Sondeluz la miró, sonriendo.
«Sí que son altos», pensó ella, doblando un poco el cuello. Un palmo de altura más creaba toda una diferencia. Junto a un hombre como Sondeluz, sin ser realmente alta ella tampoco, se sentía empequeñecida. «Tal vez me dirá lo que estoy buscando —pensó—. ¡El gran secreto!»
—Estás jugando a un juego peligroso, reina mía —dijo Sondeluz, apoyándose contra la balaustrada de piedra. Estaba construida para las proporciones de los Retornados, así que era demasiado alta para que ella se apoyara con comodidad.
—¿Juego?
—La política —dijo él, mirando a los atletas.
—No quiero jugar a la política.
—Si no lo haces, me temo que jugarán contigo. Yo siempre pico, no importa lo que haga. Quejarse no lo impide… aunque molesta a la gente, cosa que es satisfactoria en sí misma.
Siri frunció el ceño.
—¿Me has traído aparte para hacerme una advertencia?
—¡Colores, no! —rió Sondeluz—. Si no has comprendido ya que esto es peligroso, es que eres demasiado obtusa para apreciar una advertencia. Sólo quería darte un par de consejos. El primero es sobre tu personaje.
—¿Mi personaje?
—Sí. Tienes que trabajarlo. Elegir el personaje de una recién llegada inocente fue un buen instinto. Te viene bien. Pero tienes que refinarlo. Trabajar en ello.
—No es un personaje —repuso ella—. Estoy confundida y soy nueva en todo esto.
Sondeluz alzó un dedo.
—Ése es el truco de la política, niña. A veces, aunque no puedes disimular quién eres y cómo te sientes realmente, puedes aprovecharte de ello. La gente recela de lo que no puede comprender y predecir. Mientras te sientas como un elemento impredecible en la corte, parecerás una amenaza. Si tienes la habilidad de mostrarte como alguien que ellos comprendan, entonces empezarás a encajar.
Siri frunció el ceño.
—Tómame como ejemplo —prosiguió él—. Soy un necio inútil. Siempre lo he sido, desde que tengo memoria… que en realidad no es tanto tiempo. Sé cómo me considera la gente. Y lo potencio. Juego con eso.
—¿Entonces es mentira?
—Por supuesto que no. Así es como soy. Sin embargo, me aseguro de que la gente nunca lo olvide. No se puede controlar todo. Pero si puedes controlar la consideración en que te tiene la gente, entonces podrás encontrar un lugar en este embrollo. Y cuando lo tengas, podrás empezar a influir en las facciones. Si quieres. Yo rara vez lo hago porque es una lata.
Siri ladeó la cabeza. Entonces sonrió.
—Eres un buen hombre, Sondeluz. Lo supe incluso cuando te burlabas de mí. No pretendes hacer ningún daño. ¿Es parte de tu personaje?
—Por supuesto —contestó sonriendo—. Pero no estoy seguro de qué es lo que convence a la gente para que confíe en mí. Lo eliminaría si pudiera. Sólo sirve para que la gente espere demasiado. Tú practica un poco lo que te he dicho. Lo mejor que tiene estar encerrado en esta hermosa prisión es que puedes hacer algo bueno, puedes cambiar las cosas. He visto a otros hacerlo. Gente que respetaba. Aunque no haya muchos de ésos en la corte últimamente.
—Muy bien. Lo haré.
—Estás buscando algo… Lo noto. Y tiene que ver con los sacerdotes. No hagas demasiado ruido hasta que estés lista para golpear. Súbita y sorprendente, así es como tienes que ser. No quieras aparecer demasiado indefensa: la gente siempre sospecha del inocente. El truco es quedarte en la media. Tan lista como cualquiera. Así, todos asumirán que pueden derrotarte con un poco de ventaja.
Siri asintió.
—Parece filosofía idriana.
