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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (12 page)

5. El despertar de Hawkmoon

El conde Brass sirvió a Dorian Hawkmoon una nueva copa de vino y murmuró:

—Continuad, por favor, milord duque.

Hawkmoon estaba contando su historia por segunda vez. En el salón del castillo de Brass estaban también Yisselda, desplegando toda su hermosura, Bowgentle, con una expresión reflexiva en su rostro, y Von Villach, que se acariciaba el bigote y se dedicaba a contemplar el fuego de la chimenea.

—Y así fue como decidí buscar ayudar en Camarga —terminó diciendo Hawkmoon—.

Conde Brass, sé que éste es el único territorio que se halla a salvo del poder del Imperio Oscuro.

—Sois bienvenido aquí —dijo el conde Brass frunciendo el ceño—, si todo lo que buscáis es refugio.

—Eso es todo. —¿No venís a pedirnos que nos alcemos en armas contra Granbretan? —preguntó Bowgentle con una expresión esperanzadora.

—He sufrido bastante por haberlo intentado yo mismo, y por el momento no desearía estimular a otros para que se arriesguen a correr un destino del que yo sólo he podido escapar por los pelos —contestó Hawkmoon.

Yisselda casi pareció sentirse desilusionada. Estaba claro que todos los presentes en la sala, a excepción del propio conde Brass, deseaban la guerra con Granbretan. Quizá fuera así por razones distintas: Yisselda para vengarse de Meliadus; Bowgentle porque creía que alguien se tenía que enfrentar contra aquel mal, y Von Villach simplemente porque deseaba volver a ejercitar su espada.

—Bien —dijo el conde Brass—, porque ya estoy cansado de oponerme a los argumentos en el sentido de que debo ayudar a éste o aquél. Pero, ahora, parecéis agotado, milord duque. De hecho, raras veces he visto a un hombre tan cansado como vos. Os hemos entretenido durante demasiado tiempo. Yo mismo os mostraré vuestras habitaciones.

Hawkmoon no experimentó ninguna sensación de triunfo por haber conseguido que su engañosa historia fuera creída. Había dicho aquellas mentiras porque había acordado con Meliadus que así lo haría. Y cuando llegara el momento de raptar a Yisselda realizaría la tarea con la misma actitud.

El conde Brass le acompañó para mostrarle sus habitaciones, compuestas por un dormitorio, un lavabo y un pequeño estudio.

—Confío en que sea de su agrado, milord duque.

—Completamente —replicó Hawkmoon.

El conde Brass se detuvo ante la puerta, diciendo:

—Esa joya…, la que lleváis en la frente… ¿Decís que Meliadus no tuvo éxito alguno con su experimento?

—Así es, conde.

—Aja… —El conde Brass miró hacia el suelo y después, tras un momento de reflexión, volvió a levantar la mirada—. Es posible que yo conozca un hechizo para quitárosla…, si es que os molesta mucho…

—No me molesta en absoluto —dijo Hawkmoon.

—Aja —volvió a decir el conde.

Y abandonó la habitación.

Aquella misma noche, Hawkmoon se despertó de pronto, tal y como se había despertado en la posada unas pocas noches antes, y creyó ver una figura en su habitación… Era un hombre vestido con una coraza azabache y dorada. Sus pesados párpados se mantuvieron cerrados durante un momento a causa del sueño, y cuando volvió a abrirlos la figura había desaparecido.

Un conflicto empezaba a desarrollarse en el pecho de Hawkmoon… Quizá fuera un conflicto entre la humanidad y su ausencia, o entre la conciencia y la falta de ella, si es que tales conflictos son posibles.

Fuera cual fuese la naturaleza exacta del conflicto, no cabía la menor duda de que el carácter de Hawkmoon estaba cambiando por segunda vez. No era el mismo carácter que había tenido en el campo de batalla de Colonia, ni el extraño estado de ánimo apático en el que había caído desde que se produjera la batalla, sino un nuevo carácter, como si Hawkmoon estuviera naciendo de nuevo bajo un molde completamente diferente.

Pero las indicaciones de que se estuviera produciendo tal renacimiento aún eran débiles, y se necesitaba un catalizador, así como un clima en el que su renacimiento fuera posible.

Hawkmoon se despertó a la mañana siguiente pensando en la forma más rápida de llevar a cabo la captura de Yisselda y regresar a Granbretan con ella para librarse de la Joya Negra y volver al territorio donde había pasado su juventud.

Cuando abandonaba sus habitaciones se encontró con Bowgentle. El filósofo poeta le cogió por el brazo.

—Ah, milord duque, quizá podáis contarme algo de Londra. Nunca he estado allí, a pesar de que viajé mucho cuando era joven.

Hawkmoon se volvió para mirar a Bowgentle, sabiendo que el rostro que vería sería el mismo que contemplarían los nobles de Granbretan gracias a la Joya Negra. En los ojos de Bowgentle había una expresión de franco interés, y Hawkmoon decidió que aquel hombre no sospechaba de él.

—Es una ciudad enorme, alta y lóbrega —contestó Hawkmoon—. La arquitectura es complicada y la decoración compleja y variada. —¿Y su espíritu? ¿Cómo es el espíritu de Londra? ¿Cuál ha sido vuestra impresión?

