—Mi padre se atrevería a cualquier cosa —dijo ella totalmente convencida—, pero creo, milord, que no tengo el menor deseo de causarle problemas. —¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que no me casaré sin su consentimiento. —¿Estará él de acuerdo?
—Creo que no.
—En tal caso…
Ella trató de apartarse, pero las fuertes manos del barón la sujetaron por los brazos.
Ahora, Yisselda tuvo miedo, y se preguntó cómo era posible que su pasión anterior pudiera transformarse tan rápidamente en miedo.
—Tengo que marcharme —dijo—. ¡No! Yisselda, no estoy acostumbrado a que nadie se oponga a mi voluntad. En primer lugar, tu obstinado padre se niega a aceptar lo que le pido… ¡Y ahora tú! ¡Te mataré si no me prometes venir conmigo a Granbretan! —la amenazó, atrayéndola con más fuerza hacia él e intentando besarla.
Yisselda gimió, al tiempo que trataba de resistirse.
En ese momento, la figura envuelta en la capa negra entró en la estancia, desenvainando la larga daga de su funda. El acero brilló a la luz de la luna y el barón Meliadus miró al intruso con una expresión de cólera, pero no por ello soltó a la muchacha.
—Soltadla —dijo la oscura figura—. Si no lo hacéis, olvidaré todos los principios y os mataré aquí mismo. —¡Bowgentle! —exclamó Yisselda entre sollozos—. Buscad a mi padre… ¡No sois lo bastante fuerte para enfrentaros con él!
El barón Meliadus se echó a reír y arrojó a Yisselda hacia un rincón de la pequeña estancia. —¿Luchar? No será una lucha con vos, filósofo… Será una carnicería. Apartaos y os dejaré en paz…, pero debo llevarme a la muchacha.
—Marchaos solo —replicó Bowgentle—. Hacedlo así, por los dioses, pues no quiero tener vuestra muerte sobre mi conciencia. Pero Yisselda se queda conmigo.
—Ella viene conmigo esta misma noche…, ¡tanto si quiere como si no! —Meliadus se apartó la capa con un gesto brusco, revelando una corta espada colgando de su cinto—.
Apartaos, señor Bowgentle. En caso contrario, os prometo que jamás escribiréis un soneto sobre este asunto.
Bowgentle se mantuvo firme, con la daga extendida hacia el pecho del barón Meliadus.
El granbretaniano echó mano de la empuñadura de su espada y la desenvainó con un rápido movimiento. —¡Tenéis una última oportunidad, filósofo!
Bowgentle no dijo nada. Sus ojos, algo vidriosos, no parpadearon. Únicamente la mano que sostenía la daga tembló ligeramente.
Yisselda gritó. Su grito fue agudo y penetrante y su eco pareció recorrer todo el castillo.
El barón Meliadus se volvió en un acceso de cólera, levantando la espada.
Bowgentle avanzó, lanzando un desmañado tajo con la daga, que fue desviado por el resistente peto de cuero que llevaba puesto el barón. Meliadus se volvió de nuevo hacia él con una risa despreciativa, y su espada golpeó dos veces el cuerpo de Bowgentle, una en la cabeza y otra en el torso. El poeta filósofo cayó sobre las losas, que quedaron manchadas con su sangre. Yisselda volvió a gritar, esta vez llena de terror y compasión por el fiel amigo de su padre. El barón Meliadus se volvió hacia ella y la agarró por un brazo, se lo retorció hasta dejarla sin aliento y, con un rápido movimiento, se echó su cuerpo sobre un hombro. Inmediatamente después, abandonó la pequeña estancia de la torreta y empezó a descender la escalera con rapidez.
Tenía que cruzar el salón principal para llegar a sus propios aposentos. Al entrar en él escuchó un rugido procedente del otro lado. A la luz de los rescoldos de la chimenea, vio al conde Brass, vestido sólo con una túnica suelta, con su gran espada de hoja ancha en las manos, bloqueando la puerta por la que tenía que pasar el barón Meliadus. —¡Padre! —gritó Yisselda.
