El conde Brass se inclinó hacia adelante en su palco, contemplando con admiración al torero. Yisselda sonrió. —¿No es maravilloso, padre? ¡Parece un bailarín!
—Sí, un bailarín que baila con la muerte —comentó Bowgentle con una indulgente severidad.
El viejo Von Villach se arrellanó en su asiento, con el aspecto de quien se aburre con el espectáculo, aunque eso podía deberse a que sus ojos ya no eran lo que habían sido y, sin embargo, no deseaba admitirlo así.
Ahora, el toro se lanzaba directamente contra Mahtan Just, quien se interponía en su camino, con las manos desdeñosamente en jarras y la capa abandonada sobre la arena.
Cuando el toro ya casi se encontraba sobre él, Just dio un poderoso salto en el aire y su cuerpo rozó los cuernos, describiendo un salto mortal sobre Cornerouge, que frenó su carrera con las pezuñas sobre la arena y bufó lleno de estupefacción antes de volver la cabeza al escuchar el grito y la risa de Just detrás de él.
Pero antes de que el animal pudiera girarse, Just había vuelto a saltar, esta vez sobre su lomo y, mientras el toro se encabritaba locamente bajo él, el joven se sujetó con una mano a uno de los cuernos mientras con la otra desataba rápidamente una cinta más. En cuanto lo hubo hecho, Just se soltó, pegó un brinco llevando en la mano una nueva cinta, rodó sobre sí mismo y consiguió ponerse en pie antes de que el animal volviera a cargar.
Un tremendo rugido de satisfacción se elevó de entre la multitud, que gritaba y lanzaba un verdadero océano de vistosas flores hacia la arena. Ahora, Just corría grácilmente por el ruedo, perseguido por el toro.
De pronto, se detuvo y se volvió con deliberada lentitud, aparentemente sorprendido al ver que el toro se le echaba encima. Entonces, Just volvió a saltar. En esta ocasión, sin embargo, uno de los cuernos le enganchó el jubón, desgarrándolo y haciéndole perder el equilibrio. Una de sus manos se apoyó sobre el lomo del toro, ayudándose con ella para saltar al suelo, aunque cayó en mala posición y rodó sobre sí mismo al tiempo que el toro se lanzaba a la carga.
Just se revolvió, pero fue incapaz de levantarse, aunque seguía conservando el control de su cuerpo. El toro bajó la cabeza y uno de sus cuernos enganchó el cuerpo. Unas gotas de sangre salpicaron la arena, bajo la luz del sol, y la multitud gimió, con una mezcla de piedad y sed desangre. —¡Padre! —exclamó Yisselda, cuya mano apretaba con fuerza el brazo del conde Brass—. Lo matará. ¡Ayúdalo!
El conde Brass sacudió negativamente la cabeza, a pesar de que su cuerpo ya se había movido involuntariamente hacia el ruedo.
—Es asunto suyo. Sabe a lo que se arriesga.
Ahora, el cuerpo de Just fue elevado por los aires, con los brazos y las piernas flaccidos, como si fuera un muñeco de trapo. Los guardias montados aparecieron inmediatamente en el ruedo para alejar al toro de su víctima, empujándolo con sus garrochas.
Pero el toro se negó a moverse y se mantuvo sobre el cuerpo inmóvil de Just, como un felino depredador sobre el cuerpo de su presa.
El conde Brass saltó por encima de la barandilla casi antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Ya sobre la arena, echó a correr hacia el toro con su armadura de bronce, como un gigante de metal.
Los jinetes apartaron sus caballos mientras el conde lanzaba su cuerpo contra la cabeza del toro, agarrándole los cuernos con sus grandes manos, desde atrás. Las venas sobresalieron de la piel de su rudo rostro a medida que iba haciendo retroceder lentamente al toro.
Entonces, la cabeza se movió y los pies del conde Brass se elevaron sobre el suelo, pero sus manos seguían agarrando los cuernos con fuerza y desplazó su peso hacia un lado, obligando al animal a echar la cabeza hacia atrás, de tal modo que, gradualmente, pareció inclinarla.
Todo el mundo guardaba el más absoluto silencio. Desde el palco, Yisselda, Bowgentle y Von Villach se habían inclinado hacia adelante, con los rostros pálidos. Por todo el anfiteatro se extendió una gran tensión, mientras el conde Brass ejercía toda su fuerza sobre la cabeza del toro.
Las rodillas de Cornerouge se estremecieron. Bufó y bramó y su cuerpo se tensó. Pero el conde Brass no cejó en su empeño, temblando él mismo por el enorme esfuerzo que estaba realizando. Los pelos del bigote y de la nuca parecieron erizársele, los músculos del cuello se hincharon y se pusieron rojos, pero el toro se fue debilitando gradualmente y después, lentamente, cayó de rodillas sobre la arena.
Los hombres corrieron para sacar al herido Just del ruedo, pero la multitud seguía en silencio.
Y entonces, con una fuerte sacudida, el conde Brass obligó a Cornerouge a doblarse hacia su lado.
