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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (47 page)

Los tres sinvidas avanzaron hacia ella, las armas desenvainadas. Vivenna miró al suelo y vio un trozo de cuerda en la basura.

Como todo lo demás, la cuerda la llamaba, como si supiera que podía volver a vivir. Vivenna no podía sentir a los sinvida que se cernían sobre ella, pero irónicamente sí sentía la cuerda. Podía imaginarla retorciéndose entre las piernas, maniatando a las criaturas.

«Esos alientos que tienes —había dicho Denth—. Son una herramienta. Casi sin precio. Poderosísimos…»

Vivenna, sólo en ropa interior, miró a los sinvida, con sus ojos inhumanamente humanos. Su corazón latía con tanta fuerza que parecía que alguien le martilleara el pecho. Los vio acercarse.

Vio su muerte reflejada en aquellos ojos insensibles.

Con lágrimas en el rostro, cayó de rodillas, temblando, y cogió la cuerda. Conocía el mecanismo. Sus tutores se lo habían enseñado. Necesitaba tocar la falda caída para absorber su color.

—Ven a la vida —le suplicó a la cuerda.

No sucedió nada.

Conocía el mecanismo, pero obviamente no era suficiente. Lloró, los ojos nublados.

—Por favor —suplicó—. Por favor. Sálvame.

El primer sinvida la alcanzó, el que le había cortado el paso en el fondo del callejón. Vivenna se horrorizó e intentó reptar por el sucio suelo.

La criatura saltó sobre ella.

Vivenna alzó la cabeza y se quedó perpleja al ver cómo la criatura descargaba su arma contra otro sinvida. La princesa se secó las lágrimas, y sólo entonces reconoció al recién llegado.

No era Denth ni Tonk Fah. Era una criatura de piel tan gris como la de los hombres que la atacaban, y por eso no lo había reconocido al principio.

Clod.

Decapitó hábilmente a su primer oponente, blandiendo su espada de gruesa hoja. Algo viscoso brotó del cuello de la criatura descabezada mientras se desplomaba de espaldas. Muerta, al parecer, como cualquier ser humano.

Clod encaró al guardia sinvida restante. Detrás, en la boca del callejón, aparecieron dos más. Atacaron mientras Clod retrocedía y plantaba un pie a cada lado de Vivenna, la espada ante él. Goteaba un líquido viscoso y claro.

El sinvida esperó a que los otros dos se acercaran. Vivenna tembló, demasiado cansada y aturdida para huir. Alzó la mirada y vio algo casi humano en los ojos de Clod cuando éste alzaba la espada contra los tres atacantes. Era la primera emoción que veía en un sinvida, aunque podría haberla imaginado.

Determinación.

Los tres atacaron. Ella había supuesto, en su ignorancia allá en Idris, que los sinvida eran cadáveres putrefactos o esqueletos. Los había imaginado atacando en oleadas, sin habilidad, pero con un poder oscuro e implacable.

Estaba equivocada. Aquellas criaturas se movían con soltura y coordinación, igual que un humano. Excepto que no hablaban, gritaban o gruñían. Sólo hubo silencio mientras Clod repelía un ataque y luego descargaba un codazo contra el rostro de un segundo sinvida. Se movía con una fluidez que ella había visto raras veces, su habilidad igualaba al breve movimiento de deslumbrante velocidad que Denth había desplegado en el restaurante.

Clod blandió su espada e hirió al tercer sinvida en la pierna. Otro, sin embargo, le atravesó con la espada el estómago. Aquel líquido viscoso brotó por ambos lados, manchando a Vivenna. Clod ni siquiera gimió mientras descargaba su arma y se cobraba una segunda cabeza.

El guardia sinvida cayó al suelo y dejó su arma asomando en el estómago de Clod. Otro guardia retrocedió tambaleándose, la pierna manando fluido claro, y luego cayó de espaldas también al suelo. Clod se volvió hacia el último sinvida en pie, que no se retiró pero adoptó una postura defensiva.

