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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (20 page)

CAPITULO IX

A la mañana siguiente salí de mi destartalada cabaña y me topé con un mundo mucho más frío. La brisa se había convertido en viento, azotando las aguas del lago y formando pequeñas olas. El pálido cielo azul estaba ahora surcado por gruesas nubes blancas. No había rastro del agobiante y seco calor al que ya nos habíamos habituado; el aire estaba húmedo y pesado. Ithien tenía razón.

―Viene una tormenta ―dijo Vespasia mirando alrededor.

Asentí, no había duda. Lo que ignoraba era lo fuerte que sería. Durante los últimos tres días había soplado un fuerte viento del sudeste, que ahora interpretaba como una inusual advertencia.

Paseé la mirada en dirección a la cabaña de los thetianos y distinguí a Ithien y a Sevasteos de pie junto al portal. A juzgar por su expresión estaban comentando lo mismo que nosotros. Ninguno de los dos parecía especialmente preocupado.

Adivinamos cuáles serían nuestras tareas del día incluso antes de que Sevasteos nos las encargara. Los andamios resultaban inútiles ahora que habíamos acabado el trabajo en la parte superior de la represa y podían resultar peligrosos si los hacía volar la tormenta. Todo lo demás, desde los animales de carga hasta la balsa que había quedado, debía ser puesto a resguardo.

Fuera del parapeto, el viento lanzaba directamente sobre el valle ráfagas lo bastante potentes para que los postes de los andamios crujiesen de forma inquietante.

―Entonces no tiene sentido desmantelar esos condenados andamios ―dijo Sevasteos cuando le dijimos lo difícil que resultaría la tarea―. Atadles peso para que se hundan y luego cortad los seguros para que caigan al agua.

Para la ocasión, los pesos más prácticos demostraron ser montones de cemento, de manera que mientras los hombres más corpulentos se encargaban de la peligrosa misión de prepararlo todo, yo me agaché al abrigo del parapeto mezclando el cemento para echarlos abajo. Se me indicó que emplease el polvo rojo de Sevasteos, y, cada vez que recorrí el sendero para pedirle más polvo, las nubes y el viento parecían cobrar más fuerza.

Era sorprendente cuánto cambiaban las montañas cuando el sol dejaba de brillar. Adoptaban un tono oscuro, cercano al negro. El lago ya no tenía ni rastro de su color azul y exhibía ahora un tenebroso verde grisáceo.

―Éste es el último de esta tanda. ¿Es lo bastante pesado? ―pregunté mientras les entregaba a los hombres que trabajaban en el andamio una bolsa de cemento. El viento me tiraba el pelo a los ojos.

―Me parece que sí. Espera un segundo ―dijo Oailos, que estaba de pie precariamente sobre el tablón superior del andamio. Entonces se zambulló en el lago y distinguí su silueta sumergiéndose hasta desaparecer casi en seguida. Un par de minutos más tarde volvió a la superficie para confirmar que la estructura tenía peso suficiente.

Sevasteos había dado instrucciones de que no se soltase ningún andamio hasta que lo revisase con detalle, de modo que les indiqué a todos que regresasen al sendero, y fui a buscarlo. En el segundo andamio, situado a unos trescientos metros de distancia, otro equipo estaba a punto de terminar el trabajo.

El arquitecto trajo consigo una bolsa de cuero y no descubrí por qué la llevaba hasta que (sin entrar al agua, por cierto) ratificó la opinión de Oailos.

―Lámparas de advertencia ―dijo mientras sacaba de la bolsa dos objetos brillantes del tamaño de una sandía―. Iluminarán durante unas pocas horas y luego se apagarán, pero mientras tanto nos alertarán si alguno de los andamios vuelve a subir a la superficie.

