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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (23 page)

La ciudad y sus anchas avenidas estaban invadidas por pequeños árboles y los restos de edificios se encontraban enterrados en parte bajo maleza. No pude distinguir casas enteras pero sí muros derrumbados, dispersos por todas partes, piedras lavadas por la lluvia hasta adquirir un color gris oscuro.

El sendero era ahora un camino con extensos escalones de piedra, menos dolorosos para las plantas de los pies que las piedras sueltas, pero más resbalosos. Avanzaba con los ojos fijos en el suelo para no caerme y noté que cada escalón era un inmenso bloque de piedra. Sólo el cielo sabría cuánto trabajo habría llevado colocarlos allí.

El terreno era más abierto y me sentí expuesto hasta que llegamos a las primeras ruinas de casas.

A medida que nos adentrábamos en la calle, observando las monolíticas construcciones, noté lo diferente que era ese lugar de cualquiera de las ciudades del Archipiélago que conocía. Ni siquiera las ruinas de Poseidonis tenían algo que ver. Quizá lo más notable fuese la absoluta ausencia de bóvedas, de arcos, de cualquier cosa que relajase un poco las líneas rectas que lo hacían todo tan extraño.

Muchas piedras del pavimento estaban quebradas y varios siglos de lluvias descendiendo desde las colinas las habían alisado por completo. Era casi como intentar caminar sobre hielo, salvo que la superficie estaba inundada de agua hasta los tobillos.

Seguí a Ravenna cruzando el centro de la ciudad, saltando sobre montañas de escombros y monolitos caídos, e intentando no enredarme en las plantas trepadoras que, como serpientes, cubrían ciertas áreas. Eran pegajosas y acababan enganchándose en las ropas.

La calle principal era un torrente incontrolable, lo bastante fuerte para empaparnos a cualquiera de los dos si teníamos la desgracia de caer en él. Llegamos entonces al otro lado de la calle, más cerca del lago.

El bosque era más cerrado del otro lado de la ciudad y empecé a sentirme más cómodo a medida que los árboles se volvían más altos y la vegetación más espesa. Las casas de aquel sector estaban en peores condiciones y hasta que no alcanzamos su extremo más lejano no comprendí que la ciudad seguía extendiéndose por lo que había pensado que era sólo bosque.

Nos detuvimos un instante en la última de las casas y mi estómago empezó a revolverse de anticipación ante la promesa de comida. Me volví y miré alrededor, preguntándome cuánta ventaja llevaríamos a nuestros perseguidores.

Apenas conseguí distinguir a tres o cuatro figuras en la cima de los escalones, a media hora apenas de nosotros. Ravenna me cogió de la mano y empezamos a correr, intentando interponer entre ellos y nosotros tanto bosque como pudiésemos. El camino se deformaba cada vez más hasta que pareció que no tenía ningún sentido seguirlo. De hecho, era mejor moverse por la jungla, dejando la menor cantidad de huellas y dificultando la persecución.

Cuando por fin hicimos una pausa en un oscuro lugar, en medio del bosque cerrado, ninguno tenía la menor idea de dónde nos encontrábamos. Exhausto, me desplomé sobre el terreno embarrado, junto al tronco de un árbol.

―¿Y ahora qué? ―pregunté cuando recuperé el aliento, atento al fantasmal susurro de la lluvia y los infinitos ruidos de un sitio donde jamás reinaba el silencio. Como no podíamos ver el sol desde ningún punto, no teníamos manera de ubicarnos y mucho menos sabíamos dónde estaban los perseguidores.

―No lo sé ―respondió Ravenna―. Tendríamos que haber regresado sobre nuestros pasos y enfrentarnos a los sacri. Ahora ya es demasiado tarde.

―Ya era demasiado tarde en el momento mismo en que los sacri iniciaron la persecución. Pero ¿adonde iremos ahora? El Dominio controla toda la isla.

―Lejos de Tehama.

Ravenna se dio la vuelta. Su túnica gris estaba totalmente cubierta de barro. No era mi intención permanecer allí mucho tiempo: los condenados insectos debían de haberse refugiado de la lluvia, pero ¿quién podía saber qué escondía el barro? Estaba habituado a los bosques mucho menos hostiles de las pequeñas islas, no al inmenso bosque cubierto de nubes que todavía cubría medio Qalathar.

―Cathan, de verdad que no lo sé ―repitió Ravenna―. Pero alejémonos rápidamente de Tehama.

Las energías que la habían sostenido hasta aquel momento parecieron abandonarla mientras yacía sobre el barro como una muñeca de trapo, totalmente vulnerable y fatigada. Estábamos casi al principio del lago, por lo que debíamos de haber recorrido ya unos dieciséis kilómetros. ¿A qué distancia estaríamos de la costa sur?, ¿cincuenta kilómetros, cincuenta y cinco? No podíamos esperar obtener ayuda en ninguno de los poblados: los castigos por ayudar a un penitente a huir eran crueles y, en caso de que nos tomasen por oceanógrafos, nuestra presencia no sería bien recibida desde que habían llegado los venáticos.

