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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (7 page)

Veamos. Hay una tasa por expedición de certificados, pasaporte y Deneí. También otra por vacunación de viajeros internacionales y otra de cinco mil pesetas por cambiarles el nombre a caballos y yeguas de pura raza. También se estipula otra por certificar compases magnéticos, o sea, que las brújulas señalen el norte y no el este, o el sureste. Eso vale mil quinientas, pero si la brújula tiene más de 100 mm. de diámetro, entonces sube a mil ochocientas, por el morro. En cuanto a las brújulas que señalan a donde les sale de los cojones, ésas, a lo que parece, quedan libres de tasas. Y es que ya ven. La Administración aprieta, pero no ahoga.

Prosigamos. Por analizar carne se cobra una tasa variable, según se usen, ojo al dato, cromatografías o fluorescencias indirectas. Eso es lógico. La duda me asalta cuando compruebo que también se cobra tasa por instalación de respiraderos, puertas de entrada o elementos análogos que ocupen el suelo o el subsuelo para dar luces, ventilación o acceso de personas. De lo que deduzco que, amén de lograr el viejo sueño de la Administración de tasarnos hasta el acto de respirar, todas aquellas puertas que no estén situadas al nivel de la calle, o sea, las que se abran cuatro palmos sobre la acera, e incluso más altas si cabe, quedan exentas de tasas. No deja de ser un detalle por parte del redactor del texto, probo funcionario sin duda, al que imagino con una importante tajada de Jumilla, hips, el día que le dijo su jefe de negociado: oiga, Romerales, márquese unas tasas.

A ver qué más se sacó el funcionario de la manga. Hay tasas por los servicios de prevención y extinción de incendios, por la recogida de algas y/o sargazos –joder con Romerales-, por las asistencias y estancias en hospitales, y por la desinfectación, desratización y destrucción de gérmenes nocivos para la salud pública prestados a domicilio o por encargo. Imagino que al llegar a este punto, Romerales ya había perdido todo respecto a lo humano y lo divino, pues acto seguido añadió como objeto de tasas asistencias y estancias en residencias de ancianos y guarderías infantiles, visitas a museos, bibliotecas y monumentos históricos o artísticos. Redactado lo cual, supongo, se frotó las manos con sádica sonrisa y añadió uso de cementerios locales, conducción de cadáveres y otros servicios fúnebres, recogida, tratamiento y eliminación de residuos sólidos urbanos, servicios de alcantarillado y mondas de pozos negros. Pero, claro, recordemos que se trataba exactamente de eso, de tasar actividades imprescindibles; y a eso debió de aplicarse el buen Romerales con ahínco. Me lo imagino mirando por la ventana y contando con los dedos, a ver, qué se me ocurre que sea imprescindible. De tasar lo prescindible pasó por completo, el muy hijo de puta.

El Semanal, 22 Noviembre 1998

La cuesta Moyano

Madrid es una ciudad zafia y grosera, martirizada por conductores insolidarios y ruidosos, obras interminables, guardias de tráfico y grúas municipales que nunca están donde deben estar, y por un alcalde que se maquilla con cemento, impávido, el pétreo rostro cada mañana. Un alcalde a quien mi vecino Marías, que además de perro inglés es tigre chamberilero y morador actual de la Plaza de la Villa, y como tal sufre a diario el asunto en sus carnes y sentimientos, asesta de vez en cuando indignadas catilinarias que el arriba firmante, o sea, yo, suscribo sin reservas, de alfa a omega. Sin embargo, pese a ediles sin escrúpulos ya otros elementos de la misma reata, a Madrid no han conseguido quitarle todos sus encantos, alguno de los cuales ya cité en esta página. y entre esas pequeñas reservas apaches, bastiones que resisten más o menos victoriosamente el embate de la ordinariez, la estupidez y la codicia, y aún ofrecen refugio a las gentes de buena voluntad, se cuenta todavía, gracias a Dios o a quien sea, la cuesta de Claudio Moyano.

