El puente era cruzado en uno y otro sentido por una espléndida variedad de tráfico.
Hawkmoon pudo ver carruajes de nobles, tan elaborados que hasta era difícil creer que pudieran funcionar; escuadrones de caballería, con los caballos tan magníficamente acorazados como los jinetes; batallones de infantería que marchaban de a cuatro en fondo con una increíble precisión; caravanas comerciales de carros; bestias de carga con oscilantes bultos de toda clase de mercancías concebibles: pieles, sedas, carne de res, frutas, verduras, cofres, candelabros, camas, juegos enteros de sillas… Hawkmoon comprendió que una buena parte de todo aquello no era más que el producto del botín arrancado a estados como el de Colonia, recientemente conquistado por aquellos mismos ejércitos que pasaban junto a las caravanas.
También pudo ver máquinas de guerra, artefactos de hierro y cobre, dotadas con crueles picos de demolición, altas torres de asedio, largas vigas para el lanzamiento de bolas de fuego y piedras. Marchando junto a ellas, portando máscaras que ostentaban la insignia del hurón, avanzaban los zapadores del Imperio Oscuro, de cuerpos recios y poderosos y manos grandes y pesadas. Todo esto le produjo a Hawkmoon la impresión de hallarse en un hormiguero, empequeñecido por la majestuosidad del puente de plata que, como sucedía con los ornitópteros, tanto había contribuido a facilitar las conquistas de Granbretan.
A los guardias de la puerta de acceso al puente se les había comunicado la orden de dejar pasar a Hawkmoon, por lo que las puertas se abrieron al acercarse él. Cabalgó directamente hacia el vibrante puente y los cascos de su caballo repiquetearon sobre el metal. La calzada, vista de cerca, perdía algo de su magnificencia. Su superficie había quedado ya entallada y dentada por el paso del tráfico. Aquí y allá se veían montones de estiércol de caballo, andrajos, paja y otras cosas menos reconocibles. Era imposible mantener en perfectas condiciones un lugar de paso tan utilizado como aquel, pero, de algún modo, la sucia calzada simbolizaba una parte del espíritu de la extraña civilización de Granbretan.
Hawkmoon cruzó el puente de plata a través del océano y, al cabo de algún tiempo, llegó al continente europeo, dirigiéndose a continuación hacia la ciudad de Cristal, últimamente conquistada por el Imperio Oscuro; descansaría en la ciudad de Cristal de Parye durante un día antes de continuar su viaje hacia el sur.
Pero, por mucho que cabalgara, aún le quedaba más de un día de viaje antes de llegar a Parye. Decidió no quedarse en Karlye, la ciudad más cercana al puente, sino encontrar un pueblo donde pudiera descansar aquella noche antes de continuar su viaje, a la mañana siguiente.
Poco antes de la puesta de sol llegó a un pueblo formado por agradables villas y jardines que aún mostraban las señales del conflicto. De hecho, algunas de las villas estaban en ruinas. El pueblo estaba extrañamente tranquilo, aunque unas pocas luces empezaban a encenderse en las ventanas. Cuando llegó a la posada vio que tenía las puertas cerradas y que desde su interior no llegaba ninguna señal de actividad. Desmontó en el patio de la posada y golpeó la puerta con el puño. Esperó varios minutos antes de que alguien retirara la tranca de la puerta y el rostro de un muchacho le mirara interrogativamente. El chico pareció asustarse en cuanto vio la máscara de lobo. Terminó de abrir la puerta de mala gana para permitirle a Hawkmoon que entrara. En cuanto se halló en el interior, Hawkmoon se quitó la máscara y trató de sonreírle al chico para tranquilizarlo, pero su sonrisa fue artificial, pues Hawkmoon se había olvidado de mover correctamente sus labios. El chico pareció tomar su expresión como un gesto de desaprobación y retrocedió con los ojos medio desafiantes, como si esperara recibir un golpe en cualquier momento.
—No pretendo hacerte ningún daño —dijo Hawkmoon con rigidez—. Sólo quiero que te cuides de mi caballo y me ofrezcas comida y cama. Me marcharé mañana al amanecer.
—Señor, sólo tenemos comida muy sencilla —murmuró el muchacho, algo más tranquilo.
En estos tiempos, las gentes de Europa estaban acostumbradas a soportar la ocupación por parte de una u otra facción y, en esencia, la conquista de Granbretan no era para ellos una nueva experiencia. La ferocidad del pueblo del Imperio Oscuro era algo nuevo, desde luego y, evidentemente, eso era lo que más temía y odiaba aquel muchacho, que no esperaba ni el menor gesto de justicia por parte de quien, sin lugar a dudas, era un noble granbretaniano.
—Tomaré lo que tengas. Guarda tu mejor comida y tu vino más exquisito si quieres.
Sólo pretendo satisfacer mi hambre y dormir un poco.
—Señor, nuestra mejor comida ha desaparecido. Si nosotros…
—No me interesa lo que puedas decirme, muchacho —le interrumpió Hawkmoon con un gesto—. Acepta mis palabras literalmente, y ésa será la mejor forma de servirme.
