Los relojes rivalizaban en variedad con los del cuñado de Meliadus, Taragorm, el señor del palacio del Tiempo, a quien Meliadus detestaba profundamente como rival, debido a los extraños afectos que sentía por su perversa y caprichosa hermana.
El barón Meliadus interrumpió su paseo y cogió un pergamino de la mesa. Contenía la última información recibida de la provincia de Colonia, a la que apenas dos años antes Meliadus había sometido a un duro y ejemplar castigo. Al parecer, aquello no había sido suficiente, ya que el hijo del viejo duque de Colonia (a quien Meliadus había arrancado personalmente las entrañas en la plaza pública de la capital) se había rebelado al frente de un ejército que casi había conseguido vencer a las fuerzas de ocupación de Granbretan. De no haberse enviado refuerzos rápidamente, sobre todo en forma de ornitópteros armados con lanzas de fuego de amplio radio de acción, el Imperio Oscuro podría haber perdido temporalmente la provincia de Colonia.
Pero los ornitópteros destrozaron a las fuerzas del joven duque, que fue hecho prisionero. El duque no tardaría en llegar a Londra, y sus sufrimientos servirían para distraer y complacer a los nobles de Granbretan. Ésta era, una vez más, una situación en la que el conde Brass podría haber ayudado, puesto que, antes de lanzarse a una rebelión abierta, el duque de Colonia se había ofrecido como comandante mercenario al Imperio Oscuro, siendo aceptado y habiendo luchado bien al servicio de Granbretan en Nuremberg y Ulm, ganándose así la confianza del imperio, que le concedió el mando de una fuerza compuesta en su mayor parte por soldados que en otros tiempos habían servido bajo las órdenes de su padre. Fue precisamente al mando de esos soldados con los que se rebeló y marchó hacia Colonia, con el propósito de atacar la provincia.
El barón Meliadus frunció el ceño, ya que el joven duque había sido un ejemplo pernicioso que podrían seguir otros. Según aseguraban los informes, ya se había convertido en un héroe en las provincias germánicas. Pocos se atrevían a oponerse al Imperio Oscuro como lo había hecho él.
Si el conde Brass hubiera estado de acuerdo en…
De pronto, el barón Meliadus empezó a sonreír ante la idea que surgió completa e instantánea en su mente. Quizá pudiera utilizar de algún modo al joven duque de Colonia, en lugar de entregarlo para la diversión de sus pares.
El barón Meliadus volvió a dejar el pergamino sobre la mesa y tiró de un cordón de llamada. En el despacho entró una mujer esclava con el cuerpo enrojecido, que se arrodilló ante él para recibir instrucciones. (Todos los esclavos del barón eran mujeres; no permitía que ningún hombre entrara en su torre, por temor a ser traicionado.) —Lleva un mensaje al jefe de las catacumbas–prisión —le ordenó a la muchacha—.
Dile que el barón Meliadus se entrevistará con el prisionero Dorian Hawkmoon de Colonia en cuanto llegue allí.
—Sí, amo.
La mujer se levantó y retrocedió hacia la puerta, sin darle la espalda al barón, a quien dejó contemplando el río desde la ventana. Meliadus mostraba una ligera sonrisa en los labios.
Dorian Hawkmoon, cargado de cadenas de hierro sobredorado (como correspondía a su situación ante los ojos de los granbretanianos), descendió tambaleándose por la pasarela tendida entre la barcaza y el muelle, parpadeando a la luz del atardecer y contemplando a su alrededor las enormes y amenazadoras torres de Londra. Si alguna vez había necesitado poseer una prueba de la locura congénita de los habitantes de la Isla Oscura, ahora tenía la más completa evidencia de ella. Había algo antinatural en las líneas arquitectónicas, en la elección de los colores y las esculturas. Y, sin embargo, todo poseía un gran sentido de la fortaleza, el sentido y la inteligencia. No era extraño que fuera tan difícil llegar a conocer la psicología del pueblo del Imperio Oscuro cuando sus obras parecían tan paradójicas.
Uno de los guardias le empujó suavemente hacia adelante. Llevaba la máscara de la muerte, de metal blanco, e iba vestido de cuero, como correspondía con el uniforme de la orden a la que servía. Hawkmoon se tambaleó a pesar de la ligereza de la presión, pues llevaba casi una semana sin comer. La mente se le nubló en seguida; apenas si se daba cuenta del significado de las circunstancias. No había hablado con nadie desde que fuera capturado durante la batalla de Colonia. Se había pasado la mayor parte del tiempo tumbado en la oscuridad de la bodega del barco, bebiendo ocasionalmente del abrevadero de agua sucia situado junto a donde se encontraba. Iba sin afeitar, tenía los ojos vidriosos, el largo pelo rubio estaba enmarañado, y tenía la malla y los calzones cubiertos de suciedad. Las cadenas le habían rozado la piel de tal modo que mostraba surcos sanguinolentos en el cuello y en las muñecas, aunque no experimentaba dolor alguno. De hecho, se sentía como un sonámbulo y lo veía todo como si estuviera inmerso en un sueño.
