Intenté relajarme y volver a conciliar el sueño, pero me sentía mal, como si rezase dentro del alma de Ravenna, mucho peor que leer el diario privado de alguien. Pero no podía dormir y tampoco dejar de oírla. Ravenna era demasiado fuerte, demasiado resistente, y a la vez lamentaba que todo con lo que soñaba hubiera sido real, que esas cosas le hubiesen pasado en realidad.
Sólo pasado un buen rato, cuando conseguí por fin volver a dormir un poco, pareció que ella le hablaba nuevamente a mi hermano, sólo que sin el profundo pánico que recordaba en su voz.
Dormir no era mucho mejor, pues mi sueño estaba poblado por las horribles imágenes de fantasmales jaguares hasta que se quebraban como si hubiese estado presenciando las escenas a través de un cristal y alguien lo hiciera añicos dejando que entraran rayos de tiniebla.
Era descanso, y mi cuerpo lo necesitaba, pero cuando me levanté a la mañana siguiente no me sentí mejor y seguí teniendo dolores de la cabeza a los pies. Agité a Ravenna para despertarla cuando vi que había luz en el exterior. Salimos de la cueva y bajamos por el acantilado en dirección al riachuelo para seguir la ruta de la noche anterior. Ravenna estaba pálida y ojerosa, pero no dije nada. Con excepción de un fugaz comentario en la cabaña, desde nuestro reencuentro ninguno de los dos había hablado de otra cosa más que de nuestros cazadores. Era como si fuésemos dos fugitivos unidos por el destino, compañeros de ocasión cuyo único elemento común era el enemigo que seguía nuestros pasos. No hablábamos mientras andábamos.
No tenía ningún deseo de volver a toparme con los perseguidores de Tehama, pero a medida que el día pasaba sin que hubiese ningún cambio empecé a preocuparme, preguntándome por qué si se trataba de gente tan temeraria y tan experta no habíamos visto todavía ninguna señal de ellos. No me atrevía a engañarme pensando que los hubiésemos vencido, que hubiésemos conseguido escapar. Eso era aventurar demasiado.
En algún momento de aquella jornada, cerca del crepúsculo, dimos de modo completamente inesperado con el camino.
Pastaba en general en las mismas condiciones que recordaba, pavimentado con enormes bloques de piedra irregulares, lo bastante ancho para permitir el paso simultáneo de dos carros. No había nada en el camino digno de notar, salvo que era el más largo del Archipiélago.
Para nosotros, sin embargo, era como ver una fuente en medio del desierto y nos abalanzamos hacia los matorrales que había a su lado con incredulidad. De algún modo habíamos logrado llegar allí, evitando perdernos entre el bosque cubierto de nubes, y habíamos andado durante horas en la dirección correcta.
No teníamos la menor idea de en qué punto del camino nos encontrábamos. Ignorábamos incluso hacia dónde había que avanzar para llegar a Kalessos y hacia dónde para Tandaris. Viendo que uno de los lados del cielo estaba mucho más oscuro que el otro, creímos adivinar dónde estaba el este.
―¿Seguimos por el camino? ―le pregunté a Ravenna, y obtuve la respuesta que suponía.
―No, sería exponernos demasiado.
―Pero no habrá nadie recorriéndolo con este tiempo... ¿Qué problema habría en seguirlo durante unos cuantos kilómetros?
―No ―dijo ella con firmeza.
―¿Podemos al menos seguirlo de lejos, a un lado, para asegurarnos de que vamos en la dirección correcta?
―¿Cuál es la dirección correcta? ―inquirió Ravenna―. ¿Dónde se encuentra ese lugar mítico hacia el que deberíamos dirigirnos?
―La costa sur ―indiqué con cierta desesperación―. Cualquier lugar donde pueda haber un buque, alguna vía para escapar. No has propuesto nada, así que ésa es la dirección que hemos ido siguiendo.
―Salvo por Kalessos y Carcaizon, apenas hay unas cuantas poblaciones pesqueras y sólo las ciudades tienen mantas.
―¡Entonces dime hacia dónde ir y te seguiré! No podemos ir al norte ni al este, porque volveríamos al desierto. Siguiendo esta ruta, por lo menos podemos ocultarnos en parte.
Ravenna no ofreció alternativas, de modo que cruzamos el camino y seguimos avanzando del otro lado del bosque. Por unos momentos, en el espacio abierto del camino, nos vimos sometidos a la fuerza bruta de la lluvia y agradecí que Ravenna no se hubiese decidido a cogerlo. Pero me sentía demasiado fatigado y volvía a tener hambre. Tenía las piernas temblorosas y pensé que no me llevarían mucho más tiempo.
Del otro lado del camino había un arroyo bastante rápido que nos llegaba a la altura de las rodillas. Era una experiencia maravillosamente refrescante cruzar el agua corriente tras tanto tiempo bajo la lluvia, de modo que me olvidé de todo por un instante. Ya estaba antes tan empapado que apenas hubo diferencia, pero luego me sentí mucho más limpio, pese a que no fuera verdad del todo.