Ahora que vienen esas largas mañanas luminosas e invernales, cuando las ramas desnudas de los árboles dejan que el sol caliente los tenderetes y los puestos pintados de gris que se escalonan calle arriba, la vieja y querida cuesta Moyano, feria permanente del libro de segunda mano, es punto obligado para quienes saben pasear por ella como por una playa fascinante, donde los naufragios de miles de bibliotecas y saldos editoriales arrojan sus restos entre resacas de tinta y papel. Si el viajero que llega a Madrid es uno de esos felices contaminados por el virus singular, incurable, que se adquiere al tocar las páginas del primer libro hermoso, uno de sus itinerarios obligados se iniciará en el paseo de Recoletos, con un cortado sobre los viejos veladores de mármol del café Gijón, a esa hora en que hay pocos clientes y Alfonso el cerillero, entre bostezo y bostezo, hojea el periódico junto a sus cajetillas y décimos de lotería. Luego, tras saludar en silencio a todos los venerables fantasmas que acechan entre aquellas paredes y espejos venerables, el viajero bajará acompañado por uno de ellos -Jardiel, Valle, Baroja o cualquier otro- hacia Cibeles y el paseo del Prado, y por la margen izquierda, sin prisas, llegará a la verja del jardín Botánico para luego, torciendo también a la izquierda, subir por Moyano deteniéndose entre los puestos de libros que allí aguardan a que un afortunado poseedor les dé calor, utilidad y vida. y tal vez, si ese día el buen fantasma de turno le sonríe por encima del hombro, el paseante hallará, con un ligero sobresalto de placer emociona-do, ese volumen nuevo o amarillento, ese título que busca, que intuye o que espera, destinado a él desde que alguien, quizá muerto hace siglos, lo imaginó y escribió en la soledad de un estudio, en una buhardilla, en el velador de un café, antes de darlo a la imprenta como quien pone un mensaje dentro de una botella capaz de recorrer el curso del tiempo.

Después, con su botín maravilloso bien apretado contra el pecho, el paseante continuará camino calle arriba, mirando otros puestos con la esperanza de que el milagro se repita. Pasará ante libreros de guardapolvo gris o chaquetón de cuello alzado que se calientan al amor de una estufa eléctrica, rostros curtidos por años de estar bajo la lluvia, el sol y el viento, como viejos marinos varados en un puerto imposible frente a la estación de Atocha. Hallará en ellos, sin que nada tenga eso que ver con la mágica mercancía que exponen, inteligencia o estupidez, mezquindad o simpatía. Cruzará ante tenderos para quienes un libro sólo es algo que compras y vendes, y también ante hombres y mujeres seguros de que su oficio es el más bello del mundo. y junto a malhumorados gruñón es que murmuran si manoseas tal o cual volumen que no tienes intención de comprar, hallará indulgentes ancianos, pacientes asesores, corteses compañeros. y también a toda esa entrañable generación de libreros jóvenes, Boris, Paco, Antonio Méndez, Alberto y algún otro, que antes leen lo que luego venden, que heredaron de sus padres y abuelos sus viejos puestos de libros, o los compraron embarcándose en arriesgadas aventuras, y sueñan con que la cuesta Moyano vuelva a serlo que fue, e imaginan modos de mejorar aquello, y acarician proyectos e ilusiones, y pronuncian palabras como solidaridad, renovación, esfuerzo, trabajo. Ya veces piden a los amigos, entre caña y caña de cerveza, que escriban artículos como éste.

El Semanal, 06 Diciembre 1998

Ángel

Se ha casado la hija de Ángel, y estuve en la boda para verlo de padrino, con una flor en la solapa, y repartiendo puros en el convite. Se ha casado con un chaval grandote, buena gente y trabajador, de esos a quienes las suegras adoran y a quienes los suegros ofrecen tabaco. Se ha casado la hija de mi tronco el rey del trile, el ex delincuente que hablaba por la radio, que luego se hizo honrado y que ahora vive como puede con veinte mil duros al mes, trabajando en una empresa -hay que joderse-de seguridad. Se ha casado la chinorri de mi plas, el que fue ladronzuelo de mercados, boxeador sin fortuna, timador callejero, trilero y golfo de pro. El que llegó a manejar la borrega y los tapones como nadie, y a quien la aristocracia del barrio, o sea, el personal que se busca la vida, respetó siempre como hombre cabal y de palabra, de esos que no se derrotan de un amigo ni se chotean de los enemigos, por muy perros que sean.