Contempló la sala en la que se encontraba y observó a uno o dos viejos sentados en la penumbra, bebiendo de unas jarras y evitando mirarle. Se dirigió hacia el centro de la sala y se sentó ante una mesa pequeña, quitándose la capa y los guanteletes y sacudiéndose el polvo del camino del rostro y del resto del cuerpo. Dejó la máscara de lobo en el suelo, junto a la silla, un gesto de lo más insólito para un noble del Imperio Oscuro. Vio que uno de los hombres le miraba con un cierto gesto de sorpresa, y cuando algo más tarde escuchó un murmullo, se dio cuenta de que aquel hombre había visto la Joya Negra. El muchacho regresó trayéndole una cerveza ligera y unos trozos de carne de cerdo, y Hawkmoon tuvo la sensación de que, en efecto, aquello era lo mejor que tenía. Se comió la carne y bebió la cerveza, y después llamó al muchacho para que le acompañara a su habitación. En cuanto se encontró en una estancia escasamente amueblada, se quitó todos sus avíos, tomó un baño, se metió entre las bastas sábanas y no tardó en quedarse dormido.
Durante la noche experimentó una cierta molestia, sin darse cuenta de qué era lo que le había despertado. Por alguna razón, se sintió atraído hacia la ventana y miró al exterior.
A la luz de la luna creyó ver una figura montada en un pesado caballo de combate que miraba hacia su ventana. La figura correspondía a un guerrero con su armadura completa, y la visera le cubría el rostro. Hawkmoon creyó captar un destello de azabache y oro.
Después, el guerrero se dio media vuelta y desapareció.
Hawkmoon regresó a la cama con la sensación de que aquel acontecimiento tenía algún significado. Se volvió a dormir con la misma facilidad que antes, pero a la mañana siguiente no estaba seguro de saber si lo había soñado o no. En el caso de que hubiera sido un sueño, sin duda alguna era el primero que había tenido desde que fuera capturado. Una punzada de curiosidad le hizo fruncir ligeramente el ceño mientras se vestía, pero finalmente se encogió de hombros y bajó a la sala principal de la posada para pedir el desayuno.
Hawkmoon llegó a la ciudad de Cristal durante la noche. Sus edificios, del más puro cuarzo, parecían vivos por el color, y observó por todas partes el destello de las decoraciones de cristal con el que los ciudadanos de Parye solían adornar sus casas, edificios públicos y monumentos. Era una ciudad tan hermosa que hasta los señores de la guerra del Imperio Oscuro la habían dejado casi completamente intacta, prefiriendo apoderarse de la ciudad con sigilo y emplear en ello varios meses, antes que atacarla abiertamente.
Pero las señales de la ocupación en el interior de la ciudad eran visibles por todas partes, desde las expresiones de temor en los rostros de la gente sencilla, hasta los guerreros con máscaras de bestias que pululaban por las calles, y las banderas que ondeaban al viento sobre las casas que antes habían pertenecido a los nobles de Parye.
Ahora, las banderas eran las de Jarak Nankenseen, señor de la guerra de la orden de la Mosca; Adaz Promp, gran jefe de la orden del Sabueso; Mygel Holst, archiduque de Londra; y Asrovak Mikosevaar, renegado de Moscovia, mercenario señor de la guerra de la legión Buitre, un hombre perverso y destructor, cuya legión había servido a Granbretan incluso antes de que fuera evidente su plan de conquista de Europa. Se trataba de un loco comparable a los dementes nobles de Granbretan, a los que permitía ser sus dueños. Asrovak Mikosevaar siempre se encontraba en la vanguardia de los ejércitos de Granbretan, ampliando más y más los límites del imperio. Su infame bandera, que llevaba bordadas en escarlata las palabras «Muerte a la vida», inducía un gran temor en los corazones de quienes luchaban contra él. Hawkmoon llegó a la conclusión de que Asrovak Mikosevaar debía de estar descansando en la ciudad de Cristal, puesto que no era propio de él encontrarse tan lejos de la línea de batalla. Los cadáveres atraían al moscoviano del mismo modo que las rosas atraen a las abejas.
No había niños en las calles de la ciudad de Cristal. Quienes no habían sido asesinados por los granbretanianos habían sido hechos prisioneros por los conquistadores, como medio para asegurarse el buen comportamiento de los ciudadanos que habían quedado con vida.
El sol pareció manchar de sangre el cristal de los edificios mientras descendía en el horizonte, y Hawkmoon, demasiado cansado para seguir cabalgando, se vio obligado a buscar la posada que Meliadus le había indicado, durmiendo allí durante la mayor parte de la noche y el día siguiente, antes de reanudar su viaje hacia el castillo de Brass. Aún le faltaba por hacer más de la mitad de ese viaje.