El granbretaniano la dejó a un lado y blandió su corta espada ante el conde Brass.
—De modo que Bowgentle tenía razón —retumbó la voz del conde Brass—. Abusáis de mi hospitalidad, barón.
—Quiero a vuestra hija. Ella me ama.
—Eso parece. —El conde Brass miró a Yisselda al tiempo que ésta se incorporaba, sollozando—. Defendeos, barón.
—Tenéis una espada de hoja ancha —dijo el barón Meliadus frunciendo el ceño —. Mi hoja no es más que un punzón. Además, no deseo luchar centre un hombre de vuestra edad. Sin duda alguna, podemos hacer las paces… —¡Padre…, ha matado a Bowgentle!
Al escuchar estas palabras, el cuerpo del conde Brass tembló de rabia. Se dirigió hacia el muro, donde había una panoplia con espadas, cogió la mayor de ellas y se la arrojó al barón Meliadus. El arma se estrelló ruidosamente sobre las losas. Meliadus dejó caer su pequeña espada y recogió la otra del suelo. Ahora tenía ventaja, pues llevaba puesto el peto de duro cuero, mientras que el conde no llevaba puesto más que una bata de lino.
El conde Brass avanzó hacia él, con la espada en alto, y lanzó un tajo contra el barón Meliadus que lo detuvo, desviándolo. Las pesadas hojas se cruzaron de uno y otro lado, y el estrépito que producían llenó el salón. Ante el ruido, acudieron los sirvientes del castillo, así como los soldados del barón. Todos contemplaron desconcertados la escena, sin saber qué hacer. Poco después llegaron Von Villach y sus hombres; los granbretanianos comprendieron que estaban en inferioridad numérica y decidieron no hacer nada.
Los destellos producidos por el choque de las hojas surgieron en la semipenumbra del salón, mientras los dos hombres continuaban su duelo, levantando y dejando caer sus espadas, moviéndose de un lado a otro, deteniendo y desviando cada estocada con suma habilidad. El sudor cubría los rostros de ambos hombres, que jadeaban pesadamente.
El barón Meliadus lanzó un tajo hacia el hombro del conde Brass, pero sólo logró arañarle. La espada del conde cayó sobre el costado del barón, pero su penetración quedó bloqueada por el espeso cuero del peto. Se intercambiaron una serie de rápidos golpes, a cada uno de los cuales parecía como si ambos hombres fueran a quedar cortados en trozos, pero cuando retrocedieron y volvieron a ponerse en guardia, el conde Brass sólo tenía un ligero corte en la frente y el batín rasgado, mientras que la capa del barón Meliadus había quedado desgarrada.
El sonido de sus jadeos y de sus fuertes pisadas sobre las losas del suelo quedaba apagado por el estruendo de las hojas al entrechocar cada vez que se encontraban, lanzándose el uno contra el otro.
Entonces, el conde Brass tropezó con una pequeña mesa y cayó hacia atrás, con las piernas extendidas, al tiempo que la espada se le escapaba de entre las manos. El barón Meliadus sonrió, satisfecho, y levantó su arma, dispuesto a descargar su golpe mortal; el conde Brass rodó sobre sí mismo, se lanzó hacia las piernas del barón y lo hizo caer a su lado.
Con las espadas olvidadas por el momento, ambos se enzarzaron en una dura lucha cuerpo a cuerpo sobre las losas, golpeándose fieramente.
Entonces, el barón se hizo rápidamente hacia atrás y se puso en pie de un salto, pero el conde Brass también se incorporó en seguida agarrando su espada y pegándole una patada a la espada del barón, enviándola hacia el otro lado del salón, donde quedó incrustada en una columna de madera, temblando como un junco de metal al rojo.