Dio dos pasos sobre el muelle de cuarzo, se tambaleó y cayó de rodillas. Los guardias, uno a cada lado, le ayudaron a levantarse y lo sostuvieron mientras se dirigían hacia el muro negro que se elevaba sobre el muelle. Había una pequeña puerta enrejada en el muro a cuyos lados había dos soldados que llevaban máscaras de cerdo coloreadas de rojo. La orden del Cerdo controlaba las prisiones de Londra. Los guardias intercambiaron unas pocas palabras pronunciadas como gruñidos, en el lenguaje secreto propio de su orden, y uno de ellos se echó a reír, agarró a Hawkmoon por el brazo y, sin decirle nada al prisionero, lo empujó hacia el interior mientras el otro guardia abría la puerta de rejas.
El interior estaba a oscuras. La puerta se cerró detrás de Hawkmoon, que se encontró a solas durante unos momentos. Después, a la débil luz que procedía de la puerta, vio una máscara; era una máscara de cerdo, aunque mucho más elaborada que las que llevaban los guardias del exterior. Acto seguido, apareció otra máscara similar y a continuación otra más. Hawkmoon fue agarrado y conducido a través de la maloliente oscuridad, descendiendo hacia las catacumbas–prisión del Imperio Oscuro. En su fuero interno se daba cuenta, aunque con muy poca emoción, de que su vida había terminado allí.
Finalmente, escuchó que alguien abría otra puerta. Lo empujaron hacia el interior de una pequeña cámara; después, la puerta se cerró y alguien colocó una viga al otro lado.
El aire de la mazmorra era fétido y las losas del suelo y la pared estaban cubiertas por una capa de asquerosa suciedad. Hawkmoon se apoyó contra el muro y luego, poco a poco, su cuerpo se fue deslizando hacia el suelo. No supo si se desmayó o se quedó dormido, pero sus ojos se cerraron y cayó en la inconsciencia.
Apenas una semana antes había sido el héroe de Colonia, un campeón que se había rebelado contra los agresores, un hombre lleno de gracia y burla sardónica y un guerrero de gran habilidad. Ahora, los hombres de Granbretan lo habían convertido en un animal…, un animal al que le quedaba muy poca voluntad de seguir viviendo. Cualquier otro hombre se habría agarrado ceñudamente a su humanidad, se habría alimentado con su propio odio, habría imaginado mil formas de escapar; pero Hawkmoon, que lo había perdido todo, ya no deseaba nada.
Quizá llegara a despertar de su trance. En tal caso, se habría convertido en un hombre muy distinto al que había luchado con un valor tan insolente en la batalla de Colonia.
Había luz procedente de las antorchas, y el brillo de máscaras bestiales; hocicos de cerdos y lobos aullantes, metal rojo y negro; ojos de miradas burlonas, blanco diamante y azul zafiro. El pesado susurrar de las capas y el sonido de una conversación mantenida en murmullos.
Hawkmoon suspiró débilmente y cerró los ojos. Luego los volvió a abrir cuando los pasos se acercaron y la máscara de lobo se inclinó sobre él, acercándole la antorcha al rostro. El calor que sintió fue incómodo, pero Hawkmoon no hizo el menor esfuerzo para apartarse.
El lobo se enderezó y le habló al cerdo.
—No sirve de nada hablarle ahora. Alimentadle, lavadle. Restaurad un poco su inteligencia.
El cerdo y el lobo se marcharon, cerrando la puerta tras de sí, y Hawkmoon cerró los ojos.
Cuando se despertó, lo estaban transportando a lo largo de lóbregos pasillos, a la luz de las antorchas. Lo introdujeron en una estancia iluminada con lámparas. Había una cama cubierta con ricas pieles y sedas, y comida servida sobre una mesa tallada, un baño de un metal anaranjado brillante lleno de agua humeante y dos mujeres esclavas dispuestas a atenderle.
Le quitaron las cadenas y después las ropas; lo volvieron a levantar y lo introdujeron en el agua. La piel le escoció cuando las esclavas empezaron a lavarle. Poco después acudió un hombre que le cortó y peinó el pelo y la barba. Hawkmoon asistió a todo esto con una actitud pasiva, contemplando el cielo de mosaicos con una mirada perdida.
Permitió que lo vistieran con suave y exquisito lino, una camisa de seda y unos calzones de terciopelo. Poco a poco una débil sensación de bienestar se fue apoderando de él.
Pero cuando lo sentaron ante la mesa y le introdujeron fruta en la boca, su estómago se contrajo y sintió inútiles ganas de vomitar. Le dieron entonces un poco de leche narcotizada, lo llevaron a la cama y lo dejaron allí, a excepción de una esclava que se quedó para vigilarle.
Transcurrieron algunos días y Hawkmoon empezó a comer gradualmente y a apreciar el lujo de su existencia. Había libros en la habitación, y las mujeres eran suyas, pero aún mostraba muy poca tendencia a utilizar ambas facilidades.