Ángel y el arriba firmante nos conocimos hace quince años. Yo necesitaba, por motivos profesionales, un chorizo experto en ciertas inquietantes habilidades. Él era el mejor en su registro, así que llegamos a un acuerdo entre caballeros. Luego vinieron muchas cañas y muchos bares y muchas conversaciones, y aquel programa de radio de los viernes por la noche, 'La ley de la calle', con Manolo el pasma y los otros, que duró cinco milagrosos años hasta que, cuando obtuvo el premio Ondas, se lo cargó el entonces director de RNE, un tal Diego Carcedo, honesto defensor de las libertades y demócrata de cojones.

Daba gloria ver a Ángel de padrino, con esa nariz de boxeador y esos ojos oscuros y atentos que no pierden comba y te miran fijo, como leyendo los libros de estudio que él nunca tuvo. Sus estudios fueron otros: la calle, la vida, la madera, el talego, los consortes. Por eso es como es. Duro y cabal como la madre que lo parió. El caso es que Ángel es mi tronco, mi colega, mi hermano. Hasta me dejó usarlo de modelo en 'La piel del tambor' para el personaje de el Potro de Mantelete. Y el otro día me llama y me dice, oye, colega, se casa la niña, así que te quiero ver, y si tengo que levantarme yo de la mesa del convite para que te sientes tú, pues me levanto. Y allí me fui, qué remedio, con una chaqueta azul marino y una corbata. Y todos los invitados eran gente honrada, amigos y familiares del novio o compañeros del actual trabajo de Ángel, pero todavía pude encontrar algún resto del pasado, algún superviviente de otro tiempo. Así que me estuve primero en la puerta de la iglesia con el Patillas y el Mellao, hablando de los viejos tiempos, y el Patillas, que ya está mayor que te cagas, me ofreció un pitillo disculpándose porque el tabaco rubio que fuma ahora es una mierda, pero es que cuando te retiras de la calle, dijo, hay que ir mirando con tiento la viruta que uno gasta. Y el Mellao, que también se bandea ahora lejos de las comisarías, me habló de cuando él y el Patillas y Ángel eran más jóvenes y se iban a la feria de Sevilla, y a los san fermines, y en verano a Ibiza a tangar guiris y pringaos, y en una noche de juerga quemaban doscientos papeles. Y luego fuimos a la comida, y hubo mariachis y baile, y Ángel bailó un pasodoble con la madrina y luego él y yo nos fuimos a un rincón a mirar el panorama y a los invitados, y me fumé un farias hablando de otros tiempos, y le dije ojalá tengas treinta nietos cabales como tú, colega, y yo vaya a los treinta bautizos. Y entre los treinta te jodan vivo.

Fui el único del antiguo grupo de la radio que estuvo en la boda. Ángel los había invitado a todos, pero el tiempo pasa, y la gente tiene cosas que hacer, y cambia, y Manolo el madero es ahora una estrella y anda, lo justificó Ángel, con mucha ruina y muchos compromisos. Y Mayte vive en otros rollos, y Mar Racamonde estaba de reportaje. Y el resto de la banda se perdió en los vericuetos de la calle y de la vida, como Ruth, la lumi que salía de los servicios de señoras de RNE vestida con minifalda para hacer la carrera, y que vete a saber por dónde anda ahora. O como Juan, pequeñito y rubio y duro, Juan y su tándem y sus camisas limpias planchadas por su vieja, de quien no hemos vuelto a saber nada, nunca más. Y con el farias mediado y una ginebra con tónica en la mano, yo miraba a Ángel y le sonreía, y el alzaba una ceja, como siempre, con aquel aire de resignado estoicismo, y decía así es la vida, amigo. Y yo pensaba para mi forro: suerte que tienes, Arturín. El privilegio de que un tío como Ángel te invite a esta boda y te llame amigo.

