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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (46 page)

—No comprendo, Denth. Somos un pueblo pacífico, gente de aldeas montañesas. Somos abiertos y amistosos.

—Quienes lo son no duran mucho en los suburbios —dijo él, caminando a su lado—. Cambian o son aplastados.

Vivenna se estremeció, sintiendo una punzada de odio hacia Hallandren. «Podría haber perdonado a los hallandrenses por volver pobres a los míos. ¿Pero esto? Han convertido a pastores y granjeros en hampones y ladrones. Han convertido a nuestras mujeres en prostitutas y a nuestros niños en ladronzuelos callejeros.»

Sabía que no debía permitirse dejarse llevar por la ira. Sin embargo, tuvo que apretar los dientes y esforzarse para que su pelo no se volviera rojo sangre. Las imágenes despertaron algo en su interior. Algo en lo que había evitado pensar.

«Hallandren ha destruido a esta gente. Igual que me ha destruido a mí al dominar mi infancia, al obligarme a honrar la obligación de ser tomada y violada en nombre de proteger a mi país… Odio esta ciudad.»

Eran pensamientos indignos. No podía permitirse odiar a Hallandren. Se lo habían dicho en muchas ocasiones. Últimamente tenía problemas para recordar por qué.

Pero consiguió mantener su odio y su cabello bajo control. Unos momentos más tarde, Thame se reunió con ellos y los condujo el resto del camino. Les habían dicho que se reunirían en un parque grande, pero Vivenna pronto vio que el término «parque» se usaba en un sentido muy amplio. Era un terreno baldío, cubierto de basuras y rodeado de feos edificios.

Su grupo se detuvo en el borde de aquel jardín terrible y esperó mientras Thame se adelantaba. La gente, como había prometido, se había congregado allí. La mayoría eran parecidos a los que Vivenna había visto antes. Hombres vestidos con colores oscuros y ominosos y con expresiones cínicas, chulescos matones callejeros, mujeres con ropajes de prostitutas, ancianos de aspecto demacrado.

Vivenna forzó una sonrisa que no le resultó sincera ni siquiera a ella. Cambió a amarillo el color de su pelo: el color de la felicidad y la emoción. La gente murmuró.

Thame regresó pronto y la llamó para que avanzara.

—Espera —dijo Vivenna—. Quería hablar con la gente antes de reunirme con los líderes.

Thame se encogió de hombros.

—Si lo deseas…

La princesa dio un paso adelante.

—Pueblo de Idris —dijo—. He venido a ofreceros consuelo y esperanza.

La gente continuó murmurando. Muy pocos parecieron prestarle atención. Ella tragó saliva.

—Sé que habéis llevado vidas difíciles. Pero os aseguro que el rey se preocupa por vosotros y quiere apoyaros. Encontraré un modo de llevaros a casa.

—¿A casa? —preguntó uno de los hombres—. ¿De vuelta a las Tierras Altas?

Vivenna asintió.

Varias personas bufaron y unos pocos se retiraron. Preocupada, ella los llamó.

—Esperad. ¿Queréis oírme? Traigo noticias de vuestro rey.

La gente la ignoró.

—La mayoría sólo quería confirmar que eras quien se rumoreaba que eras, alteza —dijo Thame en voz baja.

Vivenna se volvió hacia la gente.

—Vuestras vidas pueden mejorar —prometió—. Me encargaré de que se os atienda.

—Nuestras vidas ya son mejores —dijo un hombre—. No hay nada para nosotros en las Tierras Altas. Aquí gano el doble de lo que ganaba allí.

Otros hombres asintieron, mostrando su acuerdo.

—¿Entonces por qué venís a verme?

—Ya te lo he dicho, princesa —susurró Thame—. Son patriotas: se aferran a ser idrianos. Idrianos de ciudad. Nosotros permanecemos juntos. Tú estás aquí, y eso significa algo para ellos, no te preocupes. Puede que parezcan indiferentes, pero harán cualquier cosa por perjudicar a los hallandrenses.

