Ella se dio la vuelta para mirar a Tonk Fah y Denth.
—Tonks —dijo—. ¿Dónde está tu mono?
Él suspiró.
—Los monos son aburridos.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Has perdido otro?
Denth se echó a reír.
—Acostúmbrate, princesa. De todos los milagros felices del universo, uno de los más grandes es que Tonks nunca ha engendrado un hijo. Probablemente lo perdería antes de que pasara una semana.
Ella sacudió la cabeza.
—Tal vez tenga razón. La próxima cita es en el jardín D'Denir, ¿no?
Denth asintió.
—Vamos —dijo ella, echando a andar calle abajo.
Los demás la siguieron, recogiendo a Parlin y Joyas por el camino. Vivenna no esperó a que Clod se abriera paso entre la multitud. Cuanto menos dependiera del sinvida, mejor. Moverse por las calles no era en realidad muy difícil. Había cierto arte en ello: te movías con la multitud, en vez de intentar nadar contra ella. Poco después, con la princesa en cabeza, el grupo desembocó en la amplia extensión de hierba que era el jardín D'Denir. Como la plaza donde las calles se encontraban, el lugar era un espacio verde emplazado entre los edificios y los colores. Sin embargo, allí ninguna flor ni árbol rompía el paisaje, ni la gente bullía. Era un lugar más reverente.
Y estaba lleno de estatuas. Centenares de ellas. Se parecían mucho a los otros D'Denir de la ciudad, con sus cuerpos enormes y sus poses heroicas, muchas con ropas o atuendos de colores. Eran las estatuas más antiguas que había visto, la piedra erosionada por años de frecuentes lluvias. Constituían el último regalo de Dalapaz el Bendito. Las estatuas se habían alzado como memorial de los caídos en la Multiguerra. Un monumento y una advertencia. Eso decían las leyendas. Vivenna no podía dejar de pensar que si la gente honrara realmente a los caídos, no vestirían a las estatuas con ropas tan ridículas.
Con todo, el lugar era más apacible que la mayoría en T'Telir. Bajó las escalinatas hasta el jardín, y deambuló entre las silenciosas figuras de piedra.
Denth la alcanzó.
—¿Recuerdas a quiénes vamos a ver?
Ella asintió.
—Falsificadores.
Él la miró.
—¿Quieres seguir adelante o no?
—Denth, durante estos meses he conocido a ladrones, asesinos y, aún peor, mercenarios. Creo que podré tratar con un par de flacos escribas.
Él sacudió la cabeza.
—Éstos son los hombres que venden los documentos, no los escribas que hacen el trabajo. No conocerás a hombres más peligrosos que los falsificadores. Dentro de la burocracia hallandrense, pueden hacer que cualquier cosa parezca legal poniendo los documentos adecuados en los lugares adecuados.
Vivenna asintió.
—¿Recuerdas qué tienes que encargarles? —preguntó Denth.
—Pues claro que sí. Este plan concreto fue idea mía, ¿recuerdas?
—Sólo comprobaba.
—Te preocupa que meta la pata, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—Tú eres la jefa de este pequeño ejército, princesa. Yo sólo soy el tipo que limpia el suelo después. —La miró—. Detesto limpiar sangre.
—Oh, por favor —dijo ella, avivando el paso y dejándolo atrás. Pudo oírlo comentar algo con Tonk Fah.
—¿Mala metáfora? —preguntó Denth.
—No —respondió el otro—. Había sangre. Eso lo convierte en una buena metáfora.
—Creo que carece de poesía.
—Encuentra algo que rime con «sangre», pues —sugirió Tonk Fah. Vaciló—. ¿Hambre? Uh… ¿Enjambre?
«Son cultos para ser un par de hampones», pensó ella.
No tuvo que ir muy lejos para localizar a los dos hombres. Esperaban junto al lugar acordado, una gran estatua de D'Denir con un hacha erosionada. El grupo merendaba y charlaba, la imagen misma de la inocencia.