La mente de Hawkmoon, que había quedado aletargada poco después de haber sido capturado, tardó algún tiempo en despertar, y cuando finalmente lo hizo sólo fue para recordar su vida pasada como si todo hubiera sido un sueño. Un día abrió un libro y las letras le parecieron extrañas, a pesar de que sabía leerlas perfectamente. Lo que sucedía era que no encontraba en ellas ningún significado, no daba importancia alguna a las palabras y frases que formaban, a pesar de que el libro había sido escrito por un erudito que en otros tiempos fue uno de sus filósofos favoritos. Se encogió de hombros y dejó el libro sobre una mesa. A ver su acción, una de las mujeres esclavas apretó su cuerpo contra el de él, acariciándole la mejilla. Suavemente, Hawkmoon la apartó de su lado y se dirigió a la cama, tumbándose en ella, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. —¿Por qué estoy aquí? —preguntó al cabo de un rato.
Eran las primeras palabras que pronunciaba.
—Oh, milord duque, no sé nada…, excepto que sois un prisionero respetado.
—Supongo que se tratará de un juego antes de que los lores de Granbretan se diviertan conmigo.
Hawkmoon habló sin experimentar la menor emoción. Su voz era monótona, aunque profunda. Hasta las propias palabras le parecieron extrañas al tiempo que las pronunciaba. Se volvió hacia la muchacha, que temblaba, y la miró. Tenía un pelo largo y rubio y estaba bien formada; por su acento, parecía una muchacha de Scandia.
—No sé nada, milord. Lo único que sé es que debo complaceros en todo aquello que deseéis.
Hawkmoon hizo un ligero gesto de asentimiento y contempló la estancia.
«Yo diría que me están preparando para infligirme alguna clase de tortura», se dijo para sí mismo.
La habitación no tenía ventanas, pero Hawkmoon supuso por la calidad del aire relativamente viciado y húmedo que debía ser subterránea, y que probablemente estaría situada en alguna parte de las catacumbas–prisión. Empezó a medir el paso del tiempo por las lámparas que, según le pareció, eran rellenadas una vez al día. Permaneció en la habitación durante unos quince días antes de volver a ver al lobo que le había visitado en su mazmorra.
La puerta se abrió sin ceremonia alguna y entró la alta figura vestida de cuero negro desde la cabeza a los pies. Llevaba colgando al cinto una larga espada (de negra empuñadura) en una funda de cuero negro. La negra máscara de lobo le ocultaba toda la cabeza. De ella surgió la misma voz rica y musical que apenas si había escuchado la vez anterior.
—De modo que nuestro prisionero parece haber recuperado su antigua compostura.
Las dos mujeres esclavas se inclinaron y se retiraron. Hawkmoon se incorporó de la cama en la que había permanecido tumbado durante la mayor parte del tiempo que llevaba allí. Hizo oscilar el cuerpo hacia un lado y se levantó. —¿Os encontráis bien, duque de Colonia?
—Muy bien.
La voz de Hawkmoon no puso de manifiesto la menor inflexión.
Bostezó, con una actitud conscientemente desinteresada, y decidió que, después de todo, no tenía por qué permanecer de pie, de modo que volvió a tumbarse en la cama.
—Supongo que me conocéis —dijo el lobo con un atisbo de impaciencia en su voz.
—No. —¿Ni siquiera lo habéis supuesto?
Hawkmoon no dijo nada.
El lobo cruzó la estancia y se detuvo ante la mesa, donde había un gran cuenco de cristal lleno de fruta. Su mano enguantada cogió una granada y la máscara de lobo se inclinó para inspeccionarla. —¿Estáis completamente recuperado, milord?
—Así parece —contestó Hawkmoon—. Tengo una gran sensación de bienestar. Todas mis necesidades han sido atendidas tal y como, según creo, habéis ordenado. Y ahora, supongo que tenéis la intención de burlaros de mí.
—No parece que eso os moleste mucho.
—Finalmente, todo terminará —dijo Hawkmoon encogiéndose de hombros.
—Podría durar toda una vida. Aquí, en Granbretan, tenemos mucha inventiva.
—Después de todo, una vida no es tan larga.
—Tal y como están las cosas —dijo el lobo cambiándose la fruta de una mano a otra—, sucede que estamos pensando en ahorraros tanta incomodidad. —El rostro de Hawkmoon no mostró ninguna expresión—. Os mostráis muy reservado, milord duque —siguió diciendo el lobo—. Algo tanto más extraño en cuanto que sólo vivís gracias al capricho de vuestros enemigos…, esos mismos enemigos que mataron tan despiadadamente a vuestro padre.
Las cejas de Hawkmoon se contrajeron como si un lejano recuerdo acudiera a su mente.
—Recuerdo eso —dijo vagamente—. Mi padre…, el viejo duque.
El lobo dejó caer la granada al suelo y se quitó la máscara, poniendo al descubierto unos rasgos elegantes y una barba negra.
—Fui yo mismo, el barón Meliadus, quien le mató —dijo con una sonrisa provocadora en sus labios gruesos—. ¿El barón Meliadus…? ¿Vos… le matasteis?
—Habéis perdido todo rasgo de virilidad, milord —murmuró el barón Meliadus —. ¿O acaso intentáis engañarnos con la esperanza de volvernos a traicionar?