Supongo que lo políticamente correcto sería decir que donde las dan las toman, y que cuando uno va a por lana, o por oro, corre el riesgo de salir empalado. A estas alturas, el horror de la conquista de Méjico, la crueldad de unos y otros, la ambición sin tasa, la esclavitud de los indios y la tragedia que se prolonga hasta nuestros días, son de sobra conocidas. Todo eso lo sé, y lo he seguido allí mismo, en Méjico, sobre el terreno, con la compañía de los amigos y los libros. Y sin embargo, oyendo al dios del viento silbar entre las piedras de Zultepec, por mucho que la lucidez permita separar las churras de las merinas, uno no puede menos que sentir un estremecimiento singular cuando piensa en aquel Juan Yuste y sus compañeros. No porque nos apiademos de su suerte; al fin y al cabo la suerte en ese contexto histórico es una lotería en la que ganas o pierdes, una aventura desesperada en la que matas o mueres, dejas atrás la miseria y el hambre de una España ruin e ingrata, acogotada por curas, reyes y mangantes, y conquistas Méjico o Perú y te forras para toda la vida, o palmas comido por las fiebres, cubierto de hierro, rebozado en sangre y barro, asestando estocadas a la turba de indios valerosos que te cae encima, ven aquí, chaval, que te vamos a dar oro, y te arrastra hasta el altar donde espera el sacerdote con el cuchillo de sílex en alto.
Quiero decir con todo esto que, ante las gradas de aquel templo, pese a no sentirme para nada solidario con lo que el tal Juan Yuste y sus camaradas habían ido a hacer allí, no pude evitar un contradictorio sentimiento de comprensión; un guiño cómplice hacia todos esos valientes animales que a lo mejor nacieron en mi pueblo, y en el de ustedes, y que en vez de resignarse a lamer las botas del señorito de turno, languideciendo en una tierra miserable y sin futuro, decidieron jugarse el todo por el todo y embarcarse rumbo a la aventura, al oro y también a la muerte atroz que era su precio, llenando los libros de Historia de páginas terribles y —lo que no es en absoluto incompatible— también inolvidables y magníficas.
Léanse las relaciones de Cortés, o las memorias del soldado honrado que se llamó Bernal Díaz del Castillo, y comprenderán lo que quiero decir. El sin ventura Juan Yuste y todos los otros extraordinarios hijos de puta, empalados o sin empalar, se jugaban el pellejo por conquistar el Dorado. Hoy, los nietos de sus nietos vemos Lo que necesitas es amor, y nos vendemos por un miserable café con leche.
El Semanal, 17 Enero 1999
Tengo un amigo al que le he hecho una faena de las gordas. Se llama Sealtiel Alatriste, y cada vez que viene a España y le preguntan cómo se llama, y él lo dice, y se fijan en su apellido, la gente contesta: «No, en serio, dígame su auténtico apellido». Nunca imaginamos Sealtiel y yo, aquella noche de farra y mariachis en la que luego nos pusimos hasta las patas de tequila donde Paquita la del Barrio, en pleno corazón de la colonia Guerrero, que la promesa que le hice de bautizar con su nombre a un personaje de novela iba a traer semejante cola. Pero ya ven. El caso es que, además de ser uno de mis mejores amigos y padrino putativo, o como se diga, de mi espadachín del siglo XVII, Sealtiel es también un prestigioso editor mejicano, amén de excelente escritor con media docena de títulos publicados, que allí suelen figurar honrosamente en las listas de más vendidos. Ahora, sus editores españoles me han mandado Verdad de amor, que ya leí en su primera edición mejicana. Y al repasarla, con el placer que uno reserva a los libros bien escritos cuando además están escritos por los amigos, me he encontrado de nuevo, en la historia del barman de París, y de Chema, el cinéfilo fascinado por la famosa actriz a la que una vez vio desnudarse despacio, la presencia de un mito cinematográfico espectacular que Sealtiel y yo –la amistad está hecha de ese tipo de cosas— compartimos desde hace tiempo: María Félix. María del alma. La Doña. La hembra soberbia, dura y fría. La soldadera de lujo que, entre bolero y bolero, hizo escupir el corazón a cachos al flaco Agustín Lara que escribió para ella María Bonita. La mujer de rompe y rasga por antonomasia.
