera. Entonces —continuó mi madre, alisándome el pelo—, tres brujas llegaron al pueblo. Ellas también podían ver las cintas, y sospecharon que Diana era más fuerte que ellas. De modo que la llevaron a un castillo oscuro. Pero las cintas no se movían aunque las brujas tiraron y tiraron. Entonces las brujas la encerraron en una habitación, esperando que estuviera tan asustada como para quitarse las cintas ella misma».
—¿Diana estaba completamente sola?
«Completamente sola», confirmó mi madre.
—No creo que me guste este cuento —me quejé.
«¿Te dormirás, entonces?».
Levanté mi colcha de niña, hecha de retales de colores brillantes que Sarah había comprado en una tienda de Syracuse anticipándose a mi visita, y me bajé para caminar sobre el suelo de la mazmorra. Mi madre me arropó contra las piedras.
—¿Mamá?
«¿Sí, Diana?».
—Hice lo que me dijiste. Mantuve mis secretos… sin decírselos a nadie.
«Sé que fue difícil».
—¿Tú tienes secretos? —En mi mente yo estaba corriendo como un ciervo a través de un campo, con mi madre persiguiéndome.
«Por supuesto», me respondió extendiendo la mano y haciendo chasquear los dedos, de modo que salí disparada por el aire para aterrizar en sus brazos.
—¿Me contarás alguno?
«Sí. —Su boca estaba tan cerca de mi oreja que me hacía cosquillas—. Tú. Tú eres mi secreto más grande».
—¡Pero estoy aquí! —grité, soltándome de ella y corriendo en dirección al manzano—. ¿Cómo puedo ser un secreto si estoy aquí?
Mi madre se llevó los dedos a sus labios y sonrió.
«Magia».
30
D
ónde está? —Matthew tiró con fuerza las llaves del Range Rover sobre la mesa.
—La encontraremos, Matthew. —Ysabeau trataba de mostrarse serena por el bien de su hijo, pero hacía casi diez horas que habían encontrado una manzana a medio comer junto a un parterre de ruda en el jardín. Ambos habían estado recorriendo minuciosamente el campo desde entonces, trabajando en secciones de terreno que Matthew dividió metódicamente en un mapa.
Después de mucho buscar, no habían encontrado ninguna señal de Diana y no habían podido descubrir su rastro. Simplemente se había desvanecido.
—Tiene que habérsela llevado una bruja. —Matthew se pasó los dedos por el pelo—. Le dije que estaría a salvo siempre que permaneciera dentro del
château
. Nunca imaginé que las brujas se atreverían a venir aquí.
Su madre tensó los labios. El hecho de que las brujas hubieran raptado a Diana no le sorprendía.
Matthew empezó a dar órdenes como un general en un campo de batalla.
—Saldremos otra vez. Yo iré en coche a Brioude. Tú ve más allá de Aubusson, Ysabeau, y hacia Limousin. Marthe, espera aquí para el caso de que vuelva o de que alguien llame con noticias.
Ysabeau supo que no iba a haber ninguna llamada telefónica. Si Diana hubiera tenido acceso a un teléfono, ya lo habría usado. Y aunque la estrategia de lucha preferida por Matthew era atravesar los obstáculos hasta llegar a su objetivo, no siempre era la mejor manera de proceder.
—Debemos esperar, Matthew.
—¿Esperar? —gruñó Matthew—. ¿Para qué?
—Esperemos a Baldwin. Estaba en Londres y ha salido hace una hora.
—Ysabeau, ¿por qué se lo has dicho? —Matthew sabía por experiencia que a su hermano mayor le gustaba destruir cosas. Era lo que mejor hacía. Con el paso de los años, lo había hecho física y mentalmente, y luego económicamente, cuando descubrió que destruir los medios de vida de las personas era casi tan emocionante como aplastar un pueblo.
—Cuando vi que ella no estaba en las cuadras ni en el bosque, sentí que era el momento. Baldwin es mejor que tú para esto, Matthew. Él puede seguirle la pista a cualquier cosa.
—Sí, Baldwin ha sido siempre bueno para perseguir a su presa. En este momento, encontrar a mi esposa es tarea primordial. Luego tendré que asegurarme de que ella no sea su próximo objetivo. —Matthew recogió las llaves—. Tú espera a Baldwin. Saldré solo.
—Cuando se entere de que Diana te pertenece, no le hará daño. Baldwin es el cabeza de esta familia. Puesto que esto es un asunto de familia, él tiene que saberlo.
Las palabras de Ysabeau le sonaron raras. Ella sabía lo mucho que él desconfiaba de su hermano mayor. Matthew trató de alejar esa sensación.
—Entraron en tu casa,
maman
. Es un insulto para ti. Si quieres que Baldwin intervenga, estás en tu derecho.
—Llamé a Baldwin por el bien de Diana…, no por mí. No debe permanecer en manos de las brujas, Matthew, aunque ella misma sea una bruja.
Marthe olfateó el aire, alerta ante un nuevo olor.
—Baldwin —aclaró innecesariamente Ysabeau con un destello en sus ojos verdes.
Una puerta pesada se cerró de golpe por encima de sus cabezas, y luego se oyeron pasos furiosos. Matthew se puso tenso, y Marthe puso los ojos en blanco.
—Aquí estamos —dijo Ysabeau en voz baja. Incluso en una crisis, no levantaba la voz. Eran vampiros, después de todo, que no necesitaban ninguna clase de exageraciones.
Baldwin Montclair, como era conocido en los mercados financieros, atravesó el salón de la planta baja a grandes zancadas. Su pelo color cobre brillaba bajo la luz eléctrica, y sus músculos vibraban con los reflejos rápidos de un atleta nato. Entrenado a empuñar una espada desde la infancia, había sido imponente antes de hacerse vampiro, y después de su renacimiento pocos se atrevían a contrariarlo. El hijo mediano de la progenie de los tres hijos varones de Philippe de Clermont había sido hecho vampiro en época romana y había sido el favorito de su padre. Estaban cortados por el mismo patrón: le encantaban las guerras, las mujeres y el vino, en ese orden. A pesar de estas amables características, aquellos que se encontraban con él cara a cara en combate rara vez vivían para contar la experiencia.
En ese momento dirigió su cólera hacia Matthew. Habían manifestado una mutua animadversión desde el mismo momento en que se conocieron; sus caracteres eran tan dispares que incluso Philippe había abandonado toda esperanza de que alguna vez llegaran a ser amigos. Sus fosas nasales se dilataron tratando de detectar el olor a canela y clavo de su hermano.
—¿Dónde diablos estás, Matthew? —Su voz profunda resonó contra los cristales y la piedra.
Matthew salió al encuentro de su hermano.
—Aquí, Baldwin.
Baldwin lo tenía cogido por la garganta antes de que las palabras salieran de su boca. Sus cabezas cerca la una de la otra, una oscura y la otra luminosa, ambos salieron disparados hacia el otro extremo del salón. El cuerpo de Matthew impactó sobre una puerta de madera y la rompió con el golpe.
—¿Cómo has podido enredarte con una bruja sabiendo lo que le hicieron a nuestro padre?
—Ella ni siquiera había nacido cuando fue capturado. —La voz de Matthew era tensa dada la presión sobre sus cuerdas vocales, pero no mostraba miedo.