El Semanal, 13 Diciembre 1998

Felipemanía

Se veía venir. Este es un país tan excesivo, tan tonto del haba, tan dispuesto a apuntarse a la nueva moda mientras siga siendo eso, moda, que todo termina haciéndose aborrecible de puro sobado. De García Lorca, verbigracia, hemos terminado hasta la gola. Y tal vez recuerden que hace unos meses, un poco antes del estallido de la felipemanía incontrolada, el arriba firmante celebró en esta página la primera exposición que sobre el segundo de los Austrias acababa de inaugurarse en El Escorial: Ya iba siendo hora, decía, de que se recupere sin complejos la personalidad del rey que gobernó el mayor imperio conocido de forma eficaz y terrible, y que la sordidez y la grandeza de esa época sean conocidas por las actuales generaciones. De que Felipe II, glorificado por el franquismo y literalmente arrojado a las tinieblas por los ministros de Educación y de Cultura de los siguientes veinte años, recobre su lugar histórico natural.

Lo que no podía imaginar entonces aunque debí hacerlo, conociendo a la panda de gilipollas que en España maman, o pretenden hacerlo, de la palabra cultura- era hasta qué punto la imagen, vida y milagros del señor de luto iban a ser, como lo han sido, ventiladas hasta el empacho. Aquella exposición de El Escorial fue el pistoletazo de salida para un sinfín de exposiciones, conferencias, conciertos, publicaciones y programas televisivos que han terminado por hacer tan aborrecible de nuevo al monarca, de puro plasta, que los españoles estamos ahora en mejores condiciones que nunca para sentir simpatía por los holandeses y los ingleses y los franceses que se pasaron la vida combatiéndolo, intentando librarse de él, o puteándolo. Tertulianos radiofónicos, columnistas todo terreno, alcaldes pedáneos, entrenadores de fútbol y espontáneos de diverso pelaje, muchos de los cuales no leyeron un libro entero en su vida, han enriquecido la materia con definitivas aportaciones, opiniones y matices. Y el cabroncete de mi librero ha destrozado mi cuenta corriente enviándome -y cobrándome- no menos de cuatrocientas treinta nuevas publicaciones y catálogos sobre el personaje, que se amontonan en pilas en el pasillo, y con las que ando tropezando a cada paso, entre blasfemias. Lo que es para hartarse, y para ciscarse en Felipe II y en la madre que lo parió, que por cierto se llamaba Isabel y era muy guapa y portuguesa. De modo que hasta Manuel Rivas, mi hermano del Finisterre, tan buena gente que nunca se mete con nadie, acaba de decir por escrito que está del blanqueo histórico del segundo Felipe hasta los mismísimos cojones. Y que el fulano le cae fatal. Y todo eso, a pesar de que Manolo tuvo un architatarabuelo -lo sé de buena tinta- que luchó en los tercios de Flandes.

En cuanto al fondo ideológico del asunto, qué les voy a contar. Porque, como dicen mis paisanos de Cartagena, una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Una cosa es defender lo defendible, aproximarse al personaje en sus errores y sus aciertos y no asumir por el morro la leyenda negra que fabricaron los enemigos, y otra cosa es convertir de pronto a Felipe II en príncipe renacentista y mecenas de las artes y las letras, en non plus ultra del progreso y la cultura. Una cosa es hablar de su magnífica biblioteca y de la difícil tarea que recayó sobre sus hombros en la dirección del imperio más complejo y poderoso del mundo, y otra es olvidar el cerrojazo que para España supuso la Contrarreforma por él impuesta, las hogueras de la Inquisición, la matanza de moriscos y la guerra estéril en la que España se desangró durante ochenta años para terminar hecha la piltrafa que todavía somos. Una cosa es acercarse a una imponente figura con ojos de la época, en el contexto de lo que entonces era posible y de lo que no, y otra querer convertirla en modelo de virtudes según los resbaladizos y peligrosos -si se aplican al siglo XVI- cánones actuales, y olvidar que casi todos los reyes han sido nefastos en todas las épocas, incluida ésta. Alguna vez he dicho que la memoria de España no es de izquierdas ni de derechas sino eso, memoria a palo seco, y como tal muy necesaria. Pero de nuevo se ha caído en el extremo contrario, en el punto opuesto del maldito movimiento pendular al que siempre parecemos condenados en este país desgraciado.

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