Ravenna me imitó y luego avanzamos en paralelo al bosque que acompañaba al arroyo, unos diez metros por encima de las colinas del valle. Tras unos minutos me detuve, cuando Ravenna, que llevaba la delantera, se paró de forma abrupta.
―¿Qué pasa? ―le pregunté, cansino.
―Fíjate ―dijo ella señalando el terreno bajo sus pies―. Ah, tienes puestas las sandalias; no lo puedes sentir. Es piedra, como si fuera parte del camino.
Di un par de pasos hacia adelante y me incliné para tocarla, confirmando lo que Ravenna había notado.
―¿Es importante?
Ella estaba ya revisando la zona circundante, hundiendo los pies desnudos en el barro para ver si encontraba más piedra.
―Sigue ―anunció señalando a la izquierda―. Hacia allí arriba.
―Pero no es la dirección correcta.
―Se aleja del camino, debe conducir a la costa. Es hacia la costa adonde tú quieres ir, ¿verdad?
―Pero habías dicho...
―Olvida lo que he dicho. Es evidente que el Dominio ha olvidado este camino, no se utiliza. ¿Quién sabe adonde va? Quizá conecte con el antiguo camino de la costa o algo así. No esperarán que vayamos en esta dirección, pensarán que seguimos el camino principal.
―Acabamos de encontrar un punto de referencia y ya quieres que nos alejemos de él.
―Cathan, si prevén seguir lo que pensamos, les será mucho más sencillo capturarnos a lo largo del camino que si estamos a varios kilómetros de él, en plena jungla.
Estaba demasiado débil como para resistirme, así que tras un fugaz descanso reemprendimos la marcha. No me alegraba dejar atrás la ruta segura del camino principal, que tarde o temprano nos hubiese conducido a Kalessos, y por primera vez en esa aventura ella no me había hecho caso.
El camino abandonado se extendía en línea recta cruzando el siguiente valle y seguía a través de un desfiladero en la cresta inferior. Cuando llegamos a ese punto ya había oscurecido y avanzábamos con mucha mayor lentitud que la habitual, para asegurarnos de no perder su rastro.
No divisamos el fuerte hasta que lo tuvimos prácticamente encima.
Las inmensas piedras del muro sobresalían de la jungla a nuestra derecha, separadas del camino por una masa de vegetación que probablemente ocultase el foso y algunas otras sorpresas menos agradables.
Durante unos segundos ambos nos quedamos paralizados, absortos ante la repentina aparición de semejante muralla en medio de un bosque en apariencia vacío, y elevé la mirada a la cima del muro para comprobar si estaba o no vacío. No había señal de vida y, cuando el siguiente relámpago iluminó la escena, tuve tiempo de advertir que había una pequeña parte más adelante donde el muro estaba derrumbado, que la parte superior era irregular y que a la torre más cercana le faltaba un lado.
―No parece ocupado ―dijo Ravenna con cautela. Avanzamos unos pocos pasos más por el camino, casi a ciegas en los intervalos entre rayos.
―¡Un portal! ―exclamó ella poco después, casi al mismo tiempo que yo distinguía el foso sobre el otro lado del camino.
No parecía posible que hubiese nadie allí, no con el camino en tan terribles condiciones, pero no lo sabíamos con certeza. Sólo nos calmamos cuando alcanzamos el portal y encontramos un fantasmal espacio abierto en el que yacía destrozada la enorme puerta.
Con todo, no perdí la cautela, pues ignorábamos por qué motivo había un fuerte en medio de la selva y por qué lo habrían construido en la base de un valle. Salvo que... fuera el valle lo que las murallas protegían. De hecho, éstas se extendían en ambas direcciones, curvándose hacia arriba y enmarcando el valle en todo su contorno.
El camino conducía directamente a los portales, así que ése debía ser su destino y no la costa, como habíamos esperado. Ravenna dio unos pocos pasos hacia la oscuridad que comenzaba cruzando el portal, y tras unos instantes la seguí.
―¿Estás segura de que es una buena idea? ―indagué preguntándome si mi tono expresaba precaución o mera cobardía.
―No. Pero es probable que encontremos un sitio para descansar.
―A juzgar por el tamaño de esas piedras parece haber sido hecho por gente de Tehama. Nadie en el Archipiélago hubiese construido algo así.
―Es de Tehama, pero está vacío ―dijo ella con seguridad―. No mantienen ninguna guarnición fuera de la meseta, de manera que debe de ser una reliquia; tendrá unos doscientos años de antigüedad.
Ascendimos junto a un muro yermo, siguiendo el suelo de piedra, que doblaba hacia la izquierda y comunicaba con otro portal derrumbado. No me gustaba adentrarnos en una estructura desconocida perdida en medio de la jungla tras haber estado caminando todo el día y en un estado de absoluta fatiga. ¿Y quién sabía qué animales vivirían en su interior? Quizá pudiese emplear la magia contra cualquier cosa que nos atacase, pero eso les revelaría a nuestros cazadores dónde estábamos con tanta certeza como lo haría una fogata en medio del desierto.