―¿Sabes de algún sitio donde aún haya resistencia? ―indagué―. ¿Mencionaron algún foco de resistencia herética?

―Ninguno en Qalathar. Según creo, se encuentran todos en el extremo sur o en el extremo oeste.

Es decir que, de algún modo, estábamos obligados a salir de la isla, a meternos en alguna patrulla de mantas que navegara por la costa y encontrar un sitio donde refugiarnos.

Por Thetis, ¿por qué no habíamos vuelto sencillamente atrás para enfrentarnos a los sacri con nuestra magia? En pocos minutos hubiésemos estado en la manta, rodeados de aliados, navegando sin peligro hacia cualquier parte del mundo. En cambio, habíamos huido de la escasa gente de Tehama cegados por el pánico

―Ravenna, tú conoces esta isla mejor que yo. ¿Adonde deberíamos ir?

―¿Qué importancia tiene? No hay manera de orientarse en el bosque, al menos mientras siga lloviendo. Y si nos alejásemos de las montañas...

Ravenna volvió a sentarse.

―No podemos ver las montañas ―la interrumpí―, y tampoco quiero volver a ser capturado, pero vagar por aquí no es de ninguna ayuda. ¿Qué estarán utilizando para rastrearnos? ¿Son eficientes recorriendo los bosques?

―Toda Tehama es un bosque ―afirmó ella apretándose las rodillas. Tenía un aspecto penoso, desaliñada y con la lluvia marcando surcos en el barro que cubría su ropa―. Conocen muy bien esta zona, nunca han estado tan aislados como se piensa.

―¿De modo que no estamos seguros ni siquiera aquí?

Ravenna negó con la cabeza.

―Ni aquí ni en ningún sitio. Cuanto más lejos estemos de Tehama, mejor. Intentarán cazarnos con jaguares.

¿Jaguares? ¿Por qué jaguares? Los perros de caza no eran lo habitual en el Archipiélago, pues los grandes felinos estaban mejor adaptados a las junglas. Sin embargo, nunca antes había oído hablar de que se empleasen jaguares, que solían ser demasiado apáticos y difíciles de entrenar.

―¿No podemos evitarlos?

―Es preciso encontrar alguna manera, pero antes debemos buscar algo para comer.

Seguimos andando con dificultad, forzando nuestros ya exhaustos músculos aún más, caminando bajo el constante murmullo de la lluvia. Una pocas horas después encontramos algo comestible: frutos de palmera creciendo en el claro formado por un enorme árbol caído. Las reconocí como palmeras de playa, mucho más altas y menos formales que las que los thetianos cultivaban en invernaderos. Sus hojas se mecían con la fuerza de la tormenta y había frutos anaranjados creciendo bajo su fronda. Eran deliciosos, pero el problema consistía en que se encontraban a más de tres metros de altura y ni Ravenna ni yo estábamos en condiciones de escalar una palmera.

―Si consigues alzarme ―sugirió ella―, podría recoger algunos frutos. Estás físicamente mejor que yo y podrías soportar mi peso.

Era una inesperada aceptación de la realidad, así que avancé y me detuve ante el tronco del árbol, cogiéndome las manos para que las utilizase de sostén para sus pies. Ravenna saltó y se asió con fuerza al tronco de un empujón tan fuerte que casi me hizo caer. Sin embargo se las compuso para alcanzar los frutos y arrancar un racimo. El repentino cambio de peso de su cuerpo al moverse venció mi resistencia y ambos nos derrumbamos sobre las finas hierbas que crecían por todas partes. Pero a nuestro alrededor había una buena provisión de frutos. Tras descartar los que estaban a medio comer por los insectos, el resto nos pareció néctar de los dioses.

Una vez satisfechos, nos las arreglamos para coger una par de racimos más, a costa de algunos magullones extra, y los colgamos sobre los hombros con algunas ramas de plantas trepadoras para comerlos más tarde. No durarían mucho tiempo, pero al menos nos aseguraban otra ración de comida y ni Ravenna ni yo podíamos permitirnos ser exigentes.

A medida que nos adentrábamos en el bosque, seguimos el recorrido de pequeños riachos que descendían hacia el centro de los valles, con la esperanza de que nos alejasen de Tehama. En algún lugar hacia el sur estaba el camino principal que conectaba Tandaris con Kalessos, la única ruta este―oeste del interior y el único punto de referencia que podríamos reconocer en medio de la lluvia. Pero por el momento no había perspectivas de dar con nada y era factible que estuviésemos caminando a sólo cincuenta metros del camino sin verlo.

Las palabras de Ravenna resonaban en mi cabeza, y cuando iba por detrás de ella me sobresaltaban los sonidos que oía a mis espaldas. Pero lo cierto es que no teníamos manera de saber dónde estaban nuestros perseguidores, ni a qué distancia. No en medio de esa sorda e interminable lluvia con sus ocasionales golpes de furia cuando los truenos y relámpagos se volvían más intensos.