«Austre, Señor de los Colores —pensó ella, cada vez más inquieta—. Esta gente ni siquiera es idriana ya.» Thame los había llamado «patriotas», pero lo único que ella veía era un grupo que se mantenía unido por las presiones del desprecio hallandrense.

Se dio media vuelta, renunciando a su discurso. Aquella gente no estaba interesada en la esperanza ni el consuelo. Sólo querían venganza. Ella podría utilizar eso, tal vez, pero esa idea la hacía sentirse todavía más sucia. Thame los condujo por un sendero entre los hierbajos y la basura. Casi al otro lado del «parque» había una amplia estructura, en parte cobertizo de almacenamiento y en parte pabellón de madera abierto. Vivenna vio a los líderes esperando dentro.

Había tres, cada uno con sus propios guardias. Ya le habían hablado de ellos. Los líderes vestían los ricos y vibrantes colores de T'Telir. Señores de los suburbios. Vivenna sintió un nudo en el estómago. Los tres hombres tenían al menos la Primera Elevación. Uno de ellos había conseguido la Tercera.

Joyas y Clod ocuparon sus puestos de vigilancia fuera del edificio. Ella entró y se sentó en la única silla libre. Denth y Tonk Fah se situaron detrás.

Vivenna observó a los señores de los suburbios. El de la izquierda parecía más cómodo con sus ricas ropas. Debía de ser Paxen; el «caballero idriano», lo llamaban; había conseguido su fortuna dirigiendo burdeles. El de la derecha parecía necesitar un corte de pelo que no desentonara con sus finos atuendos; debía de ser Ashu, conocido por haber fundado y dirigido las ligas de lucha subterránea donde los hombres podían ver a los idrianos pelear hasta quedar inconscientes. El del centro parecía abstraído; se le veía desaliñado, pero de una manera relajada a propósito, quizá porque iba bien con su rostro guapo y juvenil: Rira, el jefe de Thame.

Vivenna se recordó que no debería basarse en las interpretaciones fáciles de sus aspectos. Se trataba de hombres peligrosos.

El silencio era total.

—No estoy segura de qué deciros —habló Vivenna por fin—. Vine a buscar algo que no existe. Esperaba que la gente aún se preocupara por su herencia.

Rira se inclinó hacia delante, las ropas desaliñadas en notorio contraste comparadas con las de los demás.

—Eres nuestra princesa. La hija de nuestro soberano. Nos preocupamos por eso.

—Más o menos —dijo Paxen.

—En serio, princesa —continuó Rira—. Nos sentimos honrados de hablar contigo. Y curiosos por tus intenciones en nuestra ciudad. Has creado bastante revuelo.

Vivenna los miró con expresión seria. Finalmente, suspiró.

—Todos sabéis que se avecina una guerra.

Rira asintió. Ashu, sin embargo, negó con la cabeza.

—No estoy convencido de ello. Todavía no.

—Habrá guerra —dijo Vivenna bruscamente—. Os lo aseguro. Mis intenciones en esta ciudad, por tanto, son asegurarme de que vaya tan bien para Idris como sea posible.

—¿Y eso qué implicaría? —preguntó Ashu—. ¿Un miembro de la realeza en el trono de Hallandren?

¿Era eso lo que ella quería?

—Sólo quiero que nuestro pueblo sobreviva.

—Una solución bastante débil —dijo Paxen, tocando la punta de su hermoso bastón—. Las guerras se libran para ganarlas, alteza. Los hallandrenses tienen a los sinvida. Derrótalos, y crearán más. Creo que una presencia militar idriana en la ciudad sería una absoluta necesidad si quisieras la libertad de nuestra patria.

Vivenna frunció el ceño.

—¿Piensas en apoderarte de la ciudad? —preguntó Ashu—. Si es así, ¿qué obtendremos nosotros?