Puestos a consumir productos fabricados, por Hollywood o por quien sea, uno no puede menos que añorar ciertos espléndidos envases. En un mundo hecho ahora de telecolorín, donde el non plus ultra de la fascinación femenina lo encarna Sandra Bullock —hay que joderse—, los viejos granaderos de la Guardia que todavía somos capaces de recordar en blanco y negro formamos una especie de cofradía silenciosa, que se reconoce y se entiende por guiños y miradas y títulos de antiguas películas dichos a medias. Y que sólo a veces, cuando estamos seguros de que todos los televisores de mierda están apagados, y de que el tabernero lava los vasos en un rincón, y de que las Silkes, y las Wynonas, y las Silverstones y todas las otras mantequitas blandas y pijoniñas de teleserie, chochitos desnatados y otras soserías se han ido a dormir o carretean por la cubierta inclinada del Titanic a punto de ahogarse entre grititos y besos a Leonardo di Caprio, sólo entonces, digo, descorchamos la botella y le hacemos un hueco en la mesa a la Mujer con mayúscula, a la Mujer de verdad, querido Watson, en la que se dan cita todas las mujeres del mundo. La que toca, cura, besa, mata, y en cuyas caderas no se pone el sol. La hembra cruel y magnifica, que pisa fuerte. La femme fatale por la que antes los hombres se liaban a plomazos, o se batían en duelo tras cruzarse la cara con un guante, o empalmaban navajas en reyertas de humo y vino y se acuchillaban sin piedad, haciendo posibles boleros, tangos, corridos, coplas, películas inolvidables que todavía nos estremecen en su inigualable celuloide rancio.
Ya no hay señoras de ese calibre, y se nota. El perro mundo se resiente de ello. Ava Gardner ya no baila de noche en ninguna playa de Acapulco, ni Kim Novak se va de picnic, ni Sofía Loren se quita las medias mientras aúlla Mastroianni, ni Marlene Dietrich es Shangai Lily, ni Rita Hayworth tiembla ante Orson Welles al ponerse un cigarrillo en la boca, ni María Félix cabalga con Jorge Negrete junto al Peñón de las Ánimas, ni a Greta Garbo le roba las joyas John Barrymore en ningún maldito gran hotel del mundo. Por eso, cuando como ocurre con Sealtiel, uno encuentra el guiño de un camarada de secta, el gesto masónico de quien sabe y calla o apenas insinúa lo insinuable, esboza siempre una sonrisa cómplice y solidaria. Qué sabrán estos cagamandurrias, hermano, lo que eran hembras como Dios manda, en blanco y negro, con el adecuado fondo de chascar de pipas y crujir de palomitas. Qué sabrán lo que era María Félix en Enamorada, aquella niña bien yéndose a la guerra de soldadera, caminando orgullosa, con la mano apoyada en la silla de montar de Pedro Armendáriz. Qué sabrán estos tiñalpas lo que ella, lo que es, una jaca de bandera.
El Semanal, 24 Enero 1999
Pues resulta que no. Resulta que si el padre de Mariloli, que tiene doce años, llega a casa y tiene el día tonto y la viola, y luego sigue haciéndolo repetidamente durante los próximos meses y años, y la muy zorra no opone resistencia que no se doblegue con algunas amenazas y bofetadas, resulta que la cosa no es grave. O sea, que no es delito como para llevarse las manos a la cabeza, y siempre habrá un juez comprensivo y ecuánime, por ejemplo en la Audiencia de Barcelona, o en la de Ciudad Real, o en donde sea, que ponga las cosas en su sitio. Eso ha ocurrido en un par de casos recientes: el penúltimo, el de un fulano al que la dura Lex sed Lex, duralex, tras probarse que durante ocho años abusó sexualmente de sus dos hijas, rebajó la condena de catorce brejes de talego pedida por el fiscal a sólo cuatro años de cárcel. Lo que significa que el virtuoso cabeza de familia se verá en la calle poco antes o después de cumplir uno, siempre y cuando se lo monte como es debido, ponga el culo donde deba ponerlo, le haga la pelota a los boqueras del trullo, y luego salgan los de tratamiento diciendo: no, si parece buen chaval. Si un día raro lo tiene cualquiera.
