Antiguamente, los baragones habían sido hombres, antes de que fueran esclavizados en los embrujados laboratorios del anterior lord Protector, donde fueron transformados.
Ahora eran unos monstruos de dos metros y medio de altura por metro y medio de anchura, del color de la bilis, que se deslizaban sobre sus vientres por entre las marismas elevándose sólo para saltar y dominar a su presa con sus garras aceradas.
Ocasionalmente, tenían la buena suerte de encontrarse con un hombre solo y entonces se vengaban lentamente, devorando primero sus extremidades ante los aterrorizados ojos del infortunado.
Cuando el caballo regresó al camino, el conde Brass vio delante al baragón, olió su hedor y tosió a causa del mismo. La mano empuñaba ya su enorme espada.
El baragón le había oído y se detuvo.
El conde Brass desmontó y se situó entre su caballo y el monstruo. Sujetó con firmeza la amplia empuñadura de su espada, agarrándola con ambas manos, y empezó a caminar hacia el baragón, con las piernas rígidas embutidas en su armadura de bronce.
Instantáneamente, el monstruo empezó a gemir con una voz aguda y repulsiva, incorporándose y mostrando las garras, en un inútil esfuerzo por aterrorizar al conde. Pero aquel monstruo no era nada terrorífico para el conde Brass, ya que los había visto mucho peores en otros tiempos. No obstante, sabía que sus posibilidades de victoria sobre la bestia se veían disminuidas por el hecho de que el baragón era capaz de ver en la oscuridad, y de que la marisma era su propio ambiente natural. El conde tendría que actuar con astucia.
—Bien, bestia inmunda e infecta —empezó diciendo con su tono más burlón—. Soy el conde Brass, el enemigo declarado de tu raza. He sido yo quien ha destruido tu maldito clan, y a mí me debes que en estos tiempos tengas tan pocos hermanos y hermanas. ¿No los echas de menos? ¿No quieres unirte a los que faltan?
El rugido gimiente del baragón fue alto, pero no lo bastante como para disimular un atisbo de incertidumbre. Su enorme masa se estremeció, pero no avanzó hacia el conde Brass.
—Y bien, cobarde creación de la brujería… —dijo el conde Brass riendo—, ¿cuál es tu respuesta?
El monstruo abrió las fauces y trató de articular unas pocas palabras con sus labios deformados, pero pocos sonidos surgieron de ellos capaces de ser reconocidos como lenguaje humano. Sus ojos ya no miraban hacia donde estaba el conde Brass.
Actuando con la mayor naturalidad, el conde Brass enterró en el suelo la punta de la gran espada y apoyó sobre el puño sus manos recubiertas por los guanteletes.
—Ya veo que te avergüenzas de haber aterrorizado a los caballos que yo protejo, y como además me siento de buen humor, voy a tener piedad de ti. Vete y te dejaré vivir unos cuantos días más. Pero, si te quedas, morirás aquí mismo.
Pronunció aquellas palabras con tal seguridad que la bestia se dejó caer de nuevo al suelo, aunque no retrocedió. El conde volvió a elevar la espada, como en un gesto de impaciencia, y avanzó con decisión hacia el monstruo. Arrugó la nariz, tratando de evitar el olor nauseabundo del baragón, y le hizo un gesto imperativo.
—Desaparece en la marisma a la que perteneces. Esta noche estoy de buen humor.
El hocico húmedo del baragón se retorció, pero aún dudaba.
El conde Brass frunció un poco el ceño, juzgando la situación, pues sabía que el baragón no se retiraría tan fácilmente. Elevó la espada y preguntó: —¿Te habrás encontrado por fin con tu destino?
El baragón empezó a elevarse sobre sus patas traseras, pero la acción del conde Brass se produjo en el momento más oportuno. Hizo oscilar la pesada hoja sobre el cuello del monstruo, y la dejó caer con fuerza.
La bestia extendió las garras de ambas manos delanteras, emitiendo un gemido agudo que fue una mezcla de odio y terror. Se escuchó un chirrido metálico cuando las poderosas garras arañaron la armadura del conde, obligándole a retroceder. Las fauces del monstruo se abrieron y se cerraron a pocos centímetros del rostro del conde, mientras sus enormes ojos negros parecían querer devorarlo con su cólera. Al retroceder, el conde retiró la espada, que quedó libre, al tiempo que recuperaba el equilibrio y volvía a golpear.
Una sangre negra surgió a borbotones de la herida, salpicando al conde. La bestia lanzó otro grito terrible y se llevó las manos a la cabeza, intentando desesperadamente sostenérsela en su sitio. Después, la cabeza del baragón medio se desprendió de sus hombros, un chorro de sangre brotó del cuello con fuerza y el cuerpo cayó de costado.