Clod lo abatió en cuestión de segundos, golpeándolo repetidamente con su espada antes de hacer un inesperado molinete y cercenarle la mano derecha. Siguió con un golpe en el estómago que derribó a la criatura. Con un movimiento final, clavó la hoja en el cuello de otra criatura, impidiendo que se arrastrara hacia Vivenna con un cuchillo en la mano.

El callejón recuperó la quietud. Clod se volvió hacia ella, los ojos vacíos de emoción, la mandíbula cuadrada y el rostro rectangular impasibles sobre un cuello grueso y musculoso. Empezó a retorcerse. Sacudió la cabeza, como para aclarar su visión. De su torso brotaba una horrible cantidad de fluido viscoso. Apoyó una mano en la pared y luego cayó de rodillas.

Vivenna vaciló un instante y tendió una mano hacia él. La posó sobre su brazo, frío.

Una sombra se movió en el otro lado del callejón. Vivenna alzó la cabeza, aprensiva.

—Oh, Colores —dijo Tonk Fah, corriendo hacia ellos, la ropa mojada de aquella viscosidad clara—. ¡Denth! ¡Está aquí!

Se arrodilló junto a Vivenna.

—¿Estás bien?

Ella asintió, aturdida, apenas consciente de que tenía la falda en una mano. Eso significaba que sus piernas estaban al descubierto. No le importó. Tampoco que su pelo estuviera blanco como la cal. Tan sólo miraba a Clod, que seguía arrodillado ante ella, la cabeza gacha, en postura como de adoración. Su arma resbaló entre sus dedos temblorosos y resonó contra el empedrado. Sus ojos miraban al frente, vidriosos.

Tonk Fah también observó a Clod.

—Sí —dijo—. A Joyas no le va a hacer ninguna gracia. Vamos, tenemos que salir de aquí.

Capítulo 32

Él nunca estaba cuando Siri se despertaba.

Se desperezó en el mullido lecho, la luz de la mañana colándose por la ventana. El día calentaba ya, e incluso su única sábana era demasiado calurosa. La apartó, pero permaneció en la cama, contemplando el techo.

Por la luz del sol, supo que era casi mediodía. Susebron y ella solían permanecer despiertos hasta tarde, charlando. Eso probablemente era bueno. Algunos podrían ver que se levantaba cada vez más tarde cada mañana, y suponer que se debía a otras actividades.

Al principio, había resultado extraño comunicarse con el rey-dios. Sin embargo, a medida que los días avanzaban, le resultaba más y más natural. Su escritura (insegura y sin práctica, pero que plasmaba pensamientos interesantes) le parecía enternecedora. Si él hablara, Siri sospechaba que su voz sería amable. Era muy tierno. Ella nunca lo hubiese imaginado.

Sonrió y volvió a hundirse en su almohada, deseando que él estuviera todavía allí cuando despertaba. Era feliz, algo que nunca habría esperado de Hallandren. Añoraba las Tierras Altas, y su imposibilidad de salir de la Corte de los Dioses la frustraba, sobre todo considerando la política.

Sin embargo, había otras cosas. Cosas maravillosas. Los colores brillantes, los faranduleros, la abrumadora experiencia total de T'Telir. Y estaba la oportunidad de hablar con Susebron cada noche. Su descaro había sido una fuente de vergüenza e incomodidad para su familia, pero Susebron lo encontraba fascinante, incluso seductor.

Volvió a sonreír, permitiéndose soñar. Sin embargo, la vida real empezó a interferir. Susebron corría peligro. Un peligro real y serio. Se negaba a creer que sus sacerdotes pudieran ser una amenaza o tenerle preparado algún tipo de trampa. Esa misma inocencia que lo hacía tan atractivo era también un lastre terrible.

Pero ¿qué hacer? Nadie más conocía su situación. Sólo había una persona que podía ayudarle. Esa persona, por desgracia, no estaba preparada para la tarea. Ella había ignorado sus lecciones y había llegado a su destino sin ninguna preparación.