Y es que según el código penal, o como se llame eso que tenemos vigente, y de cuya reforma aquí sólo se habla en serio cuando a un político lo encaloman por chorizo, resulta que la ley, en casos de violación, admite la posibilidad atenuante de que la menor haya dado su consentimiento, cuando la violada tiene más de doce años. O sea que basta que la torda tenga trece primaveras para que el señor juez, de cuyo criterio personal sigue dependiendo la interpretación de los matices de la ley, decida que no ha habido violencia o intimidación in estricto sensu o como carajo se diga, y absuelva al individuo. O como en el caso del fulano que citaba antes, que hizo doblete, le coloque cuatro años por la primera hija y veinte mil duros de multa por la segunda. Dos al precio de una.
Dicho de otra forma: que son todas unas putas y que no se puede ir por la casa de esa forma, provocando al padre que ve tranquilamente el fútbol. No se puede, con lo desarrolladas que ahora están las niñas de trece años, y las modas modernas, y las teleseries y toda la parafernalia, pretender que un padre de familia, que tiene sus necesidades como todo hijo de vecino, no se alivie de vez en cuando. Y si las muy lagartas no quieren, que lo digan. Pero no con la boca pequeña, o sea, no, papi, porfa, ni con ambigüedades que rápidamente disipan un par de bofetadas, sino oponiendo verdadera resistencia: agarrando un cuchillo de cocina —pero sólo para intimidar, porque si lo matan, van listas—, o arrojándose si es preciso por la ventana desde el cuarto piso, llevando en los virginales labios el antes morir que pecar, según el incuestionable ejemplo de santa María Goretti. Todo ello, a ser posible, ante testigos. Pero claro, eso es lo difícil. Lo fácil para esas pequeñas guarras es poner mala cara y protestar de boquilla, y en seguida consentir mientras el padre te quita las bragas; y luego decir es que yo no quería, es que me da miedo, es que me tiene atemorizada desde niña. Es que ustedes no conocen a ese hijoputa. Por suerte aún hay jueces capaces de desafiar lo políticamente correcto y poner las cosas y los atenuantes en su sitio. Jueces que, gracias al cielo, todavía conservan el sentido patriarcal de la sociedad y la familia —la Biblia proporciona incluso ilustres referencias, como el caso de Lot, al que sus dos viborillas emborracharon, y zaca— y son capaces de interpretar la ley como debe interpretarse: “A ver, niña, ¿te resististe?… ¿Pataleaste durante cuánto tiempo, reloj en mano?… ¿Hubo testigos del pataleo?… ¿Por qué sólo aguantaste seis bofetadas, y no más?… ¿Probaste a hacer un hatillo y escapar de casa?… Porque al fin y al cabo, con trece años y con esas tetas ya puede una buscarse la vida, ¿no?… Veo que callas, pequeña Salomé. Pues te comunico que, según el código de Hamurabi, quien calla, otorga.”
Confieso que tengo curiosidad por saber en qué para el juicio de ese otro individuo, a quién a primeros de mes detuvieron en Segovia por violar, según parece desprenderse de la denuncia de la madre y del parte médico, a su hija de 22 meses. Me juego un huevo de pato a que la pequeña zorra —algunas ya apuntan maneras desde la cuna— tampoco opuso demasiada resistencia.
Y ahora, disculpen. Tengo que ir a vomitar.
El Semanal, 31 Enero 1999
Nadie sabe de verdad lo que es África hasta que no ha vivido —si es que vive para contarlo— una matata mingui, que es como se dice jaleo del carajo en lingala, o sea, en una de las lenguas locales que hablan allí. Cuando eso ocurre, lo que sale en la tele no sirve ni remotamente para hacerse idea. Cuando de verdad se monta un pifostio africano, o sea, una merienda de negros de color, y mis primos se ponen hasta arriba de cerveza, o de banga, o de lo que tengan a mano, y luego echan mano de la escopeta y del machete —les encantan esos machetes grandes y afilados que sirven para chapear la selva y para amputar al prójimo—, esas escenas que vemos de niños agonizando de hambre con los buitres preguntando quién da la vez son un paraíso de buenas maneras comparado con la que se lía. Aquello es, para que se hagan idea, como si cinco mil hooligans ingleses desesperados de la vida confundieran un bar de Benidorm con una carnicería, y cada uno estuviera dispuesto a cortarse su propio filete.
