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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (45 page)

«Hay algo diferente en él —pensó Sondeluz—. Retornó cuando era un niño y actuó como tal durante muy poco tiempo. Ahora es un adulto en algunos aspectos, pero en otros sigue siendo un niño.»

La transformación había hecho madurar a Esperanzador. También era más alto y físicamente más impresionante que los chicos corrientes de su edad, aunque no tuviera los rasgos cincelados y majestuosos de un dios plenamente adulto.

«Sin embargo —pensó Sondeluz mientras comía un trozo de piña—, dioses distintos tienen estilos corporales distintos. Encendedora está inhumanamente bien dotada, sobre todo para lo delgada que es. Sin embargo, Mercestrella es rellenita y curvilínea. Otras, como Madretodos, parecen físicamente viejas.»

Sondeluz sabía que no merecía su poderoso físico. Entonces comprendió que una persona normal tenía que trabajar duro para conseguir un cuerpo tan musculoso. Estar todo el día holgazaneando, comiendo y bebiendo, tendría que haberle vuelto gordo y fofo.

«Pero ha habido dioses que estaban gordos —pensó, recordando algunas de las imágenes que había visto de retornados anteriores a él—. Hubo una época en la historia de nuestra cultura en que eso se consideraba el ideal…» ¿Tenían algo que ver los aspectos de los retornados con la manera en que la sociedad los veía? ¿Tal vez su opinión de la belleza ideal? Eso sin duda explicaría a Encendedora.

Algunas cosas sobrevivían a la transformación. El lenguaje, las habilidades. Y, ahora que lo pensaba, la competencia social. Considerando que los dioses se pasaban la vida encerrados en lo alto de una planicie, probablemente deberían haber estado menos adaptados de lo que estaban. Como mínimo, deberían haber sido ignorantes e ingenuos. Sin embargo, la mayoría eran consumados maquinadores, sofisticados y con una capacidad sorprendente para comprender el mundo exterior.

La memoria no sobrevivía. ¿Por qué? ¿Por qué podía Sondeluz hacer juegos malabares y comprender el significado de la palabra «bauprés», y al mismo tiempo ser incapaz de recordar quiénes habían sido sus padres? ¿Y a quién pertenecía el rostro que veía en sus sueños? ¿Por qué últimamente se veían sacudidos por tormentas y tempestades? ¿Qué era la pantera roja que había vuelto a aparecer una vez más en sus pesadillas la noche anterior?

—Encendedora —dijo Esperanzador, alzando una mano—. Basta. Antes de que continuemos, debo recalcar que tus burdos intentos de seducirme no conseguirán nada.

Ella apartó la mirada con gesto avergonzado.

Sondeluz aparcó sus reflexiones.

—Mi querido Esperanzador —dijo—. No estaba intentando seducirte. Tienes que comprenderlo: el aura de encanto de Encendedora es simplemente parte de su personalidad, parte de lo que la hace tan atractiva.

—Da igual. No caeré ante él ni ante sus paranoicos miedos y argumentos.

—Mis contactos no creen que estas cosas sean simple paranoia —arguyó ella mientras los criados retiraban los platos de fruta. Un pequeño filete de pescado frío llegó a continuación.

—¿Contactos? —preguntó Esperanzador—. ¿Y quiénes son esos «contactos» que no paras de mencionar?

—Gente dentro del palacio del rey-dios.

—Todos tenemos gente dentro del palacio —replicó Esperanzador.

—Yo no —dijo Sondeluz—. ¿Puedo tener uno de los vuestros?

Encendedora hizo un gesto de fastidio.

—Mi contacto es bastante importante. Oye cosas, sabe cosas. La guerra es inminente.

—No te creo —dijo Esperanzador, picoteando su comida—, pero eso en realidad no importa, ¿no? No has venido aquí para que te crea. Sólo quieres mi ejército.

—Tus códigos —corrigió Encendedora—. Las frases de seguridad de los sinvida. ¿Qué nos costará conseguirlas?