Cuando el siguiente relámpago nos permitió ver algo, los muros se habían esfumado, reemplazados por más vegetación, elevados árboles selváticos y un edificio de piedra delante de nosotros.
Determinado a no demostrar mi nerviosismo, caminé codo con codo con Ravenna mientras avanzábamos hacia el edificio, que era bastante más grande que una casa. ¿Habría sido quizá algún tipo de centro administrativo? Pero ¿para qué? No había allí nada que administrar, no era un punto estratégico en ninguna ruta vital, y, en mitad de la jungla, resultaba arduo imaginar qué habría que guardar.
Era evidente que quien hubiese construido aquello creía conveniente protegerse de algo ya que eran escasas las ventanas al exterior y había otro patio interno frente al portal, sorprendentemente libre de árboles y vegetación.
Dos escaleras ascendían hacia ambos extremos de una columnata, mientras que ante nosotros una nueva puerta conducía a la planta baja. Subimos una escalera, con la esperanza de estar más seguros cuanto más alto nos encontrásemos.
La columnata estaba empapada por la lluvia, pero (lo que no dejaba de ser sorprendente) estaba también libre de malezas, con excepción de la hiedra que descendía por sus pilares. Me imaginé a la gente de pie en aquel mismo sitio, observando el patio que se extendía contra las murallas y su actividad.
La columnata estaba fría y húmeda, de modo que entramos en el edificio. La iluminación de los rayos era escasa allí, pero el primer salón que encontramos pareció estar lo bastante libre de escombros y vegetación para permitirnos dormir. El suelo era de piedra, algo extraño a aquella altura, pero nos daba la seguridad de que el suelo no se desplomaría con nuestro peso. De cualquier modo, ni Ravenna ni yo nos quejamos.
Me había parecido que los sueños de la noche anterior habían sido malos, pero las escenas que se reprodujeron en mi mente aquella noche fueron mucho más vividas y realistas, y muchísimo más desagradables.
Yo corría desesperado a través del bosque, oyendo a mis espaldas el quejido de los jaguares y el grito de los cazadores. El terreno se hundía progresivamente y yo intentaba con frenesí ganar altura mientras el sonido de los perseguidores se distinguía cada vez más cercano. Entonces oía un gruñido detrás de mí y un instante después sentía la horrenda sensación de unas fauces cerrándose sobre mi tobillo. Me tambaleaba y perdía el equilibrio, desplomándome en el suelo. Intentaba incorporarme, pero sólo conseguía que el jaguar estrechase más sus dientes. La sangre empezaba a cubrir mi cuerpo, y otra de aquellas criaturas aparecía frente a mi, hermosa y terrible, rodeándome como si fuese una presa herida. Lanzaba entonces un alarido...
...Y a continuación aparecían los cazadores, y los jaguares se hacían a un lado. Aunque alzaba la mirada, no podía determinar la identidad de mis perseguidores, como si fueran espejismos. Lo único que sabía era que alguna vez había confiado en ellos. Se colocaban entonces ante mí y gritaban, aunque no hicieron nada más hasta que otro hombre llegó momentos más tarde. Podía sentir cómo sus ojos me recorrían, y, tras un instante, me decía casi con tristeza:
―¡Qué desilusión! ¡Hubieras podido hacer tantas cosas!
La escena se volvía difusa y cambiaba de pronto, como sucede en los sueños, situándose ahora en un lugar muy frío, un salón de piedra donde yo estaba encadenado a una mesa también de piedra. Todo mi cuerpo tiritaba, pero por algún motivo no podía ver nada.
―Debes bajar más profundamente ―me decía la misma voz, y el terror se apoderaba de mí otra vez a medida que sentía dentro de mi mente la presencia de un intruso. Entonces la breve escena se repetía una y otra vez, empalmada con algunas más en las que yo estaba siempre impotente sobre la piedra sacrificial.
―En las cavernas... ―pronunciaba una segunda voz, y me golpeaba contra la cabeza una especie de talón, enviando agónicas punzadas a través de mi cráneo―. En las cavernas... bajo la costa.
―¿Qué costa? ―inquiría el primer hombre.
Más dolores, como la peor de las jaquecas.
―Perdido... bajo la costa donde están perdidos los buques, bajo el saliente rocoso. Muerte, infierno, algo semejante...
¡Perdición!
La agonía se desvanecía de forma súbita y podía oír la voz satisfecha de un hombre, que me resultaba familiar.
―En las cavernas bajo la costa de la Perdición. Ha sido muy amable de tu parte decírnoslo; has superado tu falta de utilidad. No te mataremos sin embargo. Tengo una idea mejor.
Entonces, sólo unos instantes antes de despertar, distinguí una imagen por completo diferente, muy clara y vivida.
Dos hombres y una mujer estaban de pie sobre la columnata a la que habíamos llegado, mirando hacia el patio. Yo los observaba desde atrás y, aunque no podía ver su cara, el joven situado a la derecha me resultaba conocido. Pero ¿quién era? No podía determinarlo.