«¿Y qué?», susurró una parte de su mente.

Siri miró al techo. Le resultaba doloroso reprocharse haber ignorado sus lecciones. Había cometido un error. ¿Cuánto tiempo iba a recriminarse por algo hecho y pasado?

«Muy bien —se dijo—. Basta de excusas. Quizá no esté preparada tan bien como debía, pero ahora estoy aquí, y tengo que hacer algo. O nadie más lo hará.»

Se levantó de la cama, pasándose los dedos por el largo cabello. A Susebron le gustaba largo, le parecía tan fascinante como a las criadas de Siri. Teniéndolas para cuidarlo, la longitud merecía la pena. Se cruzó de brazos, vestida sólo con su ropa interior, y echó a andar. Tenía que seguirles el juego. Bueno, «juego» implicaba pequeños riesgos, y aquello no era ningún juego. Se trataba de la vida del rey-dios.

Rebuscó en su memoria, rescatando los fragmentos que pudo de sus lecciones. La política era cuestión de intercambios. Era dar lo que tenías, o lo que dabas a entender que tenías, para conseguir algo mejor a cambio. Era como ser mercader. Empezabas con ciertas mercancías, y al final del año esperabas haberlas acrecentado. O tal vez incluso haberlas cambiado por otras mejores.

«No hagas demasiado ruido hasta que estés preparada para golpear —le había aconsejado Sondeluz—. No parezcas demasiado inocente, pero tampoco demasiado lista. Quédate en un término medio.»

Se detuvo junto a la cama para recoger las colchas y arrojarlas a la ardiente chimenea, como era su deber diario.

«Intercambios —pensó, viendo las sábanas arder en el gran hogar—. ¿Qué tengo para poder comerciar o intercambiar? No mucho.»

Tendría que apañárselas.

Se acercó a abrir la puerta. Como de costumbre, varias criadas esperaban fuera. Las damas de Siri la rodearon, trayendo sus ropas. Otras sirvientas entraron a limpiar la habitación. Varias vestían de marrón.

Mientras sus criadas la vestían, Siri observó a una de las muchachas de marrón. En un momento dado, se acercó y le susurró:

—Tú eres de Pahn Kahl.

La muchacha asintió, sorprendida.

—Tengo que darte un mensaje para Dedos Azules —añadió Siri—. Dile que tengo información vital que debe conocer. Me gustaría negociar. Dile que podría cambiar drásticamente sus planes.

La muchacha palideció pero asintió, y Siri se retiró para continuar vistiéndose. Varias mujeres habían oído la conversación, pero era un precepto sagrado de la religión hallandrense que las criadas de un dios no repitieran lo que oían en confianza. Era de esperar que lo cumplieran. Si no, tampoco había dicho nada peligroso.

Ahora sólo tenía que decidir qué «información vital» tenía, y por qué debería interesarle a Dedos Azules.

* * *

—¡Mi querida reina! —dijo Sondeluz, atreviéndose a abrazar a Siri cuando ella llegó a su palco en el anfiteatro.

Ella sonrió mientras él le indicaba que se sentara en uno de sus divanes. Siri lo hizo con cuidado: empezaban a gustarle las elaboradas túnicas de Hallandren, pero moverse cómodamente con ellas requería cierta habilidad. Mientras se sentaba, Sondeluz pidió fruta.

—Me tratas con demasiada amabilidad —dijo Siri.

—Tonterías. ¡Eres mi reina! Además, me recuerdas a alguien a quien apreciaba mucho.

—¿A quién?

—Sinceramente, no tengo ni idea —admitió él, aceptando un plato de uvas cortadas; se las tendió a Siri—. Apenas puedo recordarla. ¿Uvas?

—Dime —pidió ella, usando un palillo de madera para pinchar las uvas—, ¿por qué te llaman Sondeluz el Audaz?