El dios picoteó un poco más su plato.

—¿Sabes por qué encuentro tan aburrida mi existencia?

Ella negó con la cabeza.

—Sinceramente, sigo pensando que lo tuyo es un farol.

—No lo es —respondió él—. Once años. Once años de paz. Once años creciendo para rechazar sinceramente este sistema de gobierno que tenemos. Todos asistimos a la corte de juicios de la Asamblea. Escuchamos los argumentos. Pero a la mayoría de nosotros no nos importa. En cualquier votación, sólo aquellos con influencia en el campo a tratar tienen algo que decir. Durante los períodos de guerra, los que disponemos de órdenes sinvida somos importantes. El resto del tiempo, nuestra opinión apenas importa… ¿Quieres mis sinvida? ¡Pues quédatelos! No he tenido oportunidad de utilizarlos en once años, y aventuro que pasarán otros once sin incidentes. Te daré esas órdenes, Encendedora… pero sólo a cambio de tu voto. Perteneces al Consejo de Males Sociales. Tienes una votación importante prácticamente cada semana. A cambio de mis frases de seguridad, debes prometer votar en asuntos sociales lo que yo diga, a partir de ahora hasta que uno de nosotros muera.

Hubo un silencio.

—Ah, así que ahora te lo piensas —dijo Esperanzador, sonriendo—. He oído que te quejas de tus deberes en la corte, que encuentras triviales las votaciones. Bueno, no es fácil desprenderse de la potestad del voto, ¿eh? Es toda la influencia que tienes. No es llamativo pero sí potente. Es…

—Hecho —dijo ella bruscamente.

Esperanzador la miró.

—Mi voto es tuyo —confirmó Encendedora, mirándolo a los ojos—. Los términos son aceptables. Lo juro delante de tus sacerdotes y los míos, e incluso delante de otro dios.

«Por los Colores —pensó Sondeluz—. Sí que va en serio.» Una parte de él había supuesto, todo el tiempo, que su postura hacia la guerra era un juego más. Sin embargo, la mujer que miraba fijamente a Esperanzador no estaba jugando. Creía en serio que Hallandren corría peligro, y pretendía asegurarse de que los ejércitos estuvieran unidos y preparados. Se preocupaba.

Y eso lo preocupaba a él. ¿En qué se había metido? ¿Y si había de verdad una guerra? Mientras contemplaba la interacción de los dos dioses, se estremeció por lo fácil y rápidamente que trataban el destino del pueblo de Hallandren. Para Esperanzador, su control de una cuarta parte de los ejércitos de Hallandren tendría que haber sido una obligación sagrada. Estaba dispuesto a renunciar a ello simplemente porque se había aburrido.

«¿Quién soy yo para criticar la falta de piedad de nadie? —pensó Sondeluz—. Yo, que ni siquiera creo en mi propia divinidad.»

Sin embargo, en ese momento, mientras Esperanzador se preparaba para entregarle a Encendedora sus órdenes, a Sondeluz le pareció ver algo, como un fragmento recordado de memoria. Un sueño que tal vez nunca hubiera soñado.

Una habitación brillante, resplandeciente, reflejando la luz. Una habitación de acero.

Una prisión.

—Sirvientes y sacerdotes, retiraos —ordenó Esperanzador.

Ellos se marcharon y dejaron a los tres dioses a solas con sus aperitivos a medio comer, la seda del pabellón agitándose levemente con la brisa.

—La frase de seguridad —dijo el anfitrión mirando a Encendedora— es «una vela para ver».

Era el título de un famoso poema: incluso Sondeluz lo conocía. La diosa sonrió. Pronunciar esas palabras a cualquiera de los diez mil sinvidas de Esperanzador en los barracones le permitiría anular sus órdenes actuales y asumir el control sobre ellos. Sondeluz sospechaba que antes de que terminara el día Encendedora iría a los barracones (que se hallaban en la base de la corte, y se consideraban parte de ella) y comenzaría a suministrar a los soldados de Esperanzador una nueva frase de seguridad que sólo conocería ella y tal vez sus sacerdotes de mayor confianza.

