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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (8 page)

—Estoy cansado —dijo Hawkmoon apretando los labios.

Los ojos de Meliadus lo miraron extrañados, casi con un gesto de cólera. —¡Yo maté a vuestro padre! —exclamó.

—Si vos lo decís… —¡Bien! —Desconcertado, Meliadus dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta y allí se volvió de nuevo hacia él —. No he venido aquí para discutir eso. Sin embargo, me parece muy extraño que no sintáis contra mí ningún odio o deseo de venganza.

Hawkmoon empezó a sentirse aburrido, y deseó que Meliadus le dejara finalmente en paz. La actitud tensa de aquel hombre y sus expresiones medio histéricas le importunaban más bien como el zumbido de un mosquito podría distraer a un hombre que sólo desea dormir.

—No siento nada —replicó Hawkmoon, confiando en que eso fuera suficiente para satisfacer al intruso—. ¡No os queda ningún temple! —exclamó enojado Meliadus—. ¡Ninguno! ¡Vuestra derrota y captura os lo han quitado todo!

—Quizá. Y ahora, estoy cansado…

—He venido para ofreceros la devolución de vuestros territorios —siguió diciendo Meliadus —. Os ofrezco un estado totalmente autónomo dentro de nuestro imperio.

Mucho más de lo que jamás hemos ofrecido antes a un país conquistado.

Ante aquellas palabras, un atisbo de curiosidad apareció en el rostro de Hawkmoon. —¿Por qué lo hacéis? —preguntó.

—Deseamos establecer un trato con vos…, en beneficio mutuo. Necesitamos un hombre fuerte y hábil en el combate, como vos. —El barón Meliadus frunció el ceño en un gesto de duda y añadió—: O eso es lo que parecíais ser. Y necesitamos a alguien en quien puedan confiar quienes no confían en Granbretan. —No era precisamente así como Meliadus había tenido la intención de plantear el trato, pero se sentía desconcertado por la extraña falta de emoción de Hawkmoon—. Deseamos que cumpláis una misión para nosotros…, a cambio de vuestros territorios.

—Me gustaría regresar al hogar —asintió Hawkmoon—. A los valles de mi niñez… —dijo, sonriendo al recordar.

Perturbado por aquella muestra de lo que le pareció erróneamente no era más que un rasgo de sentimentalismo, el barón Meliadus espetó:

—No nos interesa lo que hagáis una vez hayáis regresado… Podéis dedicaros a plantar margaritas o a construir castillos. Pero, en cualquier caso, sólo regresaréis una vez hayáis cumplido fielmente con vuestra misión. —¿Acaso creéis que he perdido la razón, milord? —preguntó Hawkmoon levantando sus ojos tristes para mirar a Meliadus.

—No estoy seguro de eso, pero tenemos medios para descubrirlo. Nuestros brujos científicos harán ciertas pruebas…

—Estoy perfectamente cuerdo, barón Meliadus. Quizá mucho más cuerdo de lo que estuve jamás. No tenéis nada que temer de mí. —¡Por el Bastón Rúnico! —exclamó el barón Meliadus elevando la mirada hacia el techo—. ¿Es que no sois capaz de tomar partido? —Se dirigió hacia la puerta—. Ya veremos de lo que sois capaz, duque de Colonia. ¡Más tarde vendrán a buscaros!

Una vez que el barón Meliadus se hubo marchado, Hawkmoon continuó tumbado sobre la cama. La entrevista desapareció rápidamente de su mente y apenas si la recordaba cuando, dos o tres horas más tarde, unos guardias con máscaras de cerdo entraron en la habitación y le ordenaron que les acompañara.