—Es un espíritu de poder —contestó Hawkmoon —. De confianza… —¿De locura, acaso?

—Soy incapaz de saber lo que es locura y lo que no lo es, sir Bowgentle. ¿Os parezco quizá un hombre extraño? ¿Os resulta curiosa mi actitud? ¿Distinta a la de otros hombres?

Sorprendido ante el giro que tomaba la conversación, Bowgentle observó atentamente a Hawkmoon.

—Bueno, sí…, pero ¿por qué lo preguntáis?

—Porque las preguntas que me hacéis me parecen insensatas. Os lo digo sin…, sin desear insultaros… —Hawkmoon se frotó la barbilla—. A mí, al menos, me parecen insensatas.

Empezaron a bajar los escalones que conducían al salón principal, donde ya se había servido el desayuno, y donde el viejo Von Villach ya se estaba sirviendo un gran filete de una bandeja sostenida por un sirviente.

—Sensatez… —murmuró Bowgentle—. Os preguntáis lo que es la locura…, y yo me pregunto lo que es la sensatez.

—Eso es algo que no sé —replicó Hawkmoon—. Yo sólo sé aquello que hago. —¿Acaso vuestra penosa experiencia os ha impulsado a retraeros…, a abolir la moralidad y la conciencia? —preguntó Bowgentle con simpatía—. No es una circunstancia desconocida. Cuando uno lee los textos antiguos se aprende que hubo muchos que perdieron los mismos sentidos bajo condiciones de extrema dureza. Una buena alimentación y una compañía afectuosa os servirán de mucho para restaurar esos sentidos. Ha sido una suerte que hayáis venido al castillo de Brass. Quizá una voz interior os ha enviado hasta nosotros.

Hawkmoon escuchó sin interés mientras observaba a Yisselda que bajaba la escalera opuesta y le sonreía a él y a Bowgentle desde el otro extremo del salón. —¿Habéis descansado bien, milord duque? —preguntó la joven.

—Este hombre ha sufrido mucho más de lo que imaginamos —dijo Bowgentle antes de que él pudiera contestar—. Creo que nuestro huésped tardará una o dos semanas en recuperarse por completo. —¿Queréis acompañarme esta mañana, milord? —sugirió Yisselda graciosamente—.

Os mostraré nuestros jardines. Son muy hermosos, incluso en invierno.

—Sí —asintió Hawkmoon—. Me gustaría verlos.

Bowgentle sonrió al darse cuenta de que el cálido corazón de Yisselda se había visto afectado por la difícil situación de Hawkmoon. Desde su punto de vista, nadie mejor que ella para restaurar el dañado estado de ánimo del duque.

Caminaron por las terrazas de los jardines del castillo, donde había árboles de hoja perenne, flores de invierno y vegetales. El cielo era claro y el sol lucía con todo su esplendor, y el viento no les incomodaba mucho ya que iban envueltos en pesadas capas.

Contemplaron los tejados de la ciudad y todo a su alrededor era paz. Yisselda apoyaba su brazo en el de Hawkmoon y conversaba con agilidad, sin esperar ninguna respuesta del hombre de rostro triste que caminaba a su lado. Al principio, la presencia de la Joya Negra en su frente la había perturbado un poco, hasta que decidió que no era tan diferente de un adorno en forma de círculo que ella solía ponerse en la frente para impedir que el pelo le cayera sobre los ojos.

Su joven corazón rebosaba de calidez y afecto. El mismo afecto que se había convertido en pasión por el barón Meliadus, pues necesitaba expresarlo de todas las formas posibles. Ella se sentía contenta de ofrecérselo ahora a este extraño y rígido héroe de Colonia, con la esperanza de que pudiera ayudar a curar las heridas de su espíritu.

Pronto observó que la única vez en que apareció un amago de expresión en sus ojos fue cuando le mencionó al duque su tierra natal.

—Habladme de Colonia —le pidió—. No como es ahora, sino como fue…, o como puede volver a ser un día.

Aquellas palabras le recordaron a Hawkmoon la promesa de Meliadus de restituirle sus territorios. Apartó la vista de la muchacha y la dirigió hacia el cielo, cruzando los brazos sobre su pecho.

—Colonia —dijo ella con suavidad—, ¿era como la Camarga?