El conde Brass permaneció erguido, jadeando pesadamente, pero con una expresión de burlona satisfacción en su rostro. Se limpió con un gesto de fastidio la sangre del monstruo que le había salpicado sobre la cara, se alisó el poblado bigote con los dedos, y se felicitó a sí mismo al comprobar que no había perdido nada de su astucia y habilidad.
Había planeado previamente cada instante del enfrentamiento, y desde el principio tuvo la intención de matar a la bestia. Para ello, mantuvo distraído al baragón, hasta que llegó el momento adecuado para golpear. No vio nada malo en el hecho de haber engañado a la bestia. En caso de haberle ofrecido una lucha honesta, probablemente sería él, y no el baragón, quien yacería sobre el barro con la cabeza cortada.
El conde Brass suspiró profundamente, aspirando el aire frío de la noche y avanzó hacia el monstruo caído. Se las arregló, con no poco esfuerzo, para apartarlo del camino y arrojarlo por la ligera pendiente hacia la marisma.
Después, el conde Brass volvió a montar en su unicornio y reanudó el camino de regreso hacia Aigues–Mortes sin que se produjeran más incidentes.
El conde Brass había combatido al frente de los ejércitos en casi todas las batallas famosas de su época; había sido el poder existente detrás de los tronos de la mitad de los gobernantes de Europa, un verdadero hacedor y destructor de reyes y príncipes. Era un maestro en las artes de la intriga y un hombre cuyo consejo se buscaba en cualquier asunto relacionado con la lucha política por el poder. En realidad, siempre había sido un mercenario, pero un mercenario que perseguía un ideal: el de impulsar a todo el continente europeo hacia la unificación y la paz. Así pues, prefería aliarse con cualquier fuerza a la que juzgara capaz de contribuir a su propia causa. En más de una ocasión había rechazado la oferta de gobernar un imperio, sabiendo, como sabía, que le había tocado vivir en una época en la que un hombre podía ganar un imperio en cinco años y perderlo en seis meses, ya que la historia aún se encontraba en un estado de cambios continuos, y la situación no se estabilizaría en largo tiempo. Lo único que intentaba era guiar un poco la historia en el sentido que a él le parecía más conveniente.
Cansado de las guerras, las intrigas e incluso, hasta cierto punto, de los ideales, el viejo héroe había terminado por aceptar la oferta del pueblo de la Camarga de convertirse en su lord Protector.
Este antiquísimo territorio cubierto de marismas y lagos se encontraba muy cerca de la costa del Mediterráneo. En otros tiempos había formado parte de una nación llamada Francia, que ahora se había desmembrado en un par de docenas de ducados, todos ellos con nombres grandiosamente altisonantes. La Camarga, con sus extensos y desteñidos cielos de colores naranja, amarillo, rojo y púrpura, sus reliquias de un oscuro pasado, sus inconmovibles costumbres y rituales, había atraído al viejo conde, quien se había impuesto la tarea de hacerse cargo de la seguridad de su país de adopción.
Durante sus viajes por todas las cortes de Europa había descubierto muchos secretos, de tal modo que, ahora, las grandes y lóbregas torres que se elevaban a lo largo de las fronteras de la Camarga, protegían el territorio con armas mucho más potentes y menos conocidas que las espadas de hoja ancha y las lanzas de fuego.
En los límites meridionales, las marismas daban paso gradualmente al mar, y a veces los barcos atracaban en los pequeños puertos, aunque raramente desembarcaban pasajeros. Ello se debía al terreno propio de la Camarga. Aquellos salvajes paisajes eran traicioneros para quienes no los conocían bien, y resultaba difícil encontrar los caminos que cruzaban las marismas; por otra parte, las cadenas montañosas flanqueaban tres lados del territorio. Quien deseaba introducirse en el interior del continente, prefería desembarcar más hacia el este y subir en una embarcación fluvial por el Ródano. De ese modo, a la Camarga llegaban pocas noticias del mundo exterior, y las que llegaban solían ser muy atrasadas.
Ésa era una de las razones por las que el conde Brass había decidido asentarse allí. Le encantaba disfrutar del aislamiento; se había visto involucrado durante demasiado tiempo en los asuntos mundanos como para que ahora le interesaran demasiado ni siquiera las noticias más sensacionales. En su juventud había dirigido ejércitos que intervinieron en las guerras que asolaban constantemente Europa. Ahora, sin embargo, se sentía cansado de tanto conflicto y se negaba a escuchar todas las peticiones que llegaban hasta él, pidiéndole ayuda o consejo, sin fijarse siquiera en las compensaciones que se le ofrecieran.