Hawkmoon fue conducido a través de numerosos pasillos, marchando siempre a buen paso hasta que llegaron a una gran puerta de hierro. Uno de los guardias la empujó ayudándose con el mango de su lanza de fuego y la puerta se abrió con un crujido dejando entrar el aire fresco y la luz del día. Al otro lado de la puerta esperaba un destacamento de guardias vestidos con armaduras y capas de color púrpura. Todos llevaban los rostros cubiertos con las máscaras púrpura de la orden del Toro. Hawkmoon les fue entregado y, al mirar a su alrededor, vio que se encontraba en un amplio patio cubierto de césped, a excepción de un camino de gravilla. El prado aparecía rodeado por un muro alto en el que vio una puerta estrecha, hacia la que se dirigieron los guardias de la orden del Cerdo. Por detrás de los muros sobresalían las lúgubres torres de la ciudad.

Hawkmoon fue conducido por el camino de gravilla hacia la puerta. La atravesaron y se encontraron en una calle estrecha, donde le esperaba un carruaje de ébano sobredorado que tenía la forma de un caballo de dos cabezas. Subió al carruaje, acompañado siempre por dos guardias silenciosos. El vehículo se puso en marcha. Gracias a un resquicio de los cortinajes, Hawkmoon pudo contemplar las torres mientras pasaban ante ellas. Eran las últimas horas de la tarde, el sol se ponía y una luz misteriosa envolvía toda la ciudad.

Finalmente, el carruaje se detuvo. Pasivamente, Hawkmoon permitió que los guardias le sacaran y entonces se dio cuenta de que se encontraba en el palacio del reyemperador Huon.

El palacio se elevaba hasta casi perderse de vista. Estaba coronado por cuatro torres gigantescas, que refulgían, envueltas en una profunda luz dorada. El palacio estaba decorado con bajorrelieves que representaban extraños ritos, escenas de batallas, episodios famosos de la prolongada historia de Granbretan, gárgolas, figurines, figuras abstractas…, toda la grotesca y fantástica estructura que se había ido construyendo a lo largo de muchos siglos. En su construcción se habían empleado todos los materiales imaginables, y en los colores más diversos, de tal modo que el edificio brillaba ahora con una extraña mezcla de matices que parecía abarcar todo el espectro. No existía el menor orden en la disposición de los colores, ni se había hecho el más mínimo intento de emparejarlos o contrastarlos. Cada color fluía en el siguiente, produciendo una gran tensión a la vista y ofendiendo la inteligencia. Era el palacio de un loco que ensombrecía al resto de la ciudad con su sobreimpresión de locura.

Ante sus puertas, otro grupo de guardias armados esperaba a Hawkmoon. Los nuevos guardias llevaban las máscaras y armaduras de la orden de la Mantis, la orden a la que pertenecía el propio rey Huon. Sus elaboradas máscaras en forma de insecto estaban cubiertas de joyas, con antenas hechas de hilo de platino y ojos facetados con distintas piedras preciosas. Los hombres tenían piernas y brazos largos y delgados, y cuerpos enjutos recubiertos por armaduras de placas, como insectos, de colores negro, dorado y verde. Cuando hablaban entre sí empleando su lenguaje secreto, lo hacían de tal modo que los susurros y chasquidos parecían los propios de unos insectos.

Hawkmoon se sintió perturbado por primera vez cuando estos guardias le condujeron por los pasillos inferiores del palacio, cuyos altos muros estaban hechos de metal de un profundo color escarlata que reflejaba distorsionadamente las imágenes de los hombres a medida que éstos se movían.

Entraron por fin en una gran sala de techo alto cuyas paredes oscuras mostraban vetas, como el mármol, de color blanco, verde y rosado. Pero esas vetas se movían constantemente, parpadeando y cambiando el sentido de la longitud y la anchura de las paredes y el techo.

El suelo de la sala, que tenía casi cuatrocientos metros de longitud por algo menos de anchura, estaba lleno de instrumentos que a Hawkmoon le parecieron máquinas, aunque no sabía cuál podría ser su función. Como todo lo que había visto desde su llegada a Londra, estas máquinas estaban ornamentadas y muy decoradas, hechas de metales preciosos y piedras semipreciosas. Se trataba de instrumentos desconocidos para él, muchos de los cuales estaban en actividad, registrando, contando y midiendo, atendidos por hombres que llevaban las máscaras serpiente de la orden de la Serpiente, compuesta exclusivamente por brujos y científicos al servicio del rey–emperador. Los hombres iban envueltos en capas moteadas, y se cubrían las cabezas con capuchas.