Cuatro años atrás, yo había cabalgado por aquel camino y atravesado los valles sobre la ensenada para rescatar a Ravenna de lo que en aquel momento me parecía ser la «protección» de un noble del Archipiélago. Pero al llegar a la casa había descubierto que Alidrisi Kalessos estaba muerto y que el control de la situación estaba en manos de mi hermano. Ésa fue la última ocasión en la que me había visto obligado a estar en el exterior durante una tormenta, aunque no había sido la primera. Sin embargo, ninguna de esas experiencias se parecía a ésta.

Lo peor era la absoluta monotonía. No había cambio alguno en el paisaje por el que nos movíamos, tan sólo una procesión de árboles descendiendo con el terreno al inicio de un valle y luego volviendo a ascender hasta el comienzo del siguiente. Todo bajo el brillo de los rayos en el cielo.

Cuando la fatiga nos obligó a detenernos para pasar la noche, cualquier cosa que no fuese una masa de árboles nos parecía un recuerdo muy lejano. La represa, la lucha, todo lo sucedido, bien podía haber sucedido un año atrás. Todo salvo la sombría silueta de los perseguidores de Tehama y las profundas sombras dibujadas por sus jaguares de caza.

Hubiese querido que nos detuviésemos un poco al caer la noche en una caverna situada sobre la base de un precipicio escarpado carente de vegetación. Sin embargo, Ravenna adujo que aún estábamos demasiado cerca de Tehama, que era un refugio demasiado obvio y que nuestros perseguidores esperarían encontrarnos allí. En cambio, seguimos adelante hasta encontrar un sitio menos satisfactorio y de acceso mucho más complicado. Era otro saliente rocoso, medio oculto por la hiedra, que sobresalía unos cuatro metros y tenía poco más de dos metros de profundidad.

Sin duda sería el hogar de muchas criaturas desagradables, pero era tan abrupto que parecía cortado a cuchillo y no tenía rincones, hendiduras ni sitio alguno en el que acomodarse. Con todo, era bastante cerrado y pasaba desapercibido. En su interior, el espacio más alto era de apenas un metro, por lo que debimos sentarnos con incomodidad sobre un costado para acabar nuestra reserva de frutos.

No eran suficientes para matar el hambre, no después de semejante caminata, pero no habíamos encontrado nada comestible, con excepción de un solitario fruto de taraca en una rama caída y otros similares demasiado altos para alcanzarlos. Por fortuna, la sed no era un inconveniente.

Era mejor que agradeciésemos las pequeñas comodidades, al menos en nuestro estrecho refugio estábamos al resguardo de la lluvia, cuyo rumor interminable oíamos fuera. Sin duda quedaban en el cielo capas y capas de nubarrones, que no se disiparían hasta liberar toda el agua que contenían.

Me sentía lo bastante cansado para dormirme pese a la incomodidad de yacer sobre la roca desnuda, pero era un sueño superficial interrumpido con penosa frecuencia cada vez que el sonido de los truenos se confundía en mis pesadillas.

En éstas me descubría vagando a través de bosques de árboles de piedra, idénticos a los árboles vivientes en todos los aspectos salvo en que estaban hechos de la piedra gris empapada por la lluvia de la ciudad de Tehama. Tenían incluso hojas y plantas trepadoras de piedra, como si el bosque en su integridad se hubiese visto petrificado en un instante, todo era gris, sin la menor traza de verde, y el sonido de la lluvia era diferente, tal como sería al caer sobre la piedra. Me sentía desorientado unos instantes. Luego oía el grito de alguien, proveniente sin duda del sur, y corría por el bosque en dirección a él, que también parecía desplazarse.

Por fin lo localizaba y después veía a Ravenna tendida allí, llorando de forma demasiado contenida para que hubiese podido oírla desde tan lejos. No me atrevía a acercarme a ella, pues un jaguar estaba de pie a su lado. En realidad, era la negra silueta de un jaguar, formada por la ausencia total de luz, como un agujero en la Creación. Lo único real en él eran sus rasgados ojos dorados que me observaban y atraían mientras con una de sus garras abría por el pecho la túnica de Ravenna.

Mi primer deseo fue huir, pues no había manera de que luchase con algo que ni siquiera existía. En cambio, me sentía cautivo de sus ojos y acababa tumbándome sobre las piedras embarradas a un lado de Ravenna, como una víctima a punto de ser sacrificada.

Sólo cuando el jaguar movía una de sus garras yo intentaba alejarme, pero mis piernas tropezaban contra un obstáculo que no estaba allí...

Entonces mi conciencia volvió a la pequeña caverna donde intentábamos descansar y, por un breve instante, mis ojos buscaron con desesperación los del jaguar en la profunda negrura de nuestro refugio.

El llanto, sin embargo, era real y venía de alguien situado a unos pocos centímetros de mí. No podía ver la cara de Ravenna pero oía sus movimientos y el modo en que sollozaba por sí misma y por gente que no estaba allí.

La escuché durante un instante, pero, tras unas pocas palabras, deseé no haberlo hecho. Ravenna suplicaba interminablemente y sus palabras se sucedían en un torrente, pero no era a mi hermano a quien le hablaba, sino a personas cuyos nombres no había oído nunca.

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