Más allá de la ciudad de Lyon, el imperio de Granbretan había encontrado dificultades para extender sus conquistas, pero el camino que conducía a Lyon estaba desierto, salpicado de horcas y cruces de madera de las que colgaban hombres y mujeres, jóvenes y viejos, chicos y chicas e incluso, como una broma que ponía de manifiesto la mayor de las locuras, animales domésticos como gatos, perros y conejos de compañía. Allí se pudrían familias enteras, linajes completos, desde el bebé recién nacido hasta el más anciano de los sirvientes, todos ellos clavados en actitudes agónicas a las cruces que sostenían sus cadáveres.
El olor nauseabundo de la carne corrompida llenó las narices de Hawkmoon mientras conducía su caballo por el camino de Lyon, y el hedor de la muerte pareció agarrársele a la garganta. El fuego había ennegrecido los campos y los bosques, asolado las ciudades y pueblos, haciendo que hasta el propio aire pareciera gris y pesado. Todos los que aún quedaban con vida se habían convertido en mendigos, fuera cual fuese su situación social anterior, a excepción de las mujeres que se habían transformado en prostitutas de los soldados del imperio, o de aquellos hombres que habían jurado una lealtad inquebrantable al rey–emperador.
Del mismo modo que antes se había sentido aguijoneado por la curiosidad, ahora una sensación de disgusto agitó levemente el pecho de Hawkmoon, pero él apenas si se dio cuenta de ello. Siguió cabalgando hacia Lyon sin quitarse la máscara de lobo. Nadie le detuvo; nadie le interrogó, pues quienes servían en la orden del Lobo se hallaban luchando sobre todo en el norte, por lo que Hawkmoon estaba a salvo de que cualquiera de ellos se dirigiera a él empleando el lenguaje secreto de la orden.
Más allá de Lyon, Hawkmoon prefirió cabalgar por entre los campos, pues los caminos eran patrullados por los guerreros granbretanianos. Guardó la máscara de lobo en una de sus alforjas, ahora ya vacías, y cabalgó rápidamente hacia el territorio libre donde el aire seguía teniendo un olor dulce, pero donde ya empezaba a florecer el terror, aunque este terror se refería más al futuro que al presente.
Hawkmoon contó su historia por primera vez en la ciudad de Valence, donde los guerreros se preparaban para resistir el inminente ataque del Imperio Oscuro, discutiendo inútiles estratagemas y construyendo inadecuadas máquinas de guerra.
—Soy Dorian Hawkmoon de Colonia —le dijo al capitán ante quien le llevaron unos soldados.
El capitán le observó atentamente. Uno de sus pies, enfundado en una bota que le llegaba hasta el muslo, descansaba sobre uno de los bancos de la atestada posada.
—El duque de Colonia ya debe de estar muerto a estas horas —dijo—. Fue capturado por Granbretan. Más bien creo que sois un espía.
Hawkmoon no protestó, sino que se limitó a contarle la historia que Meliadus le había dicho que contara. Hablando sin expresión alguna, describió su captura y el método empleado para escapar, y el extraño tono empleado convenció al capitán mucho más que la propia historia. Entonces, un espadachín que llevaba puesta una cota de malla avanzó por entre la multitud gritando el nombre de Hawkmoon. Volviéndose, Hawkmoon reconoció su propia insignia en la capa del hombre: eran las armas de Colonia. Aquel nombre era uno de los pocos que había logrado huir de algún modo del campo de batalla de Colonia. Habló al capitán y a la multitud, describiendo el valor y la habilidad del duque.
Como consecuencia de ello, Dorian Hawkmoon fue vitoreado como héroe en Valence.
Aquella misma noche, mientras se festejaba su llegada, Hawkmoon le dijo al capitán que debía seguir viaje hacia la Camarga para tratar de obtener ayuda del conde Brass en la guerra contra Granbretan.
—El conde Brass no se pone de parte de nadie —dijo el capitán, sacudiendo la cabeza—. Pero es muy probable que os escuche a vos antes que a nadie más. Sólo espero que tengáis éxito, milord duque.
A la mañana siguiente, Hawkmoon se alejó cabalgando de Valence por el camino que conducía al sur, cruzándose con hombres de aspecto ceñudo que se dirigían hacia el norte para unirse a las fuerzas que se disponían a resistir los embates del Imperio Oscuro.
El viento empezó a soplar cada vez con mayor fuerza a medida que Hawkmoon se iba acercando a su destino. Finalmente, contempló ante sí las marismas de la Camarga, con los lagos brillando en la distancia, los juncos inclinados bajo la fuerza del mistral… Era un territorio solitario y encantador. Al pasar cerca de una de las altas y viejas torres vio el destello del heliógrafo, y supo que su llegada sería conocida en el castillo de Brass antes de que se produjera.
Con el rostro impertérrito y una expresión fría, Hawkmoon siguió cabalgando, muy erguido en la silla, a lo largo del camino que bordeaba las marismas, donde crecían los matojos, el agua formaba suaves ondas y unos pocos pájaros sobrevolaban los cielos.
El castillo de Brass apareció ante su vista poco antes de la caída de la noche, recortándose a la luz del atardecer su silueta negra y gris, con su colina llena de terrazas y sus delicadas torres.