—Y ahora, me retiro —dijo Esperanzador, poniéndose en pie—. Hay una votación esta tarde en la corte. Asistirás, Encendedora, y votarás a favor de los argumentos reformistas.

Y tras esas palabras, se marchó.

—Me huelo que acaban de manipularnos —dijo Sondeluz.

—Sólo nos manipulan, querido, si no hay guerra. Si la hay, entonces tal vez se nos haya encomendado salvar a toda la corte… quizás al reino mismo.

—Qué altruista por nuestra parte.

—Somos así —dijo Encendedora mientras los criados regresaban—. Tan desprendidos en ocasiones que resulta doloroso. Sea como sea, eso significa que tenemos el control de los sinvida de dos dioses.

—¿Los míos y los de Esperanzador?

—Los de Esperanzador y los de Mercestrella. Ella me confió los suyos ayer, mientras me hablaba de lo reconfortante que era que te hubieras tomado un interés personal en el incidente de su palacio. Lo hiciste muy bien, por cierto.

Sondeluz sonrió.

—No, no creo que eso la animara a entregarte sus órdenes. Yo sólo manifesté curiosidad.

—¿Curiosidad por un criado asesinado?

—La verdad es que sí. La muerte de un criado me resulta bastante desconcertante, sobre todo tan cerca de nuestros palacios.

Ella alzó una ceja.

—¿Te mentiría yo? —preguntó él.

—Sólo cada vez que dices que no quieres acostarte conmigo. Mentiras, mentiras descaradas.

—¿Otra vez insinuándote, querida?

—Por supuesto que no. Eso ha sido bastante descarado. De todas formas, sé que mientes respecto a esa investigación. ¿Cuál era tu verdadero propósito?

Sondeluz suspiró, sacudiendo la cabeza, y llamó a un criado para que trajera la fruta.

—No lo sé, Encendedora. Sinceramente, estoy empezando a preguntarme si no fui una especie de agente de la ley en mi vida anterior.

Ella frunció el ceño.

—Ya sabes, como guardia de la ciudad. Me desenvolví muy bien en el interrogatorio de los criados. Al menos, en mi humilde opinión.

—Que por lo demás es bastante altruista.

—Bastante —reconoció él—. Creo que esto podría explicar cómo acabé muriendo de una manera «audaz», lo que me dio mi nombre.

Encendedora hizo un gesto de desdén.

—Siempre supuse que te habían encontrado en la cama de una jovencita y que su padre te mató. Eso me parece más audaz que morir apuñalado intentando capturar a un ladronzuelo.

—Tu burla resbala en mi altruista humildad.

—Ah, claro.

—En todo caso —dijo Sondeluz, comiendo otro trozo de piña—, fui comisario o investigador o algo por el estilo. Apuesto a que si alguna vez empuño una espada, demostraría ser uno de los mejores duelistas que ha visto la ciudad.

Ella lo observó.

—Lo dices en serio.

—Serio de muerte. Serio como una ardilla muerta.

Ella vaciló, aturdida.

—Un chiste personal —suspiró él—. Pero sí, lo creo. Aunque hay una cosa que no logro entender.

—¿Cuál?

—Cómo encaja con todo esto lo del malabarismo con limones.

Capítulo 31

—He de preguntarlo una vez más —dijo Denth—. ¿Tenemos que pasar por todo esto?

Caminaba con Vivenna, Tonk Fah, Joyas y Clod. Parlin se había quedado atrás, a sugerencia suya. Le preocupaba el riesgo de la reunión, y no quería tener que controlar a nadie más.

—Sí, tenemos que pasar por ello —respondió Vivenna—. Son mi gente, Denth.

—¿Y? Princesa, los mercenarios son mi gente, y no me ves pasar mucho tiempo con ellos. Son un grupo apestoso y molesto.

—Y además rudos —añadió Tonk Fah.

Vivenna suspiró.