En la mirada del conde Brass no había el menor asomo de piedad; sólo había en sus ojos la intención de matar al barón Meliadus.
—Habéis matado a mi más leal y mejor amigo —rugió, levantando la espada.
Lentamente, el barón Meliadus cruzó los brazos sobre su pecho y esperó el golpe, con la mirada baja y una expresión casi de aburrimiento en su rostro.
—Habéis matado a Bowgentle, y por eso os voy a matar. —¡Conde Brass!
El conde vaciló, con la espada aún levantada por encima de su cabeza.
La voz que acababa de sonar era la de Bowgentle.
—Conde Brass, no me ha matado. Me alcanzó con la hoja, no con el filo. Y la herida que me ha hecho en el pecho no es mortal.
Bowgentle avanzó por entre los presentes, cubriéndose la herida con la mano. Tenía un gran moretón en la frente.
El conde Brass suspiró.
—Agradecédselo al destino, Bowgentle. A pesar de todo… —Se volvió para contemplar al barón Meliadus—. Este villano ha abusado de mi hospitalidad, ha insultado a mi hija, ha herido a mi amigo…
El barón Meliadus levantó la mirada para encontrarse con la del conde.
—Perdonadme, conde Brass. La pasión que me ha producido la belleza de Yisselda ha cegado mi cerebro y me ha poseído como un demonio. No os pido compasión, ahora que amenazáis mi vida, pero sí os pido que comprendáis que sólo han sido las emociones humanas más honestas las que me han impulsado a hacer lo que hice.
—No puedo perdonaros, barón —dijo el conde Brass sacudiendo la cabeza—. No estoy dispuesto a seguir escuchando vuestras insidiosas palabras. Tenéis que marcharos del castillo de Brass ahora mismo y haber salido de mis territorios mañana por la mañana. En caso contrario, pereceréis. —¿Os arriesgaríais a ofender a Granbretan?
—No ofendo al Imperio Oscuro —replicó el conde Brass con un encogimiento de hombros—. En cuanto se sepa la verdad de lo que ha sucedido aquí esta noche, os castigarán por vuestros errores, y no vendrán contra mí por haber hecho justicia. Habéis fracasado en vuestra misión. Sois vos quien me habéis ofendido a mí…, no yo a Granbretan.
El barón Meliadus no dijo nada más, y rabioso se dirigió a sus aposentos para preparar su partida. Deshonrado y encolerizado, no tardó en hallarse en su extraño carruaje y cruzar las puertas del castillo apenas media hora después. No se despidió de nadie.
El conde Brass, Yisselda, Bowgentle y Von Villach permanecieron en el patio de armas viéndole marchar.
—Teníais razón, Bowgentle —murmuró el conde —. Tanto Yisselda como yo mismo fuimos engañados por ese hombre. No permitiré que ningún otro emisario de Granbretan visite el castillo de Brass—. ¿Os dais cuenta de que se tiene que luchar contra el Imperio Oscuro hasta destruirlo? —preguntó Bowgentle lleno de esperanza.
—Yo no he dicho eso. No creo que vayamos a tener más problemas ni con Granbretan ni con el barón Meliadus.
—Os equivocáis —dijo Bowgentle muy convencido.
Mientras tanto, en su oscuro carruaje que traqueteaba por entre la noche dirigiéndose hacia los límites septentrionales de Camarga, el barón Meliadus hablaba en alta voz consigo mismo, haciendo un solemne juramento ante el objeto sagrado más misterioso que conocía. Juró por el Bastón Rúnico (ese artefacto perdido del que se decía que contenía todos los secretos del destino) que se apoderaría del conde Brass, utilizando para ello todos los medios a su alcance, que poseería a Yisselda, y que la Camarga se convertiría en un gran horno en el que perecerían todos sus habitantes.
Así lo juró por el Bastón Rúnico, y de ese modo quedó irrevocablemente decidido el destino del barón Meliadus, del conde Brass, de Yisselda, el Imperio Oscuro y de todos aquellos que participaron ahora o participarían en el futuro en los acontecimientos ocurridos y por ocurrir en el castillo de Brass.