—No… —contestó él volviéndose para mirar los tejados allá abajo —. No…, porque la Camarga es salvaje y se conserva tal y como ha sido a lo largo de los tiempos. En Colonia se puede observar por todas partes la mano del hombre…, en sus campos bordeados de setos, en sus cursos de agua rectos, en sus pequeños caminos, en sus granjas y pueblos. Sólo era una pequeña provincia, con gruesas vacas y ovejas bien alimentadas, con sus almiares de heno y sus prados suaves que protegían a los conejos y a los ratones de campo. Tenía cercas amarillas y bosques umbríos, y nunca se dejaba de ver el humo del hogar surgiendo de alguna que otra chimenea. Sus gentes eran sencillas y amistosas, y amables con los niños. Sus edificios eran antiguos y originales, y tan sencillos como las propias gentes que vivían en ellos. No había nada oscuro en Colonia hasta que llegó Granbretan, con una riada de duro metal y fuego feroz procedente desde el otro lado del Rhin. Y Granbretan también dejó la impronta del hombre sobre el paisaje campesino…, la marca de la espada y de la antorcha… —Suspiró, dejando que su tono de voz fuera adquiriendo un creciente signo de emoción—. La marca de la espada y de la antorcha sustituyendo a la del arado… —Se volvió para mirarla—. Y la cruz y la horca se confeccionaron con las maderas de las cercas amarillas, y los esqueletos de las vacas y de las ovejas obturaron los cursos de agua y emponzoñaron la tierra, y las piedras de las granjas se transformaron en munición para las catapultas, y las gentes del pueblo se convirtieron en cadáveres o en soldados… porque no había otra elección.

Ella le puso suavemente una mano sobre el brazo envuelto en cuero.

—Habláis como si los recuerdos fueran muy lejanos —dijo.

La expresión se desvaneció de los ojos de Hawkmoon, que volvieron a adquirir un matiz de frialdad.

—Así es, así es… como en un viejo sueño. Ahora, todo eso significa muy poco para mí.

Pero Yisselda le observó reflexivamente mientras le conducía por entre los jardines, creyendo haber encontrado una forma de llegar hasta él y ayudarle.

En cuanto a Hawkmoon, acababa de recordar todo lo que perdería si no conducía a la muchacha hasta donde estaban los lores oscuros, y agradeció las atenciones que ella le dispensaba, aunque por razones muy distintas a las que ella misma suponía.

El conde Brass los encontró en el patio de armas. Estaba inspeccionando un viejo caballo de guerra y hablando con un caballerizo.

—Déjalo fuera de servicio —ordenó el conde Brass—. Ya está viejo. —Después se acercó a Hawkmoon y a su hija—. Sir Bowgentle me dice que os encontráis más débil de lo que pensábamos —le dijo a Hawkmoon—. Pero podéis permanecer en el castillo de Brass todo el tiempo que juzguéis conveniente. Espero que Yisselda no os esté cansando con su conversación…

—No. Me parece… sosegante. —¡Bien! Esta noche tendremos un pequeño entretenimiento. Le he pedido a Bowgentle que nos lea algo de su última obra. Nos ha prometido ofrecernos algo ligero y cómico.

Confío en que lo disfrutéis.

Hawkmoon se dio cuenta de que la mirada del conde Brass le observaba atentamente, a pesar de que su actitud parecía muy sincera. ¿Acaso podía sospechar el conde Brass la naturaleza de su misión? El conde era una persona muy conocida por su carácter prudente, sabio y de buen juicio. Pero si su propia personalidad había logrado confundir al barón Kalan, sin duda alguna engañaría al conde. Hawkmoon decidió que no tenía nada que temer. Después, permitió que Yisselda le condujera al interior del castillo.

Aquella noche se celebró un banquete en el que se sirvieron las mejores viandas del castillo de Brass sobre una larga mesa. Allí estaban los principales ciudadanos de la Camarga, algunos dedicados a la cría de toros y otros que eran toreros afamados, incluyendo al ahora recuperado Mahtan Just, cuya vida había salvado el conde Brass un año antes. Sobre la larga mesa se amontonaban pescados y aves de corral, carnes rojas y blancas, verduras de todas clases, vinos de una docena de variedades, cerveza y numerosas salsas y guarniciones de aspecto delicioso. Dorian Hawkmoon estaba sentado a la derecha del conde Brass, y a su izquierda se sentaba Mahtan Just, convertido ahora en el campeón de la temporada. Just adoraba al conde y le trataba con tal respeto que hasta el propio conde se sentía algo incómodo por ello. Junto a Hawkmoon estaba sentada Yisselda, y frente a ella se acomodaba Bowgentle. En el otro extremo de la mesa estaba el viejo Zhonzhac Ekare, el mayor de los criadores de toros, vestido con pesadas pieles y con el rostro oculto por su enorme barba y espesa mata de pelo. Era un hombre que reía a menudo y comía desaforadamente. Junto a él se sentaba Von Villach, y ambos parecían disfrutar mucho con la compañía del otro.

Cuando ya casi había terminado el banquete y se habían retirado las pastas y dulces, así como los ricos quesos de Camarga, cada invitado tenía ante sí tres jarras de vino de distintas clases, un diminuto barril de cerveza y una gran copa para beber. Únicamente Yisselda tenía una sola botella y una copa más pequeña, ya que, al parecer, ella prefería beber menos.

El vino había nublado un poco la mente de Hawkmoon, otorgándole lo que quizá fuera una falsa apariencia de humanidad normal. Sonrió una o dos veces, y si bien no contestó las bromas de sus compañeros con algunas de su cosecha, al menos no les ofendió con una expresión hosca. —¡Bowgentle! —rugió entonces el conde Brass—. ¡La balada que nos has prometido!

Bowgentle se incorporó sonriente, con el rostro enrojecido, como el de los demás, por el buen vino y la excelente comida.

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