—Es fácil adivinarlo —dijo él, acomodándose—. Es porque de todos los dioses soy el único lo bastante audaz para actuar como un completo idiota.

Siri alzó una ceja.

—Mi situación requiere auténtico valor —continuó él—. Verás, normalmente soy una persona bastante solemne y aburrida. De noche mi mayor deseo es sentarme y componer sermones interminablemente perifrásicos para que mis sacerdotes los lean a mis seguidores. Pero, ay, no puedo. En cambio, salgo todas las noches, abandonando la teología didáctica en favor de algo que requiere auténtico valor: pasar el tiempo con los otros dioses.

—¿Por qué requiere eso valor?

Él la miró.

—Señora mía, ¿has visto lo aburridísimos que pueden ser todos ellos?

Siri soltó una risita.

—En realidad, no —dijo—. ¿De dónde procede el nombre?

—Es un completo error. Obviamente, eres lo bastante inteligente para verlo. Nuestros nombres y títulos son asignados aleatoriamente por un monito al que le suministran grandes dosis de ginebra.

—Ahora te estás comportando como un tonto.

—¿Ahora? —Alzó una copa de vino hacia ella—. Querida, yo soy tonto siempre. ¡Por favor, ten la amabilidad de retirar esas palabras!

Siri sacudió la cabeza. Al parecer, el dios estaba en baja forma esta tarde. «Magnífico —pensó ella—. Mi marido corre riesgo de ser asesinado por fuerzas desconocidas y mis únicos aliados son un escriba que me tiene miedo y un dios que sólo dice sandeces.»

—Tiene que ver con la muerte —dijo Sondeluz por fin mientras los sacerdotes empezaban a entrar en el anfiteatro para la ronda de discusiones de ese día.

Ella lo miró.

—Todos los hombres mueren —explicó él—. Algunos, sin embargo, mueren de formas que ejemplifican un atributo o una emoción concreta. Muestran una chispa de algo más grande que la humanidad. Se dice que eso es lo que nos trae de vuelta.

Guardó silencio.

—¿Moriste mostrando gran valentía, pues? —preguntó Siri.

—Eso parece. No lo sé con seguridad. Algo en mis sueños sugiere que puede que insultara a una pantera muy grande. Eso parece muy valiente, ¿no crees?

—¿No sabéis cómo moristeis?

Él negó con la cabeza.

—Lo olvidamos. Despertamos sin recuerdos. Ni siquiera sé en qué trabajaba.

Siri sonrió.

—Sospecho que eras diplomático o vendedor. ¡Algo que requería que hablaras mucho pero dijeras muy poco!

—Ya —dijo él en voz baja, algo abstraído mientras contemplaba a los sacerdotes abajo—. Sí, sin duda eso era exactamente… —Sacudió la cabeza y luego sonrió—. ¡De todas formas, mi querida reina, he preparado una sorpresa para ti!

Siri miró nerviosa a su alrededor.

Él se echó a reír.

—No tienes nada que temer —dijo—. Mis sorpresas rara vez causan perjuicio, y nunca a reinas hermosas.

Agitó la mano, y un hombre mayor con una barba extraordinariamente larga se acercó. Siri frunció el ceño.

—Éste es Hoid —lo presentó Sondeluz—, maestro narrador. Creo que había algunas preguntas que deseabas hacer…

Siri rió aliviada, recordando ahora la petición que le había hecho a Sondeluz. Miró a los sacerdotes de abajo.

—Um, ¿no deberíamos prestar atención a los discursos?

El dios hizo un gesto de indiferencia.

—¿Prestar atención? ¡Ridículo! Eso sería demasiado responsable por nuestra parte. Somos dioses, por el amor de los Colores. Oh, bueno, yo lo soy. Tú casi lo eres. Una diosa política, como si dijéramos. De todas formas, ¿quieres de verdad escuchar a un puñado de sacerdotes envarados hablando sobre el tratamiento de los residuos?

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