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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (28 page)

BOOK: Cruzada
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Más y más alto, y entonces el horizonte se alejaría de forma progresiva y... ¿se curvaría en algún momento? ¿Se podría subir a una altura tan inimaginable que el horizonte se curvase, pudiendo verlo todo?

Todo, incluyendo las tormentas.

Por un momento no lo creí y alcé la mirada al cielo en busca de una confirmación, pero la luz había desaparecido. Desaparecido después de viajar cruzando el cielo, yendo de norte a sur, como la vez anterior, describiendo un círculo sobre nosotros, observando mucho más del mundo de lo que nos era posible.

Pero no todo el planeta, pues incluso si, fuese lo que fuese, podía ver el mundo como una bola, la mitad de ésta estaría siempre oculta. De modo que quizá sí existiese otra luz, y entre ambas podrían observar toda la superficie planetaria y las nubes que lo cubrían.

Y cuanto más lo meditaba, más lógico me parecía, en lugar de quedar colapsado bajo el peso de lo imposible. Debía de haber incluso algo que todavía no hubiese divisado, algo demasiado abstracto para mí. Ravenna. Era preciso que se lo dijera, ver si estaba de acuerdo, si de hecho había tropezado con una idea que hasta los últimos gobernantes del
Aeón
habían fallado en detectar.

Saber si yo era, de hecho, la primera persona en reconocer como tales los ojos del Cielo.

Comencé a nadar otra vez, luchando contra las rompientes hasta que vi el resplandor y oí la enfadada voz de Tekla. Entonces me sumergí para nadar el último trecho bajo el agua. Aunque sabía que una vez dentro de la raya marina volvería a estar en su poder, lo cierto es que aquella bahía no era un buen sitio para flotar a mi suerte. No me importó. Ya podría escabullirme de su control cuando se presentase la ocasión adecuada.

Tekla no dijo nada cuando atravesé la escotilla de la nave. Sólo ordenó que partiéramos al piloto, invisible tras las cortinas de su cabina. Apenas se nos indicó que nos sentásemos en nuestro compartimiento y permaneciésemos allí.

No me debería haber abstraído tanto con el problema de la estrella móvil, y tras intentar el cálculo mental de algunas cifras, lo que no era mi fuerte, sentí con mayor intensidad que nunca el momento en que la raya lanzó amarras.

Se produjo un ruido sordo cuando la nave se encajó en el hueco de la raya y percibí por las ventanillas dos brillantes luces en el exterior. Tekla nos hizo salir a ambos por la escotilla y bajar los escalones mientras la puerta se abría y veíamos aparecer dentro a dos sacerdotes.

CAPITULO XIII

Se detuvieron a pocos pasos, sorprendidos al vernos, pero ninguno de los dos se echó atrás la capucha de la túnica. Los miré fijamente por un instante, adaptándome al familiar entorno del compartimento de recepción de rayas de una manta, sintiendo el conocido ronroneo del motor traspasando la cubierta y arrullándome los pies.

―Después de todo, el mundo no es un sitio seguro, como ya habréis descubierto ―dijo con lentitud la figura de la derecha, quitándose la capucha con parsimonia. Era un sacerdote procedente de Equatoria, de barba gris y ojos hundidos como los de un halcón. Ukmadorian, rector de la Ciudadela de las Sombras.

Sentí tal alivio que estuve a punto de desmayarme sobre la cubierta y noté que Ravenna cerraba los ojos un instante. Yo mantuve los míos abiertos y contemplé la expresión satisfecha del rostro del rector.

―No seas muy duro con ellos, están heridos ―aconsejó el otro hombre, más joven que el primero y de origen diferente, con la piel dorada color oliva, el rostro ligeramente achatado y porte militar. Hubiese jurado que era un marino si no lo hubiese conocido. Su expresión era mucho más amable que la del primero.

―Un trato duro, eso es todo ―advirtió Tekla―. Los traje de una pieza, como habíais pedido. Ya discutiremos luego vuestra parte del negocio.

―¿Es que te has hecho mercenario? ―aulló Ravenna, que de pronto recobró la confianza en sí misma―. ¿Harás que te paguen con sangre?

―No, es una simple transacción ―respondió Tekla mientras avanzaba hacia la puerta, y añadió―: le vendo al más alto postor.

―Me he enterado que has pasado ya por unas cuantas manos ―señaló Ukmadorian sin mostrar el menor rastro de cordialidad hacia su antigua pupila―. Abandonaste la Ciudadela para abrirte camino en el mundo por ti misma, pero al parecer has fracasado más allá de tus peores pesadillas. Bien, pues ahora vuelves a estar segura.

Se volvió entonces hacia el otro sujeto.

―Ahora debemos zarpar ―sugirió―. Preferiría no caer bajo la mirada de ningún fanático capitán de patrulla que esté tras la pista de oceanógrafos fugitivos. Estos dos necesitan limpieza y atención médica.

―Me encargaré de eso ―confirmó el segundo, y entonces Ukmadorian se marchó arrastrando la negra capa. Ravenna y yo miramos al almirante.