Dos hombres bajaron otra vez por la escalerilla hasta las agitadas olas para ajustar las lámparas antes de que Sevasteos se mostrase totalmente satisfecho. En teoría, liberar los andamios era una tarea sencilla y no requería más que soltar las cuerdas que los retenían y echar luego las bolsas de cemento que servirían de anclas. Algo sencillo sólo en teoría, pues en la práctica las bolsas resulta―han muy pesadas, y para lanzarlas sin romper las sogas que las unían al andamio era necesaria la fuerza combinada de todos nosotros.

De hecho, el andamio había empezado a soltarse incluso antes que lo previésemos, por lo que debimos darnos prisa y lanzar las bolsas de cemento antes de que estuviese fuera de nuestro alcance. La caída de las bolsas me recordó la lluvia de pesos desplomándose sobre el cuarto andamio que había hundido la balsa de Murshash. Entonces distinguí el destello anaranjado de las luces de advertencia desvaneciéndose dentro del agua hasta que su rastro desapareció por completo.

Aunque aún no había pasado el mediodía, parecía el atardecer y las nubes blancas que cubrían el cielo eran también cada vez más oscuras, de un gris furioso. Hacia el sur se veían casi totalmente negras. No quedaba mucho tiempo: la tormenta estallaría antes de que cayera la noche y podía durar unos tres días si éramos afortunados... o desafortunados. No estaba seguro de qué era más conveniente, si una tormenta prolongada o una fugaz.

Se oyó una frenética orden instando a apresurar la preparación del último andamio, en medio de lo que para entonces era ya una tremenda marejada. Agradecí mi suerte por no haber tenido que sumergirme en el lago. Muchos hombres quedaron heridos al ser arrojados por las olas contra el muro y hubo que rescatarlos. Hacia el final, nosotros arrojábamos las bolsas de hormigón y Sevasteos permitió que se fijaran las luces de advertencia incluso antes de que acabásemos nuestra tarea.

Para mi sorpresa, el andamio cayó según lo habíamos planeado, las luces fueron diluyéndose en las oscuras aguas y nos alejamos sin peligro en sentido contrario. Mi túnica estaba medio mojada por las salpicaduras, y los demás estaban empapados y deseosos de regresar al lado del fuego tan pronto como fuera posible. Ithien había ordenado encenderlo para preparar una comida caliente, probablemente la última oportunidad que tendríamos de saborearla en los siguientes tres días.

El tiempo simplificaría las cosas, pensé mientras caminaba de regreso, unos pasos por detrás de Oailos. La tormenta haría más difícil que los otros comprendieran qué estaba sucediendo, y la lluvia y la oscuridad se sumarían al caos.

―Cuando tengamos tiempo, recuérdame que hable contigo sobre esto ―me dijo Oailos señalando el lago.

―¿Sobre qué?

―Sobre las lámparas ―respondió―: Las lámparas de advertencia tienen las mitad del tamaño que las que acabamos de colocar, apenas un ínfimo fragmento de leños, y jamás emiten tanto brillo. Todavía ignoramos de qué trata todo este asunto de la presa y me inclino por no confiar en nadie.

Por un instante pareció confundido.

―¿Alguna mejora? ―pregunté mirando al cielo.

―Una o dos.

El plan que habíamos elaborado en el andamio el día anterior involucraría quizá a unos veinte esclavos, los que considerábamos más dignos de confianza, pero la mayor parte apenas tenía un vago guión de lo que haríamos y no sabía lo ambicioso que era el plan. Debía culminar con la muerte del mago mental y, aunque no era mi deseo matarlo a sangre fría, ésa parecía ser la única posibilidad. Golpearlo hasta dejarlo inconsciente podría bastar, pero era demasiado peligroso.