De ese modo se había iniciado la representación, se había preparado el decorado y se había levantado el telón.
Ahora, las máscaras deberían cumplir con su destino.
Quienes se atreven a jurar por el Bastón Rúnico tienen que beneficiarse o sufrir las consecuencias del modelo fijo de destino que acaban de poner en movimiento con su juramento. A lo largo de la historia de la existencia del Bastón Rúnico se han hecho algunos de tales juramentos, pero ninguno de ellos con tan vastos y terribles como el poderoso juramento de venganza hecho por el barón Meliadus de Kroiden el año antes de que Dorian Hawkmoon de Colonia apareciera en las páginas de esta antigua narración.
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
El barón Meliadus regresó a Londra, la tenebrosa capital del Imperio Oscuro, llena de torres, y meditó obsesivamente durante casi un año antes de poner en marcha su plan.
Durante todo ese tiempo, otros asuntos de Granbretan le mantuvieron ocupado. Hubo rebeliones que reprimir, ejemplos que dar a ciudades recién conquistadas, nuevas batallas que planificar y ganar, y gobernadores marioneta a los que entrevistar y situar en el poder.
El barón Meliadus cumplió con todas estas responsabilidades con fidelidad e imaginación, pero no desapareció de sus pensamientos ni su pasión por Yisselda ni el odio que sentía por el conde Brass. Seguía sintiéndose frustrado, a pesar de no haber sufrido ignominia alguna por su fracaso en ganarse al conde Brass para la causa de Granbretan. Además, siempre tenía que enfrentarse con problemas en los que el conde podría haberle ayudado con suma facilidad. Cada vez que surgía uno de tales problemas, el cerebro del barón Meliadus no dejaba de imaginar una docena distinta de formas de vengarse, pero ninguna de ellas le parecía adecuada para conseguir todo lo que él exigía.
Tenía que poseer a Yisselda, obtener la ayuda del conde para manejar los asuntos de Europa, y tenía que destruir la Camarga, tal y como había jurado hacer. Se trataba, pues, de ambiciones incompatibles entre sí.
En su alta torre de obsidiana, desde la que se dominaba el enrojecido río Tayme, por donde las barcazas de bronce y ébano transportaban las mercancías llegadas a la costa, el barón Meliadus se paseaba preocupadamente por su atestado despacho, con sus tapices de colores marrones, negros y azules, algo desvaídos por el paso del tiempo, sus relojes de metales preciosos y gemas, sus globos y astrolabios de hierro batido, latón y plata, sus muebles de madera oscura y bien pulimentada, y sus alfombras de pelo espeso que imitaban los colores de las hojas otoñales.
Alrededor de él, en las paredes, en cada uno de los estantes y de los ángulos, estaban sus relojes. Todos perfectamente sincronizados, y que daban los cuartos, las medias horas y las horas, muchos de ellos con efectos musicales. Tenían diversas formas y tamaños y se alojaban en cajas de metal, de madera e incluso de sustancias menos reconocibles. La mayor parte de ellos mostraba tallas ornamentales, hasta el punto de que, a veces, resultaba difícil saber con exactitud la hora que marcaban. Se trataba de piezas obtenidas en su mayoría de las regiones de Europa y el Oriente Próximo, como botín de una serie de provincias conquistadas. Esta colección representaba lo que el barón Meliadus más quería de entre todas sus posesiones. No sólo su despacho, sino todas las estancias de la vasta torre estaban llenas de relojes. En la parte más alta de la torre había un enorme reloj de cuatro caras, hecho de bronce, ónice, oro, plata y platino, y cuando sus grandes campanas eran golpeadas por figuras de muchachas desnudas, de tamaño natural, que sostenían martillos en sus manos, toda Londra escuchaba sus ecos.