―Lamento veros en semejante estado ―dijo con suavidad Sagantha Karao―. Ukmadorian ha perdido demasiado y en ocasiones olvida que también otros han sufrido experiencias igual de terribles. Venid conmigo y veré que puedo daros.

Sus ropas eran difíciles de describir, hechas con seda de baja calidad y de ningún modo adecuadas para el estatus de quien había sido virrey del Archipiélago. El nuevo emperador lo había cesado y enviado tropas para que lo arrestasen en Tandaris, pero él había sido lo bastante rápido para esfumarse. Se había llevado con él la mayor parte de los documentos del gobierno y todos los fondos existentes. Desde entonces no había tenido noticias suyas.

―¿Dónde estamos? ―pregunté, sin deseos todavía de saber nada más.

―En el
Meridian ―
dijo. Lo seguimos a lo largo del pasillo y subimos la escalerilla rumbo a la cubierta principal, dejando detrás al piloto para que apagase los motores de la raya―. Fue un manta imperial, pero conseguimos emboscarlo y apoderarnos de él sin ocasionarle daño.

Llegamos al final de la escalerilla, al espacio circular tras el puente de mandos, que conectaba entre sí todas las partes del buque. Sagantha no se detuvo y nos llevó hacia la escalera de caracol con barandillas hasta el siguiente nivel. De allí pasamos a un pasillo que podría haber pertenecido a cualquier manta de cualquier nación, hasta un salón comedor vacío, que debía de ser para los cadetes. Ventanas conocidas miraban al oscuro océano desde un amplio salón que comunicaba con cuatro camarotes más pequeños.

―Nos falta personal. Durante un tiempo tuvimos tripulación, pero ha desembarcado ―comentó Sagantha, indicándonos que tomáramos asiento. Aún había símbolos de la nave imperial que había sido: la polvorienta sombra en un muro donde en otros tiempos habría colgado el escudo con la figura del delfín y las cenefas del intrincado zócalo a la altura de la cintura, que parecía pertenecer al hogar de un civil.

Me hundí en el blando cojín de una silla, mirando, absorto, la negrura del agua. El sonido del motor había cambiado su rumor y casi podía imaginar el movimiento de las aletas a medida que la manta ganaba velocidad.

Sagantha dio una orden a un marino que pasaba por allí y después cerró la puerta tras él. Luego cogió su oscura capa y se la echó sobre los hombros.

―Disculpad los disfraces, pero podía haber sido cualquiera en vez de vosotros y no deseábamos correr ningún riesgo.

―¿Eres aún almirante de Cambress?

―Lo fui un tiempo. Después, uno de mis enemigos se hizo juez y consiguió que me despojasen en mi ausencia de todos mis títulos y cargos, incluso del de virrey. De cualquier modo, me ha ido mejor que a otros.

Sonrió, pero había tristeza en sus ojos.

―Lo lamento ―dijo Ravenna suavemente.

―¿Qué es lo que deberías lamentar? Sabía qué estaba haciendo cuando intentaba ayudaros y he vuelto a elegir la misma opción.

El marino regresó, trayendo consigo el delicioso aroma de pescado cocido y vegetales. Supuse que sería la hora de cenar y alejé cualquier pensamiento hasta haber acabado de comer. Me pareció el mejor plato de mi vida, la primera comida auténtica que probaba desde la noche en que había muerto Salderis, cerca de un año y medio atrás.

Sagantha se marchó mientras comíamos y volvió unos pocos minutos más tarde, cuando el marino vino a recoger los platos. Trajo además una botella de vino thetiano con especias y nos sirvió a cada uno en pequeños tazones de cristal.

―¿Lo has probado alguna vez? ―me preguntó el marino volviendo a alzar la botella.

―Una sola vez.

Había sido en plena oscuridad, sin la menor ceremonia, e ignoraba que tuviese un color rojo cobre tan sorprendente. «El color del cabello de la gente de Exilio», pensé aunque sin saber bien por qué. Mi madre había nacido allí.

―Los tazones están diseñados de tal modo que no es posible apoyarlos sin que se derramen. Hay que bebérselo todo de un solo trago.

En realidad, ése parecía ser el único modo de beber, tanto en Océanus como en Thetia o Cambress.

Sagantha alzó su tazón.

―Brindo por vosotros ―anunció con seriedad, y lo vació de un trago.

Por un instante Ravenna y yo nos miramos, inseguros de cuál era el protocolo a seguir, y a continuación repetimos el cumplido. El vino era fuerte pero muy rico, muy especiado, y sentí en el pecho un grato calor. Según me habían contado una vez, no era una bebida especialmente alcohólica, pero las especias le daban un intenso sabor.

―No me gusta lo que habéis pasado ―dijo Sagantha un momento después―. La idea que tiene Tekla de un «trato duro» es lo que cualquier otro llamaría tortura.

―Entonces ¿por qué trabaja para ti? ―exigió Ravenna.

―Porque en la situación actual el mundo depende de gente como él. Yo no lo llamé, vino él solo.

―No confíes en él, ha traicionado a muchas personas.