Desde la parte central de la sala, una figura se dirigió hacia Hawkmoon haciendo un gesto a los guardias para que se retiraran.

Hawkmoon juzgó que ese hombre debía ocupar un alto cargo en la orden puesto que su máscara serpiente aparecía mucho más ornamentada que las de los demás. Incluso era posible que se tratara del gran jefe, a juzgar por su porte y su actitud generales.

—Saludos, milord duque.

Hawkmoon correspondió a la inclinación de saludo con una leve inclinación propia, pues no había olvidado las costumbres de su vida anterior.

—Soy el barón Kalan de Vitall, científico jefe ante el rey–emperador. Tengo entendido que seréis mi huésped durante un día. Sed bienvenido a mis apartamentos y laboratorios.

—Gracias. ¿Qué deseáis que haga? —preguntó Hawkmoon con una actitud abstraída.

—En primer lugar, espero que aceptéis cenar conmigo.

El barón Kalan le hizo un gracioso gesto a Hawkmoon para que le precediera, y ambos caminaron a lo largo de la sala, pasando junto a construcciones muy peculiares, hasta que llegaron a una puerta que conducía al interior de lo que, evidentemente, eran los apartamentos privados del barón. La cena ya había sido servida. En comparación con lo que Hawkmoon había estado comiendo durante las dos últimas semanas, fue una cena sencilla, pero estaba bien cocinada y tenía buen gusto. Una vez que hubieron terminado, el barón Kalan, que ya se había quitado la máscara, dejando al descubierto un rostro pálido de edad mediana, con una diminuta perilla blanca y un pelo escaso, sirvió vino para ambos. Apenas si habían hablado durante la cena. Hawkmoon probó el vino. Era excelente.

—Ese vino es una invención mía —dijo Kalan sonriendo afectadamente.

—No me es conocido —admitió Hawkmoon—. ¿De qué uvas…?

—De ninguna uva…, sino de grano. Se trata de un proceso algo diferente.

—Es fuerte.

—Más fuerte que la mayoría de los vinos —admitió el barón—. Y ahora, duque, debéis saber que se me ha encargado establecer el nivel de vuestra cordura, juzgar vuestro temperamento y decidir si sois adecuado para servir a Su Majestad el rey–emperador Huon.

—Sí, creo que eso fue lo que me dijo el barón Meliadus —dijo Hawkmoon sonriendo débilmente—. Me interesará mucho aprender de sus observaciones.

—Hmmm. —El barón Kalan lo observó atentamente—. Ya comprendo por qué me pidieron que os atendiera. Debo decir que parecéis ser una persona muy racional.

—Gracias.

Merced a la influencia de aquel vino tan extraño, Hawkmoon volvía a descubrir una parte de su antigua ironía.

El barón Kalan se frotó la cara y emitió una tos seca, apenas audible, durante unos instantes. Sus actitudes denotaban un cierto nerviosismo desde que se quitara la máscara. Hawkmoon ya había observado que las gentes de Granbretan preferían conservar puesta la máscara durante la mayor parte del tiempo. Ahora, Kalan extendió la mano para coger su extravagante máscara serpiente y se la colocó sobre la cabeza. La tos se detuvo de inmediato, y el cuerpo del hombre se relajó visiblemente. Aun cuando Hawkmoon había oído decir que la etiqueta granbretaniana prohibía conservar puesta la máscara mientras se atendía a un invitado de noble origen, no demostró ninguna sorpresa ante la acción del barón.