Por otra parte, yo no podía ser quien le propinase el golpe, ya que me encontraba en una situación demasiado vulnerable. La magia mental actuaba de un modo extraño y era mucho más eficaz sobre los que tenían talentos mágicos. Un único mago mental era capaz de paralizar a todo un ejército de magos convencionales, pero debía esforzarse para combatir a una docena de hombres ordinarios. Y cuanto más disciplinadas fuesen las mentes de sus blancos, menos eficaz sería su magia. Enfrentado a los sacri o a los guardias imperiales, o incluso a un ciudadano alistado en el ejército cuyo antiguo oficio requiriese una rígida disciplina mental (por ejemplo un joyero o un fabricante de lentes) volvería inútil la magia de la mente.

La sopa estaba casi lista cuando alcanzamos el otro lado de la represa y, cuando nos dieron nuestros tazones, Oailos se movió discretamente entre los que conocíamos mejor, señalándoles los pequeños cambios que habíamos acordado y la diferencia que representaría la lluvia y la penumbra. Intentamos alejarnos todo lo que pudimos de los que no conocíamos tan bien, aunque sin hacerlo evidente. Sin embargo, la gente como Pahinu acabaría tarde o temprano enterándose de que algo sucedía.

Recorrí las cabañas con la mirada y vi al mago mental de pie bajo el toldo, conversando con Sevasteos y Amonis. Una media docena de soldados esperaba expectante en las cercanías y, al poco, se movilizaron hacia nosotros. Eran la clave: incluso si Ithien fallaba en su intento de drogarlos, como había prometido que haría, yo podría encargarme de ellos.

―Todos adentro y no dejéis nada en el exterior ―pidió Emisto―. Aseguraos de que vuestras herramientas estén secas; no podemos permitirnos perder ninguna.

Las cabañas estaban muy llenas, pero aun así no era demasiado incómodo, no tanto como lo sería más tarde si la tormenta duraba más de un día. Ningún centinela podría permanecer custodiando el exterior con semejante tiempo, de modo que se aseguraban de cerrar bien las puertas y nos dejaban en la penumbra. Ithien no iniciaría el plan hasta caída la noche, cuando el mago mental se encontrase en su propia cabaña junto a Ravenna prisionera, de modo que nos esperaba una larga espera.

Durante esas horas tuve los nervios en tensión permanente, sentado casi en la oscuridad junto a Oailos y Vespasia hablando de cuestiones que no venían en absoluto al caso, y durante la mayor parte del tiempo mi mente divagó en solitario. Me preocupaba Ravenna y recordaba la noche en que sufrió aquellas heridas y acabó muriendo mi hermano. La noche que encontramos el
Aeón,
la colosal nave oculta en una enorme caverna bajo las rocas, y que abandonaríamos sólo dos días más tarde. Ravenna y el vehemente rebelde Tekraea habían necesitado atención médica urgente y era imposible conseguirla en la cavernosa y vacía nave. Ella había tenido razón entonces: deberíamos haber regresado a Thetia. Pero claro, era fácil analizar las cosas retrospectivamente. Mi único deseo era que el
Aeón
permaneciese oculto, protegido del Dominio por el mar traicionero de la Isla de la Perdición.

Mantuvimos una inconstante vigilancia, más por cuestiones formales que por otra cosa, a fin de evitar sentirnos demasiado aislados del mundo. Estábamos lo bastante cerca de la cabaña contigua para enviar una señal y, a través de una rendija alta de la ventana, podíamos divisar desde allí también el edificio donde estaba el inquisidor, entre otros.

Ninguno de nosotros esperaba ver movimiento alguno, así que nos sorprendimos mucho cuando, en el turno de vigilancia de Vespasia, una figura encapuchada se abrió paso entre dos cabañas de los guardias y entró en la del inquisidor. Sólo cinco de nosotros lo vimos, y todos estuvimos de acuerdo en que ni tenía el aspecto ni las ropas apropiadas para ser un guardia.

¿Quién era entonces?

―Alguien de la nave que tienen en la bahía, supongo ―dijo Oailos con calma, procurando que no lo oyese quien no debía. Apenas seis de nosotros conocíamos la existencia de la manta, aunque todavía no habíamos confirmado su presencia.