—Vinisteis de nosotros. O, tal vez, nosotros venimos de vosotros. Sea como sea, somos más parecidos de lo que nos hacen parecer nuestros aspectos externos. ¿Qué es la filosofía idriana de extrema sencillez excepto un medio de contraste con Hallandren? ¿Todos esos blancos que usáis? Eso os hace destacar a escala nacional. Actuáis como nosotros, actuamos como vosotros, sólo hacemos lo mismo de formas opuestas.
Ella asintió lentamente.
Sondeluz sonrió.
—Oh, y una cosa más. Por favor, no dependas demasiado de mí. Lo digo en serio. No te seré de mucha ayuda. Si tus planes salen mal en el último momento y corres peligro o te inquietas… no pienses en mí. Te fallaré. Eso lo prometo desde el fondo de mi corazón con absoluta sinceridad.
—Eres un hombre muy extraño.
—Producto de mi sociedad. Y como la mayor parte del tiempo mi sociedad consiste sólo en mí mismo, la culpa es de dios. Buen día, reina mía.
Tras esas palabras, regresó a su palco e hizo un gesto a sus sirvientas, que habían estado mirando preocupadas, para que finalmente se reunieran con ella.
—La reunión está concertada, mi señora —dijo Thame—. Los hombres se muestran ansiosos. Tu trabajo en T'Telir está adquiriendo cada vez más notoriedad.
Vivenna no estaba segura de qué pensar al respecto. Bebió su zumo. El tibio líquido era adictivamente sabroso, aunque añoraba un poco de hielo idriano.
Thame la miró con ansiedad. El bajo idriano era, según las investigaciones de Denth, de fiar. Su historia de haberse visto «obligado» a una vida delictiva era un poco exagerada. Cumplía una función en la sociedad hallandrense: actuaba como enlace entre los obreros idrianos y los diversos elementos criminales. Al parecer, también era un patriota convencido, a pesar de que tendía a explotar a su propia gente, sobre todo a los recién llegados a la ciudad.
—¿Cuántos asistirán a la reunión? —preguntó Vivenna, contemplando el tráfico de la calle.
—Más de cien, mi señora. Leales a nuestro rey, lo prometo. Y hombres influyentes todos ellos… para ser idrianos en T'Telir, claro está.
Cosa que, según Denth, significaba que eran hombres que tenían poder en la ciudad porque podían proporcionar trabajadores idrianos baratos y manejar la opinión de las masas idrianas sin privilegios. Eran hombres que, como Thame, vivían a expensas de los expatriados idrianos. Una extraña dualidad. Estos hombres tenían su valor entre una minoría oprimida, pero sin dicha opresión carecerían de poder.
«Como Lemex —pensó ella—, que servía a mi padre, que incluso parecía respetarlo y amarlo, pero mientras tanto robaba todo el oro que podía.»
Se echó hacia atrás, vestida de blanco con una larga falda plisada que ondulaba con el viento. Dio un golpecito al borde de su copa, e inmediatamente un criado la rellenó de zumo. Thame sonrió, tomando zumo también, aunque parecía fuera de sitio en aquel caro restaurante.
—¿Cuántos crees que hay? Idrianos en la ciudad, quiero decir.
—Unos diez mil.
—¿Tantos?
—Hay problemas en las granjas. —Thame se encogió de hombros—. A veces es difícil vivir en esas montañas. Las cosechas fracasan y te quedas sin nada. El rey es dueño de tus tierras, así que no puedes venderlas. Y hay que pagar los préstamos…
—Sí, pero se puede hacer una petición en caso de desastre.
—Ah, mi señora, pero la mayoría de estos hombres viven a varias semanas de viaje del rey. ¿Deben dejar a sus familias para hacer una petición, cuando sus seres queridos pasarán hambre durante las semanas que tarde en llegar la comida de los almacenes del rey si tienen éxito? Prefieren venir a T'Telir y buscar trabajo aquí, cargando en los muelles o recolectando flores en las plantaciones de la jungla. Es un trabajo duro pero seguro.