El toro permaneció quieto, reconociendo así a su dominador, admitiendo haber sido derrotado sin paliativos.
El conde Brass se incorporó y retrocedió y el toro ni se movió, sino que se limitó a levantar la cabeza para mirarle con unos ojos brillantes y extrañados, al tiempo que elevaba ligeramente la cola sobre la arena y su enorme pecho se agitaba.
Y entonces estallaron los vítores de la multitud.
El griterío fue aumentando de intensidad hasta que pareció como si se fuera a escuchar en todo el mundo.
La multitud se levantó de sus asientos y vitoreó a su lord Protector de un modo sin precedentes, mientras Mahtan Just avanzaba tambaleándose hacia él, sujetándose la herida, y le cogía al conde Brass el brazo en un breve instante de gratitud.
En el palco, Yisselda lloraba de orgullo y alivio, y hasta el propio Bowgentle se limpiaba sin remilgos unas lágrimas de sus ojos. El único que no lloraba era Von Villach, aunque su cabeza no dejaba de hacer serios gestos de aprobación ante la hazaña de su jefe.
El conde Brass regresó hacia el palco, sonriendo a su hija y a sus amigos. Se agarró a la barandilla y, de un salto grácil, regresó a su puesto. Después, se echó a reír alegremente y saludó a la multitud que le vitoreaba.
A continuación, elevó una mano pidiendo silencio y se dirigió a todos ellos cuando disminuyeron los vítores.
—No me ovacionéis a mí…, sino a Mahtan Just. Fue él quien se ganó los trofeos.
Mirad… —Abrió las palmas de las manos y las mostró a la multitud—. ¡Yo no tengo nada!
—Hubo grandes risas. —Que continúe el festival —terminó diciendo al tiempo que se sentaba.
Bowgentle había recuperado su compostura. Ahora, se inclinó hacia el conde Brass.
—Y ahora, amigo mío, ¿seguís afirmando que no queréis veros involucrado en las luchas de los demás?
—Eres infatigable, Bowgentle —dijo el conde sonriéndole—. Sin lugar a dudas, esto no ha sido más que un asunto local, ¿no es cierto?
—Si seguís conservando vuestros sueños sobre un continente unido, los asuntos de Europa deberían ser locales para vos —replicó Bowgentle acariciándose la barbilla—. ¿No es cierto?
La expresión del conde Brass se hizo muy seria por un momento.
—Quizá… —empezó a decir, pero después sacudió la cabeza y se echó a reír—. ¡Oh, insidioso Bowgentle! ¡Aún te las arreglas para confundirme de vez en cuando!
Pero más tarde, cuando abandonaron el palco e iniciaron el regreso hacia el castillo, el conde Brass tenía fruncido el ceño.
Cuando el conde Brass y su séquito entraron a caballo en el patio de armas del castillo, un soldado echó a correr hacia ellos señalando con el brazo un carruaje ornamentado y un grupo de caballos negros y emplumados con sillas de una artesanía desconocida, que en aquellos momentos se encargaban de quitar los caballerizos.
—Señor —informó el soldado con voz entrecortada—, han llegado visitantes al castillo mientras estabais en la arena. Son visitantes nobles, aunque no sé si los queréis recibir.
El conde Brass contempló el carruaje. Era de metal batido, de un dorado oscuro, hecho de acero y cobre, con incrustaciones de madreperlas, plata y ónice. Había sido diseñado para que pareciera una bestia grotesca, con sus patas extendidas para formar garras que sostenían los ejes de las ruedas. Su cabeza era como la de un reptil, con ojos de rubí ahuecados desde arriba para formar así un asiento para el conductor. En las puertas se veía un elaborado escudo de armas dividido en cuartos representando armas animales de aspecto extraño y símbolos de una naturaleza oscura, aunque perturbadora. El conde Brass reconoció el diseño del carruaje, así como el escudo de armas. El primero era producto de la artesanía de los locos herreros de Granbretan, mientras que el segundo era el escudo de armas de uno de los nobles más poderosos e infames de aquella nación.
—Es el barón Meliadus de Kroiden —dijo el conde Brass al tiempo que desmontaba—. ¿Qué asunto puede traer a un señor tan grande a nuestra pequeña provincia rural? —Había hablado con cierta ironía, a pesar de lo cual su voz pareció algo preocupada. Miró a Bowgentle cuando el filósofo poeta desmontó y se le acercó—. Le trataremos con cortesía, Bowgentle —dijo el conde, advirtiéndole de sus intenciones—. Le mostraremos cómo es la hospitalidad del castillo de Brass. No tenemos ninguna disputa con los lores de Granbretan.
—Quizá no en estos momentos —dijo Bowgentle, hablando con evidente precaución.
Seguidos por Yisselda y Von Villach, el conde Brass y Bowgentle subieron los escalones y entraron en el gran salón, donde encontraron al barón Meliadus, que les estaba esperando, a solas.