Al oeste se hallaba situada la isla imperio de Granbretan, la única nación que aún conservaba cierta estabilidad política real, con su ciencia medio loca y sus ambiciones de conquista. Tras haber construido un plateado puente alto y curvado que salvaba los poco más de cuarenta kilómetros que le separaban del continente, el imperio mostraba ahora inclinación a incrementar sus territorios por medio de su magia negra y de sus máquinas de guerra, como los ornitópteros soldados que poseían un radio de acción de más de ciento sesenta kilómetros. Pero el conde Brass ni siquiera se sentía excesivamente perturbado por la invasión del continente europeo por parte del Imperio Oscuro. Según creía, era una ley histórica que tales cosas sucedieran, y comprendía los beneficios que podrían derivarse del empleo de una fuerza capaz de unificar a todos los estados guerreros en una sola nación, independientemente de lo cruel que pudiera ser dicha fuerza.
La filosofía del conde Brass era la filosofía de la experiencia, la que corresponde a un hombre de mundo antes que a un erudito, y no veía razón alguna para dudar de ella, siempre y cuando la Camarga, su única responsabilidad por el momento, fuera lo bastante fuerte como para resistir todo el poderío de Granbretan.
Como quiera que él mismo no tenía nada que temer de Granbretan, observaba con una cierta y remota admiración toda la crueldad y eficacia con que aquella nación extendía su sombra más y más hacia el interior de Europa a medida que transcurrían los años.
Dicha sombra se había extendido ya sobre toda Scandia y las naciones septentrionales, a lo largo de una línea moteada por la existencia de ciudades famosas como Parye, Munchein, Wien, Krahkov y Kerninsburg (que representaba una posición avanzada en el misterioso territorio de Muskovia). Se había formado así un gran semicírculo de poder dentro del territorio continental; un semicírculo cuya extensión aumentaba casi a diario, y que no tardaría en entrar en contacto con los principados más septentrionales de Italia, Magyaria y Slavia. El conde Brass suponía que el poder del Imperio Oscuro no tardaría en extenderse desde el mar de Noruega hasta el Mediterráneo, de tal modo que únicamente la Camarga quedaría fuera de su ámbito de influencia. Sabiendo esto, había aceptado la jefatura del Protectorado del territorio, cuando su lord Protector anterior, un hechicero corrupto y falso procedente del territorio de los búlgaros, fue desmembrado y destrozado por los guardianes nativos a los que había mandado hasta entonces.
El conde Brass había transformado la Camarga en una región a salvo de ataques desde el exterior, librándola igualmente de amenazas interiores. Ya sólo quedaban unos pocos baragones capaces de aterrorizar a las gentes de los poblados pequeños, y también se habían eliminado otro tipo de terrores.
Ahora, el conde vivía en su cálido castillo de Aigues–Mortes, disfrutando de los placeres simples y rurales de la tierra, mientras el pueblo se veía libre de ansiedades por primera vez en muchos años.
El castillo, conocido como el castillo de Brass, había sido construido algunos siglos antes sobre lo que fuera una pirámide artificial que se elevaba sobre el centro de la ciudad. Pero la pirámide se hallaba ahora oculta por la tierra, en la que se había sembrado hierba y se habían creado jardines de flores, y plantado viñedos y hortalizas en una serie de terrazas. Allí había prados muy bien cuidados sobre los que jugaban los niños del castillo o por los que paseaban los adultos, y cerca de los cuales se cultivaban las viñas de las que se obtenía el mejor vino de la Camarga, más abajo de las cuales crecían bancales de alubias, patatas, coliflores, zanahorias, lechugas y otras muchas verduras, así como algunas otras especies algo más exóticas, como los gigantescos tomates de calabaza, los árboles de apio y las berenjenas dulces. También había árboles frutales y arbustos de bayas cuyos frutos alimentaban a los habitantes del castillo durante la mayor parte del año.
El castillo estaba construido con la misma piedra blanca con que se habían construido las casas de la ciudad. Tenía ventanas de gruesos cristales (la mayoría de ellos graciosamente pintados), torres ornamentales y almenas de delicada manipostería. Desde sus torres más altas se distinguía la mayor parte del territorio que protegía, y la estructura estaba diseñada de tal modo que, cuando soplaba el mistral, se podía variar la disposición de los respiraderos, poleas y pequeñas puertas para que todo el castillo sonara de forma que su música, como la de un órgano, fuera transportada por el propio viento y escuchada a muchos kilómetros de distancia.
El castillo dominaba los tejados rojos de las casas de la ciudad, así como la plaza de toros que había más allá que, según se decía, había sido construida muchos milenios antes por los romanos.
El conde Brass condujo a su cansado caballo por el camino azotado por el viento que subía hacia el castillo, y gritó a los guardias para que abrieran la puerta. La lluvia amainaba, pero la noche era fría y el conde anhelaba encontrarse junto al fuego de la chimenea. Cruzó las grandes puertas de hierro y entró en el patio de armas, donde un caballerizo se hizo cargo de su montura. Subió los escalones, cruzó las puertas de entrada al castillo, bajó por un corto pasillo y entró en el vestíbulo principal.