—Esperad —dijo Paxen—. ¿Apoderarse de la ciudad? ¿Estamos seguros de querer implicarnos de nuevo en ese tipo de cosa? ¿Qué hay del fracaso de Vahr? Todos perdimos mucho dinero en esa aventura.

—Vahr era de Pahn Kahl —repuso Ashu—. No uno de los nuestros. Estoy dispuesto a correr otro riesgo si esta vez hay implicados miembros auténticos de la realeza.

—No he dicho nada de apoderarme del reino —dijo Vivenna—. Sólo quiero dar a la gente un poco de esperanza.

«O, al menos, eso quería…»

—¿Esperanza? —preguntó Paxen—. ¿A quién le importa la esperanza? Quiero compromisos. ¿Qué títulos se repartirán? ¿Quién conseguirá los acuerdos comerciales si Idris vence?

—Tienes una hermana —dijo Rira—. Una tercera, soltera. ¿Es negociable su mano? La sangre real podría ganar mi apoyo para tu guerra.

Vivenna sintió un nudo en el estómago.

—Caballeros —dijo con tono diplomático—, no se trata de buscar ganancias personales. Se trata de patriotismo.

—Claro, claro —contestó Rira—. Pero incluso los patriotas ganan recompensas. ¿No?

Los tres la miraron, expectantes.

Ella se levantó.

—Me marcho.

Denth, sorprendido, le puso una mano en el hombro.

—¿Estás segura? —preguntó—. Ha sido bastante difícil concertar este encuentro.

—He estado dispuesta a trabajar con hampones y ladrones, Denth —repuso ella con frialdad—. Pero ver a esta gente y saber que son mi propio pueblo es demasiado duro.

—Nos juzgas a la ligera, princesa —rió Rira desde atrás—. ¿Acaso no te esperabas esto?

—Esperar algo es diferente a verlo de primera mano, Rira. Os esperaba a vosotros tres. No esperaba ver lo que le ha pasado a nuestra gente.

—¿Y las Cinco Visiones? —preguntó Rira—. ¿Entras aquí, nos juzgas indignos y luego nos desprecias? No es muy idriano por tu parte.

Vivenna se volvió. Ashu ya se había puesto en pie y llamaba a sus guardaespaldas, gruñendo por la «pérdida de tiempo».

—¿Qué sabes tú de ser idriano? —replicó—. ¿Dónde está tu obediencia a Austre?

Rira rebuscó bajo su camisa y sacó un disquito blanco que tenía inscritos los nombres de sus padres. Un amuleto de obediencia austrino.

—Mi padre me trajo aquí desde las Tierras Altas, princesa. Murió trabajando en los campos de edgli. Yo me mantuve a base de aguantar el dolor de mis manos arañadas y sangrantes. He trabajado mucho para que las cosas sean mejores para tu pueblo. Cuando Vahr habló de revolución, le di dinero para alimentar a sus seguidores.

—Compras aliento. Y conviertes a las amas de casa en prostitutas.

—Sobrevivo —dijo él—. Y me aseguro de que los demás tengan de comer. ¿Lo harás tú mejor para ellos?

Vivenna frunció el ceño.

—Yo…

Guardó silencio al oír unos gritos.

Su sentido vital sacudió, advirtiéndola de que una multitud se acercaba. Giró sobre los talones mientras los señores de los suburbios maldecían y se ponían en pie. Fuera, atravesando el jardín, vio algo terrible. Uniformes púrpura y amarillo de hombretones de rostro gris y uniformes púrpura y amarillo.

Soldados sinvida. La guardia de la ciudad.

Los campesinos se dispersaron, gritando mientras los sinvida irrumpían en el jardín, dirigidos por varios guardias vivos uniformados. Denth maldijo y empujó a Vivenna a un lado.

—¡Corre! —dijo desenvainando su espada.

—Pero…

Tonk Fah la agarró por el brazo y la sacó del edificio mientras Denth se enfrentaba a los guardias. Los señores de los suburbios y su gente se dispersaron a toda prisa, aunque los guardias bloquearon rápidamente las salidas.