Vivenna redujo el paso.
—Son ellos —susurró Denth—. Sentémonos junto al D'Denir frente a ellos.
Joyas, Clod y Parlin quedaron atrás mientras Tonk Fah se apartaba para vigilar el perímetro. Vivenna y Denth se acercaron a la estatua. Él tendió un manta en el suelo y se quedó de pie a un lado, como si fuera un criado.
Uno de los hombres miró a Vivenna y asintió. Los demás continuaron comiendo. La costumbre de los bajos fondos de Hallandren de trabajar a plena luz del día seguía poniendo nerviosa a Vivenna, pero suponía que tenía ventajas en vez de hacerlo de noche.
—¿Quieres encargar un trabajo? —le preguntó el falsificador con discreción para que sólo ella pudiera oírlo. Casi parecía parte de su conversación con sus amigos.
—Sí —respondió Vivenna.
—¿Tienes dinero?
—Puedo pagar.
—¿Eres la princesa de la que habla todo el mundo?
Ella vaciló, advirtiendo que Denth llevaba con disimulo la mano al pomo de su espada.
—Sí.
—Bien. La realeza siempre sabe apañárselas. ¿Qué deseas?
—Cartas. Quiero que parezcan correspondencia entre ciertos miembros del clero de Hallandren y el rey de Idris. Han de tener sellos oficiales y firmas convincentes.
—Difícil —dijo el hombre.
Vivenna sacó algo del bolsillo de su vestido.
—Tengo una carta escrita de puño y letra por el rey Dedelin. Tiene su sello en el lacre, y la firma al pie.
El hombre pareció intrigado, aunque ella sólo podía verlo de perfil.
—Eso cambia las cosas. ¿Qué quieres que demuestren esos documentos?
—Que esos sacerdotes concretos son corruptos. Tengo una lista en esta hoja. Quiero que parezca que han estado extorsionando a Idris desde hace años, obligando a nuestro rey a pagar grandes sumas y hacer promesas extremas para impedir la guerra. Quiero que demostréis que Idris no quiere la guerra y que los sacerdotes son hipócritas.
El hombre asintió.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Puede hacerse. Estaremos en contacto. ¿Las instrucciones y explicaciones están en el dorso del papel?
—Como pedisteis.
El grupo de hombres se levantó y un criado empezó a recoger los restos de la comida. Al hacerlo, dejó volar al viento una servilleta, luego corrió a cogerla y agarró de paso el papel de Vivenna. Entonces se marcharon.
—¿Bien? —preguntó la princesa, alzando la cabeza.
—Bien —asintió Denth—. Te estás convirtiendo en una experta.
Vivenna sonrió, sentada en su manta. El siguiente encuentro era con un grupo de ladrones que habían robado, a petición de ellos, diversos artículos de las oficinas de guerra del edificio burocrático de Hallandren. Los documentos en sí eran de poca importancia, pero su ausencia causaría confusión y frustración.
La cita no tendría lugar hasta dentro de unas horas, lo que significaba que Vivenna podría pasar algún tiempo relajándose en el jardín, lejos de los colores innaturales de la ciudad. Denth pareció advertir su deseo y se sentó, apoyándose contra el lado del pedestal de la estatua. Vivenna vio que Parlin volvía a hablar con Joyas. Denth tenía razón: aunque sus ropas a ella le parecían ridículas, eso se debía a que lo veía como idriano. Mirándolo de manera más objetiva, comprendió que encajaba perfectamente con los otros jóvenes de la ciudad.
«Está bien para él —pensó—. Puede vestirse como quiera: no tiene que preocuparse por el escote ni la longitud de la falda.»