—Ah, milord duque —dijo un susurro desde el interior de la máscara—, ¿quién soy yo para juzgar qué es la cordura? Hay quienes creen que nosotros, los granbretanianos, somos unos locos…

—Seguramente no.

—Es cierto. Quienes tienen sus percepciones embotadas, quienes son incapaces de comprender nuestro gran plan, no están convencidos de la nobleza de nuestra gran cruzada. Dicen, como debéis saber, que estamos locos. ¡Ja, ja! —El barón Kalan se levantó —. Pero ahora, si queréis acompañarme, iniciaremos nuestras investigaciones preliminares.

Regresaron a la sala de máquinas, que cruzaron para entrar en otra sala apenas más pequeña que la anterior. Las paredes eran igualmente oscuras, pero éstas pulsaban con una energía que se desplazaba gradualmente a lo largo de todo el espectro, desde el violeta al negro para regresar al violeta. En esta sala únicamente había una máquina, un artefacto de brillante metal de color azul y rojo, dotado de proyecciones, brazos y adminículos, con un objeto similar a una gran campana suspendido de un intrigante andamio que parecía formar parte de la propia máquina. En uno de los lados había una consola atendida por una docena de hombres que vestían el uniforme de la orden de la Serpiente, con sus máscaras de metal reflejando parcialmente la luz pulsante procedente de las paredes. Un zumbido llenaba toda la sala. Emanaba de la propia máquina y era como un débil martilleo, un gemido y una serie de silbidos, como si aquel artilugio respirara como una bestia.

—Ésta es nuestra máquina de la mentalidad —dijo el barón Kalan con orgullo—. Ella será la que os someterá a prueba.

—Es muy grande —dijo Hawkmoon avanzando hacia ella.

—Una de las mayores de que disponemos. Tiene que serlo, puesto que debe realizar tareas muy complejas. Esto es el resultado de la brujería científica, milord duque, nada parecido a los hechizos que suelen emplearse en el continente. Es nuestra ciencia la que nos proporciona nuestra principal ventaja sobre naciones inferiores.

A medida que iba desapareciendo el efecto de la bebida, Hawkmoon se fue convirtiendo cada vez más en el mismo hombre que había sido en las catacumbasprisión. Su sentido de la imparcialidad aumentó, y experimentó muy poca ansiedad o curiosidad cuando fue conducido hacia la campana y se le pidió que permaneciera de pie bajo ella, al tiempo que ésta descendía sobre su cabeza.

Finalmente, la campana le cubrió por completo y los lados flexibles del artilugio se movieron para adaptarse alrededor de su cuerpo. Era como un abrazo obsceno, algo que habría horrorizado al Dorian Hawkmoon que había combatido en la batalla de Colonia, pero que a este nuevo Hawkmoon sólo produjo una vaga impaciencia e incomodidad.

Empezó a notar que algo se arrastraba sobre su cráneo, como si unos hilillos increíblemente finos estuvieran penetrando en el interior de su cerebro, tanteándolo. Las alucinaciones empezaron a manifestarse sin que él hiciera nada por ello. Vio brillantes océanos de color, rostros distorsionados, edificios y flora de una perspectiva antinatural.

Pareció como si llovieran joyas durante cientos de años, y después unos vientos negros le soplaron a través de los ojos, que quedaron desgarrados para revelar océanos que estaban helados al mismo tiempo que en movimiento, unas bestias de infinita simpatía y bondad, mujeres de una extraña humanidad. Intercaladas con todas estas visiones, tuvo claros recuerdos de su niñez, de su propia vida hasta el momento mismo en que había entrado en la máquina. Uno tras otro, los recuerdos fueron aumentando hasta que toda su vida había sido recordada y presentada ante él mismo. Y, sin embargo, seguía sin experimentar emoción alguna, a excepción del recuerdo de las emociones sentidas en el pasado. Cuando finalmente los lados de la campana se apartaron y la propia campana empezó a elevarse, Hawkmoon permaneció impasible, con la sensación de haber asistido a la experiencia de otro.

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