«Y al hacerlo así, traicionan a su pueblo.»
Pero ¿quién era ella para juzgar? La Quinta Visión lo definiría como arrogancia. Sentada allí al fresco del patio de un restaurante, disfrutando de una agradable brisa y un caro zumo mientras otros hombres se esclavizaban para alimentar a sus familias. No tenía ningún derecho a despreciar sus motivaciones.
Los idrianos no deberían buscar trabajo en Hallandren. No le gustaba admitir ninguna culpa en su padre, pero su reino no era eficiente desde un punto de vista burocrático. Consistía en docenas de aldeas dispersas con pobres carreteras a menudo bloqueadas por las nieves o los desprendimientos de rocas. Además, se veía obligado a invertir cuantiosos recursos en el ejército, en previsión de un ataque de Hallandren. Tenía un trabajo difícil. ¿Era eso una buena excusa para la pobreza de su pueblo que se veía olvidado a huir de su patria? Cuanto más escuchaba y aprendía, más advertía que muchos idrianos nunca habían conocido la vida idílica que ella había vivido en su hermoso valle en las montañas.
—La reunión será dentro de tres días, mi señora —dijo Thame—. Algunos de estos hombres vacilan después de Vahr y su fracaso, pero te escucharán.
—Estaré allí.
—Gracias.
Thame se levantó, hizo una reverencia (a pesar de que ella le había pedido que no atrajera la atención sobre su persona) y se retiró.
Vivenna permaneció sentada, bebiendo su zumo. Percibió a Denth antes de que llegara.
—¿Sabes qué me interesa? —dijo él, ocupando el asiento que Thame había dejado libre.
—¿Qué?
—La gente —contestó, golpeando una copa vacía y llamando la atención del mozo—. Me interesa la gente. Sobre todo la gente que no actúa como se supone que debe actuar. La gente que me sorprende.
—Espero que no estés hablando de Thame —dijo Vivenna, alzando una ceja.
Él negó con la cabeza.
—Estoy hablando de ti, princesa. No hace mucho, no importaba qué o a quién miraras, tenías una expresión de tranquilo disgusto en los ojos. Lo has perdido. Estás empezando a encajar.
—Entonces eso es un problema, Denth. No quiero encajar. Odio Hallandren.
—Parece que ese zumo sí te gusta.
Vivenna lo apartó a un lado.
—Tienes razón. No debería beberlo.
—Si tú lo dices —replicó Denth, encogiéndose de hombros—. Ahora bien, si le preguntaras a un mercenario (cosa que, naturalmente, nadie hace nunca), podría responder que es bueno que empieces a actuar como si fueras hallandrense. Cuanto menos destaques, menos probable será que la gente te relacione con esa princesa idriana que se esconde en la ciudad. Mira a tu amigo Parlin.
—Parece un idiota con esos colores brillantes —dijo ella, mirando hacia la calle, donde Joyas y él charlaban mientras vigilaban.
—¿Sí? ¿O parece nativo de Hallandren? ¿Vacilarías si estuvieras en la jungla y lo vieras ponerse la piel de una bestia, o quizás envolverse en una capa del color de las hojas caídas?
Ella volvió a mirar. Parlin estaba apoyado en la pared de un edificio, igual que hacían los matones de la ciudad que había por todas partes.
—Los dos encajáis mejor que antes —dijo Denth—. Estáis aprendiendo.
Vivenna agachó la cabeza. Algunas cosas en su nueva vida empezaban a parecerle naturales, en efecto. Las incursiones, por ejemplo, se volvían cada vez más fáciles. También se estaba acostumbrando a moverse con las multitudes y a ser consciente de su clandestinidad. Dos meses antes se habría opuesto, indignada, a tratar con un hombre cómo Denth, simplemente por su profesión. Le parecía difícil reconciliarse con algunos de estos cambios. Cada vez le costaba más comprenderse a sí misma, y decidir qué creía.