Joyas se rio. Fue casi un bufido, aunque con cierta alegría. Vivenna se volvió y vio que Joyas miraba a Parlin, que tenía una sonrisa avergonzada en el rostro. Sin duda, el mozo había dicho algo equivocado, pero no sabía qué. Vivenna lo conocía lo suficiente para descifrar su expresión: sólo sonreiría y seguiría adelante.
Joyas le vio la cara y volvió a reírse.
Vivenna apretó los dientes.
—Debería enviarlo de vuelta a Idris —dijo.
Denth se volvió a mirarla.
—¿Qué pasa?
—Parlin. Envié de regreso a mis demás escoltas. Tendría que haberlo enviado a él también. Aquí no cumple ninguna función.
—Es rápido adaptándose a las situaciones —dijo Denth—. Y fiable. Suficiente motivo para conservarlo.
—Es un necio. Tiene problemas para comprender la mitad de las cosas que pasan.
—No tiene la inteligencia de un sabio, cierto, pero parece saber de manera instintiva cómo encajar con el entorno. Además, no todos podemos ser genios como tú.
Ella lo miró.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que no deberías dejar que tu cabello cambie de color en público, princesa.
Vivenna se sobresaltó: su pelo había cambiado de un tranquilo y calmado negro al rojo de la frustración. «¡Señor de los Colores! Antes era muy buena controlándolo. ¿Qué me está pasando?»
—No te preocupes —añadió Denth—. Joyas no tiene ningún interés en tu amigo. Te lo prometo.
Ella hizo una mueca.
—¿Por qué debería importarme Parlin?
—Oh, no sé. ¿Tal vez porque él y tú habéis estado prácticamente prometidos desde que erais niños?
—Eso es falso. ¡Me prometieron al rey-dios antes de nacer!
—Pero tu padre siempre deseó que pudieras casarte con el hijo de su mejor amigo —contestó Denth—. Al menos, eso dice Parlin. —La miró con una sonrisa picara.
—Ese muchacho habla demasiado.
—Lo cierto es que es bastante callado. Hay que insistir para sonsacarle dos frases seguidas. Sea como sea, Joyas tiene otra relación. Así que deja de preocuparte.
—No estoy preocupada. Y no me interesa Parlin.
—Por supuesto que no.
Vivenna abrió la boca para replicar, pero advirtió que Tonk Fah se acercaba y no quería que se uniera también a la discusión. Cerró la boca cuando el grueso mercenario llegó.
—Calambre —dijo.
—¿Qué?
—Rima con sangre. Ahora puedes ser poético. Calambre de sangre. Es una bonita imagen. Mucho mejor que palangre.
—Ah, ya veo —dijo Denth—. Tonk Fah.
—¿Sí?
—Eres un idiota.
—Gracias.
Vivenna echó a caminar entre las estatuas, estudiándolas, aunque sólo fuera como alternativa a tener que ver a Parlin y Joyas. Tonk Fah y Denth la siguieron a una distancia prudencial, ojo avizor. Había belleza en las estatuas. No eran como las otras que había en T'Telir, con sus pinturas chillonas, sus edificios coloridos y sus ropajes exagerados. Los D'Denir eran sólidos bloques que habían envejecido con dignidad. Los hallandrenses, naturalmente, hacían todo lo posible para afearlas con los pañuelos, sombreros y otras piezas de colores que ataban a los memoriales de piedra. Por fortuna, en ese jardín había demasiadas para decorarlas todas.
Se alzaban, como guardianes, de algún modo más sólidas que gran parte de la ciudad. La mayoría contemplaban el cielo o miraban al frente. Cada una era diferente, cada pose distinta, cada rostro único. Debían haber tardado décadas en crearlas todas, pensó. Tal vez por eso los hallandrenses eran tan aficionados al arte.
Era un lugar repleto de contradicciones. Guerreros para representar la paz. Idrianos que se protegían y se explotaban unos a otros al mismo tiempo. Mercenarios que parecían contarse entre los mejores hombres que Vivenna había conocido. Colores brillantes que creaban una especie de uniformidad.