―En nombre de su amo, que por fortuna está muerto. Ahora hay mucha gente convencida de que necesitamos a personas como Tekla para combatir otra vez al Dominio. Personas capaces de luchar, ocultarse, correr, meterse en cualquier lugar donde un ejército esté en problemas. Y no puedo decir que esté en desacuerdo con esa opinión.


¿Otra vez? ―
repuso Ravenna inclinándose hacia adelante―. ¿Cuándo fue la primera vez?

―Ha sido así hasta hace unos treinta años. Orethura poseía su propia guardia personal, la llamaban el Anillo de los Ocho, aunque en realidad eran muchas más que ocho personas.

Ocho, el número de los Elementos. Tenía sentido.

―No se parecían en nada a Tekla ―señaló Ravenna con suspicacia―. Has crecido con la versión de la historia que da el Dominio.

―He sido criado con ambas versiones. Creo que Tekla tiene mucho más en común con esa clase de personas de lo que tú eres consciente.

Hubo un golpe en la puerta y entró un hombre alto y negro vestido con un uniforme naval verde y un maletín de médico al hombro.

―Soy el comandante Malak Engare ―dijo con voz profunda y melodiosa. Su acento era sorprendentemente sureño―. ¿Marina de Mons Ferranis. ¿Me permite asistirlos, Sagantha?

El virrey asintió y se marchó, llevándose consigo el vino y los tazones.

―Tan sólo dame algo para colocar sobre las cicatrices, yo haré el resto ―pidió Ravenna, preparándose para rechazar la asistencia del médico, como solía hacer con todos.

―De ningún modo ―objetó Engare mostrando autoridad―. Soy médico. No tenemos ninguna doctora a bordo de momento. Ahora quítate la túnica y recuéstate para que pueda echarle un vistazo a tu espalda.

El alto y corpulento hombre se negó a admitir más protestas y, para mi sorpresa, Ravenna se dio por vencida echándose sobre la sábana que él había desplegado en el suelo. Quizá estuviese demasiado cansada para discutir. Las manos del doctor eran cuatro veces más grandes que las de Ravenna, y no me inspiraban mucha confianza para el trabajo delicado que solía hacer un médico.

―¡Bendito Ranthas! ¡Qué desastre! ―exclamó abriendo su maletín―. Te quedará cicatriz, pero podré reducirla un poco. ¿Sabes si el látigo era de cuero o de fibra?

Ravenna negó con la cabeza. Intenté alejar la mirada de las marcas recientes que surcaban su espalda, pero no pude evitar ver las horrendas cicatrices negras que cubrían gran parte de su cuerpo. En especial sus costados, rara vez expuestos a la luz. La piel de Ravenna era bastante oscura, pero en comparación con la de Engare parecía tan pálida como la de un ciudadano de Océanus.

―Esto ayudará. Pues ya está ―anunció―. Algunas fibras de la jungla se pudren y dejan en las heridas material que puede hacer supurar. Pero supongo que eso ya habría sucedido.

Nunca hubiese imaginado que sus enormes dedos pudiesen ser tan delicados y precisos, ni que Ravenna se sometiese a sus cuidados con tanta calma y resignación tras haber rechazado que cualquiera la tocase en los últimos cuatro años. Supongo que no le gustaba en absoluto mi presencia allí, pero estaba ayudando a Engare, de modo que no podía quejarse.

Los latigazos constituían todavía un método de castigo aplicado en la marina cambresiana, así que Engare debía de estar habituado a la aplicación de curas semejantes. Primero vendó las heridas que le había hecho Amonis y empleó una porción de magia de la Tierra que llevaba en su talismán de médico (los doctores eran los únicos a los que el Dominio permitía usar la magia) y luego centró la atención en las cicatrices más antiguas. Ésas eran de otro orden.

―¿Qué produjo estas marcas?

―No hay nada que puedas hacer para remediarlas ―señaló Ravenna―. Si ya has terminado, puedes retirarte.

Pero Engare estaba decidido a no marcharse, y Ravenna finalmente se dio por vencida y le contó lo sucedido. Ni siquiera consiguió disimular el hecho de que, transcurrido tanto tiempo, seguían siendo dolorosas.

―Esto llevará un tratamiento más prolongado ―anunció el doctor―. El dolor no desaparecerá, ni siquiera si intentas ignorarlo. De hecho, se volverá cada vez peor. El cuerpo humano no está preparado para entrar en contacto con el éter.

―Creía que el éter no dejaba rastro ―comenté.

Las cejas de Engare se alzaron ligeramente, como si le resultase inesperado que yo supiese algo así.

―Es verdad, no deja huella, pero el daño original jamás acaba de curarse.

Recorrió entonces con sus largos dedos una de las cicatrices, y una mueca de dolor cruzó los labios de Ravenna.

Se abrió la puerta y apareció Tekla llevando dos juegos de prendas de vestir al hombro. Parecía irritado, como si no le gustase la idea de volver a tratar con nosotros.

―¿Aún no habéis terminado con esas cicatrices? ―preguntó, sorprendido de que el médico siguiese allí.

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