―¿Y por qué vienen aquí? ―preguntó Vespasia.

―Quizá quieran llevar la nave al mar.

Negué con la cabeza.

―Está mucho más segura en la ensenada. La costa de la Perdición resultaría letal con este tiempo.

Estábamos en verano, de modo que la situación no podía ser tan terrible como la última vez que habíamos estado allí, pero dudé que en la manta hubiese un mago del Agua o que fuese tan resistente como el buque insignia de mi hermano.

―Ésa es la parte del plan que no me gusta ―opinó Oailos, y pude sentir la incomodidad en su voz incluso pese a que tenía el rostro en sombras―. Ignoramos qué hay dentro del manta, podría ser un regimiento de sacri o media docena de magos mentales. Y, por otra parte, ¿cómo se supone que vamos a abordarlo?

―Se trata de nuestra única oportunidad ―le recordé―, antes de que llegue alguien más.

―Puede ser, pero aun así no acaba de convencerme del todo. Habría sido mejor hacerlo todo por nuestra cuenta que depender de su ayuda.

―¿Hubieses preferido que Ithien fuese otro sacerdote? ―preguntó Vespasia, y agradecí su sensatez. El orgullo de Oailos parecía a punto de interponerse en el camino, algo que no podíamos permitirnos. No me importaba de qué modo íbamos a escapar de allí ni gracias a la ayuda de quién, siempre y cuando pudiésemos lograrlo con éxito.

―Cualquier cosa es mejor que un sacerdote ―afirmó él a regañadientes―. Mantened de todos modos los ojos abiertos, por si vienen.

Entre tanto, dos figuras más aparecieron entre las sombras, moviéndose a lo largo del pequeño sendero en la cima del campo abierto y avanzando en línea recta para reunirse con su compañero y con el inquisidor. Se cruzaron preocupadas miradas entre los que conocían el plan. No habíamos previsto que sucediera nada semejante. ¿Acaso tendría Ithien la sensatez de esperar una noche más y tener una mejor oportunidad? Por lo que yo sabía, todavía no había habido ningún mensaje, a menos que se hubiesen apoderado de la manta situada en la ensenada.

¿Dónde estaba el mago de la mente? No lo habíamos visto desde que nos encerraron en aquella cabaña y no había modo de saber si se encontraba en compañía del inquisidor o durmiendo. Seguramente lo primero, ya que no se le habría dejado al margen de ningún plan, fuese cual fuese. Nosotros podíamos ver tan sólo una de las esquinas de su cabaña, pero no la puerta.

Pasaba el tiempo y no sucedía nada, no había actividad ni señal de Ithien. La lluvia caía sobre los muros en grandes capas, que se atenuaban o crecían en intensidad según las ráfagas de viento. En ocasiones podíamos ver todo el camino que descendía hasta las rompientes olas de la orilla del lago, pero en otras era difícil distinguir la silueta del edificio más cercano. Todavía no había muchos rayos y los truenos eran esporádicos y moderados, eclipsados por el constante retumbar de la lluvia sobre el techo, pero antes de que acabase la tormenta todo había empeorado.

En otros tiempos hubieran considerado que aquélla era una tormenta muy intensa: dos o tres horas eran un período muy largo para que el tiempo mantuviera semejante ferocidad. Pero dos siglos atrás las tormentas se medían en horas, no en días como ahora.

Dentro, las cosas ya estaban bastante mal, pues la lluvia se había abierto camino a través de los múltiples agujeros del techo y empezaban a caer goteras que inundaban el suelo en varios sitios. Teníamos que mantenernos en movimiento para encontrar zonas secas, ya que cada vez aparecían más chorros de agua y se sucedía un revuelo intentando evitar que se mojasen las mantas. Empezamos a alternarnos con mayor frecuencia en el puesto de vigía, ya que la única posición desde la que podíamos espiar con cierta comodidad también estaba empapada.

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