El barón era casi tan alto como el propio conde Brass. Iba vestido con telas brillantemente negras y azul oscuras. Y hasta su máscara animal enjoyada, que le cubría toda la cabeza como si fuera un casco, estaba hecha de un extraño metal negro y mostraba por ojos unos zafiros de un intenso azul. La máscara tenía la forma de un lobo en actitud de gruñir, lo que le permitía mostrar unos agudos dientes como agujas en sus quijadas abiertas. De pie entre las sombras del salón, con la mayor parte de su armadura negra envuelta en su capa, igualmente negra, el barón Meliadus podría haber sido uno de los míticos dioses–bestia que aún eran adorados en los territorios situados más allá del mar Medio. Cuando ellos entraron, levantó las manos enfundadas en guanteletes negros, y se quitó la máscara, poniendo al descubierto una cabeza pálida y pesada, con una barba y un bigote negros bien cuidados. Su pelo también era negro y espeso y sus ojos mostraban un extraño color azul pálido. Aparentemente, el barón iba desarmado, quizá como muestra de que había acudido en son de paz. Se inclinó lentamente y habló con un tono de voz bajo y musical.
—Saludos, famoso conde Brass, y os ruego disculpéis esta repentina intrusión. Envié mensajeros para anunciarme, pero desgraciadamente llegaron cuando ya habíais salido.
Soy el barón Meliadus de Kroiden, Gran Guarda de la Orden del Lobo, primer lugarteniente de los ejércitos de nuestro gran rey–emperador Huon…
—Conozco vuestras grandes hazañas, barón Meliadus —dijo el conde Brass inclinando la cabeza a modo de saludo—, y he reconocido vuestras armas en vuestro carruaje. Sed bienvenido. El castillo de Brass es vuestro mientras decidáis quedaros. Nuestra comida es simple, me temo, en comparación con la riqueza con la que he oído se sirve la mesa del ciudadano más sencillo de ese poderoso imperio de Granbretan, pero ésa también os la ofrecemos.
—Vuestra cortesía y hospitalidad avergüenzan a las de la Granbretan, poderoso héroe —dijo el barón Meliadus con una sonrisa—. Os lo agradezco.
El conde Brass presentó a su hija y el barón avanzó unos pasos para inclinarse ante ella y besarle la mano, evidentemente impresionado por su extraordinaria belleza.
Después, se mostró cortés con Bowgentle, demostrando estar familiarizado con los escritos del poeta filósofo, aunque a Bowgentle se le notó en la voz el esfuerzo que tuvo que hacer para ser amable. En cuanto a Von Villach, el barón Meliadus le recordó varias famosas batallas en las que se había distinguido el viejo guerrero, que ahora se sintió visiblemente complacido.
A pesar de todas estas exquisitas cortesías y palabras elaboradamente altisonantes, se podía percibir la existencia de una cierta tensión en el salón. Bowgentle fue el primero en presentar sus excusas y, poco después, Yisselda y Von Villach se marchaban discretamente, permitiendo así que el barón Meliadus abordara libremente el tema que le había traído al castillo de Brass. La mirada del barón Meliadus siguió durante un momento a la figura de la joven, mientras ésta abandonaba el salón.
Los sirvientes trajeron vino y refrescos, y los dos hombres tomaron asiento en pesados sillones tallados.
El barón Meliadus miró al conde Brass por encima del borde de su copa.
—Sois un hombre de mundo, milord —dijo—. Lo sois en todos los sentidos. Estoy seguro de que apreciaréis el hecho de que mi visita se haya visto alentada por algo más que la urgencia de disfrutar de las vistas de vuestra hermosa provincia.
El conde Brass sonrió ligeramente, agradándole la franqueza del barón.
—Sí que es hermosa —admitió—. Por mi parte, es un verdadero honor encontrarme con un noble tan famoso de la corte del gran rey Huon.
—Un sentimiento que comparto con respecto a vos —replicó el barón Meliadus—. Sois, sin duda, el héroe más famoso en toda Europa, y quizás el más famoso de su historia.
Resulta casi alarmante descubrir que, después de todo, estáis hecho de carne y hueso y no de metal.
Se echó a reír y el conde Brass rió con él.
—He tenido bastante buena suerte —dijo el conde Brass—. Y el destino se ha mostrado amable conmigo, ya que, al parecer, ha colaborado en confirmar mis juicios. ¿Quién puede decir si la época en que vivimos es buena para mí, o yo soy bueno para esta época?
—Vuestra filosofía rivaliza con la de vuestro amigo, el señor Bowgentle —dijo el barón Meliadus—, y confirma lo que he oído decir sobre vuestra sabiduría y buen juicio.
Nosotros, en Granbretan, nos enorgullecemos de nuestras propias capacidades en ese sentido, pero creo que podríamos aprender mucho de vos.
—Yo sólo domino los detalles —replicó el barón Brass—, pero vos, en cambio, tenéis el talento de comprender el esquema general de las cosas.
Trató de averiguar, a partir de la expresión del rostro de Meliadus, hacia dónde quería llevar la conversación, pero aquel rostro permaneció inexpresivo.
—Precisamente son los detalles lo que necesitamos —dijo el barón Meliadus—, sobre todo si queremos que nuestras ambiciones generales se conviertan en realidad con toda la rapidez que nos gustaría.