—Denth, soy su princesa. Además, tú mismo dijiste que eran influyentes.

—Sus líderes lo son. Y les encantaría reunirse contigo en territorio neutral. Venir a los suburbios no es necesario: la gente corriente no es tan importante.

Ella lo miró.

—Ésa es la diferencia entre los idrianos y los hallandrenses. Nosotros le prestamos atención a nuestra gente.

Tras ellos, Joyas bufó con desprecio.

—Yo no soy hallandrense —zanjó Denth.

Vivenna tuvo que admitir que, a medida que se aproximaban a los suburbios, sentía más aprensión.

Ese suburbio parecía distinto de los demás. Más oscuro, de algún modo. Algo más que establecimientos desvencijados y calles sin reparar. En las esquinas había grupitos de hombres que la observaban con ojos recelosos. De vez en cuando atisbaba un edificio con mujeres ligeras de ropa, incluso para Hallandren, esperando en los portales. Algunas incluso les silbaron a Denth y Tonk Fah.

Era un lugar extraño. En el resto de T'Telir, Vivenna sentía que no encajaba. Ahora se sentía rechazada, sospechosa, incluso odiada.

Se controló. En algún lugar de ese barrio había un grupo de idrianos cansados, sobrecargados de trabajo, asustados. La amenazante atmósfera la hizo sentir aún más lástima por su pueblo. No sabía si serían muy valiosos a la hora de intentar sabotear los esfuerzos bélicos de Hallandren, pero sí estaba segura de una cosa: ella quería ayudarlos. Si su pueblo había escapado de la monarquía, entonces su deber era intentar volver a recogerlos.

—¿A qué se debe esa expresión en tu rostro? —preguntó Denth.

—Me preocupo por mi gente —respondió ella, temblando mientras pasaban ante un grupo de hampones callejeros vestidos de negro con bandas rojas en el brazo, las caras manchadas y sucias—. Pasé por este suburbio cuando Parlin y yo buscábamos casa. No quise acercarme, aunque me habían dicho que los alquileres eran baratos. No puedo creer que mi pueblo esté tan oprimido que tengan que vivir aquí, rodeados de todo esto.

Denth frunció el ceño.

—¿Rodeados?

Ella asintió.

—Vivir entre prostitutas y bandidos, tener que pasar por aquí todos los días…

Él se echó a reír, sobresaltándola.

—Princesa, tu pueblo no vive entre prostitutas y bandidos. Tu pueblo son las prostitutas y los bandidos.

Vivenna se detuvo en seco.

—¿Qué dices?

Denth la miró.

—Éste es el barrio idriano de la ciudad. Este suburbio se conoce como «Tierras Altas», por el amor de los Colores.

—Imposible —replicó ella.

—Y tan posible. Lo he visto en otras ciudades. Los inmigrantes se agrupan y crean pequeños enclaves que son convenientemente ignorados por el resto de la ciudad. Cuando se reparan las calles, lo hacen primero en otros sitios. Cuando se envían guardias de patrulla, evitan esta clase de barrios.

—Y así, el suburbio se convierte en un mundo independiente, en un gueto —dijo Tonk Fah, que caminaba tras ella.

—Todos los que ves aquí son idrianos —aclaró Denth, indicándole que continuara andando—. Los tuyos tienen mala reputación en el resto de la ciudad, y ganada a pulso.

Vivenna sintió un frío aturdidor. «No —pensó—. No, no es posible.»

Desgraciadamente, pronto empezó a ver signos. Símbolos de Austre colocados, de manera poco llamativa y no casual, en los alféizares de las ventanas y en los portales. Gente vestida de gris y blanco. Recuerdos de las Tierras Altas en forma de gorras de pastor o capas de lana. Sin embargo, si esa gente era de Idris, entonces estaba completamente corrompida. Los colores marcaban sus ropajes, por no mencionar el aire de peligro y hostilidad que exudaban. ¿Y cómo podía ninguna idriana pensar siquiera en convertirse en prostituta?

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