—Aunque tal vez querrías empezar a usar pantalones —dijo Denth, mirando el vestido de Vivenna.
Ella frunció el ceño y alzó la cabeza.
—Es sólo una sugerencia —se excusó él, y bebió un poco de zumo—. No te gustan las faldas cortas hallandrenses, pero las únicas ropas decentes que podemos comprarte son de procedencia extranjera, y son caras. Eso significa que tenemos que acudir a restaurantes caros, para no destacar. Y que tienes que mostrar toda esta terrible ostentación. Los pantalones, sin embargo, son discretos y baratos.
—No son discretos.
—Al menos no enseñan las rodillas.
—No importa.
Denth se encogió de hombros.
—Sólo daba mi opinión.
Vivenna apartó la mirada y suspiró.
—Agradezco el consejo, Denth. De verdad. Sólo estoy… confusa por muchas cosas de mi vida últimamente.
—El mundo es un lugar confuso. Eso es lo que lo hace divertido.
—Los hombres que nos ayudan dirigen a los idrianos de la ciudad, pero al mismo tiempo los explotan. Lemex le robaba a mi padre pero seguía trabajando por los intereses de mi país. Y aquí estoy yo, llevando un vestido de precio inasequible y bebiendo zumo caro mientras mi hermana sufre los abusos de un horrible dictador y esta ciudad hermosa y horrible se prepara para una guerra contra mi patria.
Denth se reclinó en su silla y contempló las multitudes que transitaban con sus colores hermosos y a la vez terribles.
—Las motivaciones de los hombres nunca tienen sentido. Y, sin embargo, lo tienen siempre.
—Ahora mismo, el que no tiene sentido eres tú.
Denth sonrió.
—Lo que intento decir es que no se comprende a un hombre hasta que se entiende qué le lleva a hacer lo que hace. Cada hombre es el héroe de su propia historia, princesa. Los asesinos no creen tener la culpa de lo que hacen. Los ladrones piensan que se merecen el dinero que roban. Los dictadores creen tener el derecho, por el bien de su pueblo y su nación, de hacer todo lo que se les antoje.
Guardó silencio y sacudió la cabeza.
—Creo que incluso Vasher se ve a sí mismo como un héroe. La verdad es que la mayoría de la gente que hace lo que llamaríamos «el mal», lo hace por lo que considera «buenas» razones. Sólo los mercenarios tienen sentido. Nosotros hacemos aquello para lo que nos pagan. Ya está. Tal vez por eso la gente nos desprecia. Somos los únicos que no fingimos tener motivos superiores.
Hizo una pausa y la miró a los ojos.
—En cierto modo, somos los hombres más honrados que conocerás jamás.
Los dos guardaron silencio, mientras una riada de colores destellantes pasaba por la calle. Alguien se acercó a la mesa.
—Así es —dijo Tonk Fah—, pero has olvidado mencionar que, además de honrados, también somos listos. Y guapos.
—Eso no hace falta decirlo.
Vivenna se volvió. Tonk Fah había estado vigilando discretamente, dispuesto a intervenir si era necesario. Le estaban dejando tomar la iniciativa en algunos encuentros.
—Honrados, tal vez —dijo Vivenna—, pero desde luego espero que no seáis los hombres más guapos que vaya a conocer. Bien, ¿nos vamos?
—Primero acábate ese zumo tan caro —ironizó Denth.
Vivenna miró la copa. El zumo estaba muy bueno. Sintiéndose culpable, la apuró. Sería un pecado malgastarlo, pensó. Se levantó y salió del restaurante, mientras Denth, que ahora manejaba casi todo el dinero, pagaba la cuenta. En la calle, se les unió Clod, que tenía órdenes de acudir si ella gritaba pidiendo ayuda.