Tonk Fah maldijo y empujó a Vivenna a un pequeño callejón al otro lado del jardín.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, el corazón desbocado.

—Una redada —explicó Tonk Fah—. No debería ser demasiado peligrosa, a menos…

Las espadas sonaban, metal contra metal, y los gritos se volvieron más desesperados. Vivenna miró hacia atrás. Los hombres de los señores de los suburbios, sintiéndose atrapados, se enfrentaban a los sinvida. Vivenna experimentó una sensación de horror al ver a aquellos terribles hombres de rostro gris debatirse entre las espadas y dagas, ignorando las heridas. Las criaturas sacaron sus armas y atacaron sin miramientos. Los hombres chillaban y gritaban, y caían ensangrentados.

Denth se dispuso a defender la entrada al callejón de Vivenna. Ella no supo dónde se había metido Joyas.

—¡Fantasmas de Kalad! —maldijo Tonk Fah, empujándola ante él mientras se retiraban—. Esos idiotas decidieron resistir. Ahora sí que tenemos problemas.

—Pero ¿cómo nos han encontrado?

—No lo sé. Ni me importa. Tal vez vengan por ti. Tal vez sólo por los señores de los suburbios. Espero que no lo descubramos nunca. ¡Sigue corriendo!

Vivenna obedeció y corrió por el oscuro callejón, tratando de no tropezar con su largo vestido. Resultaba muy poco práctico para correr, y Tonk Fah seguía instándola a que avanzara, mirando hacia atrás ansiosamente. Vivenna oyó gruñidos y gritos mientras Denth luchaba en la boca del callejón.

Vivenna y Tonk Fah salieron del callejón. Allí, esperando en la calle, había un grupo de cinco sinvidas. Vivenna se detuvo. Tonk Fah soltó una maldición.

Los sinvida parecían de piedra, sus expresiones sombrías a la débil luz. Tonk Fah miró hacia atrás, comprendió que Denth no iba a llegar pronto y, resignado, alzó las manos y dejó caer la espada.

—No puedo enfrentarme solo a cinco, princesa —susurró—. Contra los sinvida no. Tendremos que dejar que nos detengan.

Vivenna alzó lentamente las manos también.

Los sinvida desenvainaron sus armas.

—Oh… —dijo Tonk Fah—. ¡Nos rendimos!

Las criaturas hicieron oídos sordos y atacaron.

—¡Corre! —gritó Tonk Fah, agachándose y recogiendo la espada del suelo.

Vivenna se hizo a un lado mientras varios sinvida atacaban a Tonk Fah. Se alejó lo más rápidamente que pudo. El mercenario trató de seguirla, pero tuvo que defenderse. Ella redujo el paso y miró atrás a tiempo de verlo clavar su espada en el cuello de un sinvida.

De la criatura brotó algo que no era sangre. Otras tres rodearon a Tonk Fah, aunque él consiguió blandir la espada y alcanzar a otra en una pierna. El sinvida cayó al suelo.

Dos corrieron hacia ella.

Vivenna los vio acercarse, aturdida. ¿Debería quedarse? Tratar de ayudar…

«¿Ayudar cómo? —gritó algo en su interior, algo visceral y primario—. ¡Corre!»

Lo hizo. Corrió, presa del terror, y se metió en el primer callejón que vio. Se dirigió al otro extremo, pero en su prisa tropezó con su falda, que se desgarró.

Cayó sobre el empedrado y soltó un grito. Oyó pasos tras ella y pidió ayuda, ignorando su codo magullado. Se puso en pie de un salto, se desembarazó de la falda rota y gritó de nuevo.

Algo oscureció el otro extremo del callejón. Una figura enorme de piel gris. Vivenna se detuvo, luego se dio media vuelta. Las otras dos criaturas entraron en el callejón tras ella. Vivenna se apretujó contra la pared, sintiéndose helada de pronto. Aturdida.

«Austre, dios de los Colores —pensó temblando—. Por favor…»

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