Y, por encima de todo, el aliento biocromático. Era explotador y, sin embargo, las personas como Joyas consideraban que renunciar a su aliento era un privilegio. Contradicciones. La cuestión era: ¿podría ella misma, Vivenna, convertirse en otra contradicción? ¿Una persona que cedía sus creencias para que fueran conservadas?
Los alientos eran maravillosos. Era algo más que sólo la belleza o la habilidad de oír cambios en el sonido y sentir intrínsecamente los distintos tonos de color. Era aún más que la habilidad de sentir la vida a su alrededor. Más que los sonidos del viento y la gente hablando, o su capacidad para sentir su camino a través de un grupo de personas y moverse fácilmente con los movimientos de una multitud. Era una conexión. Sentía cercano el mundo a su alrededor. Incluso las cosas inanimadas como la ropa o las ramas caídas parecían cercanas. Estaban muertas, pero parecían ansiar de nuevo vida.
Ella podría dársela. Recordaban la vida y ella podía despertar esos recuerdos. Pero ¿de qué serviría salvar a su pueblo si se perdía a sí misma?
«Denth no parece perdido —pensó—. Los otros mercenarios y él pueden separar lo que creen de lo que se ven obligados a hacer.»
En su opinión, por eso pensaba que la gente tenía en baja estima a los mercenarios. Si separabas la creencia de la acción, entonces estabas en terreno peligroso.
«No —decidió—. Nada de despertar para mí.»
El aliento permanecería intacto, sin decantar. Si la tentaba demasiado, lo daría todo a alguien que no tuviera ninguno.
Y se convertiría en una apagada.
«Háblame de las montañas», escribió Susebron.
Siri sonrió.
—¿Las montañas?
«Por favor», insistió, él, sentado en su sillón junto a la cama. Ella yacía de costado, su enrevesado vestido era demasiado caluroso para esa noche, así que estaba sentada en ropa interior y una sábana por encima, apoyada sobre un codo para leer lo que él escribía. El fuego chisporroteaba.
—No sé qué decirte. O sea, las montañas no son sorprendentes como las maravillas que tenéis en T'Telir. Tenéis tantos colores, tanta variedad…
«Creo que las rocas que brotan del suelo y se alzan cientos de metros de altura cuentan como maravilla.»
—Supongo. Era lo que más me gustaba en Idris… Sin embargo, para alguien como tú, probablemente serían aburridas.
«¿Más aburridas que estar sentado en el mismo palacio todos los días, sin poder salir, sin poder hablar, dejando que me vistan y mimen?»
—De acuerdo, tú ganas.
«Háblame de ellas, por favor». Su letra se estaba volviendo muy buena. Además, cuanto más escribía, más parecía comprender. Ella deseaba poder encontrarle libros que leyera; sospechaba que los absorbería rápidamente, y se volvería tan instruido como cualquiera de los eruditos que habían intentado ser sus maestros allá en Idris.
Sin embargo, él sólo contaba con Siri. Parecía apreciar lo que le daba, pero eso era probablemente sólo porque no sabía lo ignorante que ella era.
«Sospecho que mis tutores se partirían de risa si supieran cuánto lamento haberlos ignorado», pensó la reina.
—Las montañas son enormes —dijo—. En realidad no se pueden comprender desde aquí, desde los llanos. Es viéndolas como sabes lo insignificante que es de verdad la gente. Quiero decir, no importa cuánto trabajemos y construyamos, nunca podremos levantar nada tan alto como una montaña… Son rocas, como dijiste, pero no carecen de vida. Son verdes, tan verdes como vuestras junglas. Pero es un verde distinto. He oído a algunos mercaderes viajeros quejarse de que las montañas te cortan la visión, pero creo que puedes ver más. Te permiten ver la superficie de la tierra a medida que se extiende hacia arriba, hacia los dominios de Austre en el cielo.