Les juro por mis muertos más frescos que el arriba firmante ha tenido miedo muchas veces a lo largo de su puta vida, sobre todo cuando se ganaba el pan a tanto el fiambre para el telediario; pero en pocas ocasiones conocí tan de cerca el canguelo como cuando en África tuve enfrente a unos cuantos fulanos dando traspiés con el casco al revés, el blanco de los ojos amarillo, una botella de cerveza en una mano y un Kalashnikov en la otra, preguntándome qué se te ha perdido por aquí, blanco cabrón. Allí, la kale borroka que se montan los jarrais de doce años con lanzagranadas —en África también se lleva mucho eso de las tribus, y las chiquilladas, y lo de ellos y nosotros— es la leche. Todavía siento sudores fríos cuando recuerdo algunos ratos: aquel fulano con un viejo subfusil Sten y unas ray-ban puestas, que tenían la etiqueta del precio todavía pegada en mitad del cristal, cuando dijo que me quitara los zapatos y me volviera de espaldas, por ejemplo; o el grupo de mozambiqueños fumados hasta el tuétano, discutiendo entre ellos en portugués cómo iban a machetearnos a mi cámara Paco Custodio y a mí, reservándose vivo a Nacho, el técnico de sonido, porque era jovencito, y tenía los ojos azules y el culito tierno. En África, resumiendo, aprendí un par de cosas. Entre ellas, que allí la vida humana no vale una mierda, y que las mujeres, monjas incluidas, cuando las violan diez o quince tíos uno detrás de otro, primero gritan y luego se resignan.
Y hoy resulta que, con toda esa información previa que con mucho gusto quisiera no tener, leo en un periódico que de nuevo hay pajarraca en África, y que en mitad de ese zipizape sigue habiendo, como siempre hubo, un puñado de curas y de monjas con dos cojones que siguen a pie de obra, y que se niegan a ser evacuados, y que desaparecen, y vuelven a aparecer, y desaparecen de nuevo en las zonas más peligrosas de la movida, haciendo aquello para lo que fueron allí: ayudar a otros seres humanos aunque sepan que eso no va a cambiar nada; dejarse la salud, la piel y la vida por aquello en lo que creen, sea una fe o sea una idea. Y leo esas informaciones y no puedo evitar ponerles rostros de gente a la que conocí, que a lo mejor en algún caso es la misma. Curas y monjas que a veces ni lo parecen, con los pelos largos, y las barbas, y las camisetas de heavy metal, que se la juegan un día sí y otro también en sus misiones y en sus hospitales, ayudando a nacer, ayudando a vivir, ayudando a morir a su gente, a sus hermanos, sin abandonarlos ni cuando amenaza el más horrible final. Ayudando, en resumen, al hombre a salvarse no en el hipotético reino de los cielos —que eso viene luego— sino aquí, en el jodido valle de lágrimas, en la tierra. Cogiendo en sus manos otras manos escuálidas o ensangrentadas, inclinando la cabeza para murmurar unas palabras de consuelo; o si se tercia, después y por ese orden, una oración, por eso, cuando a veces leo o escucho las mezquinas gilipolleces de monseñor Setién, monseñor Carles, el arzobispo de las Chimbambas, o el papa Wojtila y su enfermiza obsesión porque no forniquemos ni abortemos, siempre me digo: tranquilo, Arturín, no te cabrees, no blasfemes, piensa en los otros. Piensa en todos los que viste erguidos y serenos en mitad de la sangre y la locura. Piensa en los curas y monjas que siguen dispuestos a dejarse hacer pedazos, ellos y ellas, por dar testimonio de que también son posibles la dignidad y la vergüenza bajo el signo de la cruz.